¿Qué probabilidad hay de encontrar en el puerto de Nueva York, a finales del siglo XIX, a un joven húngaro, siendo tú mismo también un joven húngaro? Posiblemente, pocas, pero en la literatura de ficción, estas probabilidades aumentan de una forma que puede resultar a ojos del lector quisquilloso francamente exagerada. ¿Y qué milagro hay que contemplar para que ese joven húngaro llamado Antas Nekermann se encuentre con otro joven húngaro que se llame Antas, precisamente?
Lo dicho. La invención de anécdotas, de casualidades, de giros argumentales, son recursos muy manidos que emplean los escritores para que el agua vaya a su molino, y los lectores no dejen de pasar páginas esperando encontrar sorpresas que les hagan olvidarse de su vida cotidiana. Aquí, en Hungría y en la República del Congo.
Antas Nekermann se baja del barco al llegar a Nueva York. Los trámites y papeleos nos los vamos a saltar. Deambula durante unas horas sin saber dónde ir. No sabe inglés. No lo tenía calculado. Habla alemán y pensaba que allí en Nueva York, con el alemán ya se iría apañando. Craso error. Un muchacho de su misma edad se le acerca. Viste de una forma desenfadada, informal, no envarado como un estudiante de Budapest recién bajado de un barco, ergo desembarcado. Ahí están, uno delante de otro. Antas Nekermann mira al chaval y éste le habla en un húngaro que casi no entiende, pero que le suena a gloria. Hola, me llamo Antas Karoly, aunque ya no me llamo Antas Karoly, ahora me llamo Anthony Charles. Antas Karoly se ofrece para acompañar a Antas Nekermann en sus primeras horas en Nueva York. Le dice que le puede acompañar a un lugar donde puede dormir y dejar sus cosas, y que incluso puede conseguirle un trabajo.
Antas Nekermann se fía de él. El empleo del verbo fiarse ya denota que dentro de nada a Antas Nekermann le van a dar el palo. Y se lo va a dar el propio Antas Karoly.
En realidad Antas Karoly no se llama Antas Karoly tampoco. Es un rumano de Timisoara que habla húngaro y que se llama Anton Carol. No. No lo compliquemos más. No es un rumano de Timisoara.
Es un húngaro de Debrecen que mató a su propia hermana por un asunto de una herencia cuando eran jovencísimos y tuvo que huir. Y huyó y huyó, haciéndose pasar por gitano rumano, por judío ucranio, por polaco de Lodz, hasta que llegó a Vilnus y de ahí a Londres y de ahí a los Estados Unidos.
Sea como sea, Antas Karoly lleva a Antas Nekermann por enrevesadas y oscuras calles, hasta que llegan a una pensión. Una casa de huéspedes que se encuentra en un barrio habitado por judíos polacos, rusos y húngaros. Entran en la casa y la mujer de la recepción les atiende hablándoles en inglés. Antas Nekermann no entiende nada. Antas Karoly se encarga de todo.
Suben a la habitación... y en cuanto pasan por la puerta, Karoly le da un golpe en la cabeza a Nekermann. Lo aturde, le roba, lo deja sin blanca.
¿Qué puede hacer un pobre húngaro exiliado que a las pocas horas de llegar ha sido expoliado por un compatriota? Llorar. Amargamente. Durante horas.
No sale de su habitación hasta que la ama de la casa toca a la puerta para reclamarle el siguiente pago.
Antas Nekermann lleva dos días recluido en una habitación. No entiende a la casera. Abre la puerta. Intenta hacerse entender. No tiene dinero. La mujer lo pilla al instante. Este tuerto se va a morir de hambre y a mi me da igual. Lo echa fuera de la casa.
El final de Antas Nekermann parece acecharle detrás de una esquina en Nueva York. Qué así.
Jo este episodio es demasiado duro para mi. Pobrecito.
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