Cuando Eunadio de Pocascosas regresó de aquella campaña tan gloriosa, por la que el Rey consiguió adherir a sus dominios (y a los nuestros, porque como todo el mundo sabe, lo del rey es mío y tuyo y cuando el rey tiene una cosa, tuya es también y cuando gana él, ganamos todos) aquellas tierras cercanas a la costa, en las que pensaba edificar una serie de pequeños castillitos muy curiosos para su solaz (y el nuestro), éste, es decir, Eunadio, se dirigió a palacio para pedir sus emolumentos. Emonumentos. Emolumentos. La paga. Lo suyo. El rey no le pudo atender en ese momento porque estaba a otras cosas, pero en su lugar fue recibido por un secretario real que le cumplimentó todos los papeleos necesarios y cuando ya se disponía a coger su caballo, arrancarlo y ponerse a cien por los caminos del reino hasta llegar, melena al viento, a su maravilloso palacete alpino (aunque no estaba en los Alpes), cruzó su mirada con una joven hermosísima y se enamoró. ¿Se enamoró ella de él? Ahí está el asunto.
¿Porqué se enamoró Eunadio de Pocascosas? Lo mismo dará explicarlo aquí que no explicarlo. Se enamoró porque le gustó la chica, para simplificar. No hablaremos de sus experiencias previas, de sus romances frustrados, de los romances que él frustró, no. Hablaremos nada más que de este asunto. Eunadio de Pocascosas se enamora de la Princesa. Tiene que volver con su caballo brillante y magnífico, con pegatinas de fuegos a los lados, a su palacio, pero ay, el recuerdo de la Princesa le acompaña. Se tiene que declarar.
La Princesa era una moza que, aunque ustedes, queridos lectores, no lo puedan ver, bien merecía perder el tiempo contemplándola. Podía ser rubia, como podía ser cobriza, llevar el pelo corto y la nuca descubierta, los ojos pintados como una puerta o con lo justito para que no se diga, incluso sin nada, con una melena cobriza, teñida o lo que fuere. Eso, todo eso, qué más dará. Eunadio de Pocascosas se enamoró. La Princesa estaba libre de todo compromiso, porque su padre, el Rey, no estaba por casarla ni por dejarla de casar. Él se declaró. O no se declaró. Espera.
- ¿Se declaró?
- No.
- ¿Entonces?
- No se declaró, sigue contando.
Eunadio de Pocascosas no se declara a la Princesa. Pero se van viendo. Se ven. Se ven. Hablan, patatín, patatán. Eunadio de Pocascosas no se declara a la Princesa pero entre los dos se establece un vínculo afectivo. O algo así. Y entonces ocurre lo impensado. El malvado Jonjokin de les Dentstortes se planta ante el castillo del Rey. El Rey estaba a sus cosas, en los palacetes de la costa supervisando temas, y había dejado el castillo indefenso. A ver qué pasa entonces. Si no está el rey... es el momento de Eunadio. Eunadio se prepara para, como más que posible y futurible compañero y esposo de la tal Princesa, a defender el castillo. Ya no por amor, si no porque cuando el castillo se quema, algo tuyo se quema señor heredero. Que el amor y la amistad son muy así, pero ver el chozo ardiendo, duele casi más. Y Eunadio planta cara a Jonjokin. Pero pierde. Jonjokin quema el castillo, se lleva a la Princesa, y la rapta.
Y Eunadio de Pocascosas tiene que recuperarla, claro. Pero ¿cómo? No tiene tropas, ni guerreros, ni nada. Pues él sólo. Se arma hasta los dientes y va a por la Princesa. ¡Qué apuesto y qué galante va Eunadio de Pocascosas! ¡Qué donaire! ¡Madremía, madremía, madremía! ¡Así sí! ¡Así si se puede ir a recuperar a una Princesa! Tendrían que haber visto a los juglares y poetas épicos, líricos, asonantes y consonantes, védicos y cólicos, en los márgenes del camino, tomando notas para acordarse de detalles que luego en sus obras quedasen bien lucidos.
Eunadio, solito, se cepilla a todos los guardianes, soldados, esbirros y gente de mala calidad que sirve a Jonjokin de les Denstortes. Pero son muy pocos. Poquísimos. Seis o siete. ¿Dónde está el resto de tropas que con tanto arte deslomaron a los del Castillo de hace unos párrafos?
Agárense. Llegó un tal Eunaido, armado hasta los dientes, se cargó a todos los malosos y se llevó a la Princesa. A la Princesa al parecer le dio lo mismo Eunadio que Eunaido. Y claro.
Y Eunadio de Pocascosas pues eso.
Pues mire, mejor para él, porque total arriesgarse tanto por una princesa a la que le daba lo mismo Eunadio que Eunaido no valía la pena. Otro castillo encontrará después de que los trovadores cantaran sus excelencias en los cantares de gesta, porque eso daba mucha prestancia y extasiaba a las damas.
ResponderEliminarFeliz día, monsieur
Bisous
Ay el amor que no dura nada, solo puede el interés cuanto vales. Si la diferencia de un castillo a otro ni se nota, ni contigo pan y cebolla tampoco..
ResponderEliminarEs que este cuento me suena es un poco como todos los medievales. Padre rey, novio pretendiente, buenos y malos. ¿Hay acaso un princesa fea? (sí en la realidad)
Un abrazo