No nos reíamos tanto en el Círculo Projorelov desde... ni nos acordábamos. Apareció como siempre, corriendo, nervioso, dando voces, fumando un puro que se le iba cayendo de la boca porque quería hablar, fumar, comer, dar besos, gritar, todo a la vez. Lorinzo Weirio era un miembro del Círculo que tenía fama de fantasioso. La verdad, es que buena parte de las historias que terminaban siendo consideradas como 'canónicas' en el Círculo tenían una muy buena parte de aportación particular de cada uno de nosotros. Todos poníamos algo de nuestra cosecha particular, pero se aceptaba que el grueso de los relatos de nuestros viajeros eran ciertas y vividas. Ahora bien, con Lorinzo Weirio teníamos la impresión de que nada de lo que contaba era realmente verdad.
Aquel día, como siempre, entró como un torbellino y empezó a gritar 'qué bonito, qué bonito, madre mía, qué bonito'. Venía loco.
Todos congregados en torno a Lorinzo y éste que no se decide a empezar su relato, tan sólo era capaz de decir 'qué bonito, qué cosa tan preciosa, qué maravilla, qué bonito, qué bonito por el amor de dios'. Y así estuvo un rato, con las manos en la cabeza, levantando luego los brazos al cielo, con el puro en la boca. Hasta que consiguió serenarse un poco, y comenzar con su historia.
'Por motivos que no vienen al caso, me vi obligado a aceptar la invitación de Don Federico Hohenstaller, el conde Hohenstaller, al que hace mucho tiempo que no veía y que había construido un palacio del que muchos hablaban maravillas sin haberlo conocido. El conde Hohenstaller y yo éramos amigos de tiempo inmemorial, habíamos batallado juntos en las guerras contra los Terdios y manteníamos un sólido vínculo que no había sido desgastado por el paso del tiempo. El carruaje me dejó en la gran puerta que daba entrada al recinto palaciego. Un magnífico parque que me propuse recorrer caminando para disfrutar de las excelencias de los atributos naturales y artificiales que allí se encontraban. Al poco de empezar a pasear por el sendero que se abría ante mí, oyendo a los pájaros trinar y el agua de los riachuelos correr, me encontré con una bellísima muchacha que se hallaba leyendo un libro bajo un frondosísimo árbol del que no tengo noticia sobre su nombre. La chica, vestida exactamente igual que en un cuadro de Fragonard, tenía entre sus manos el Adolphe de Constant. No he leído este libro, le comenté para intentar entablar conversación. Imaginé que sería hija de mi amigo Hohenstaller. La chica me contestó que... no entendí lo que me dijo. Hablaba en alemán, como es natural. Su padre no la había instruido en las lenguas del ancho mundo. Pero me entendió. Osea, que me entendió, pero me habló en alemán. Le pedí que, por favor, hablase en mi idioma. La chica cambió y en un perfecto francés me dijo que 'el libro habla... la verdad es que no entiendo el libro, porque está en alemán'. No creí haberlo oído bien. Le dije que si estaba en alemán no era posible no entenderlo porque ella era alemana. Me dijo que no. Que ella no era alemana. Era francesa como yo. Yo le dije que no era francés. Ella me contestó en italiano que, su padre, el conde Hohenstaller no se encontraba en el palacio y que sería ella quien haría de mi anfitriona. Le iba a preguntar cómo era que su padre, que me había invitado a pasar unos días con él, no se encontrase... y ella me contestó que su padre estaría muy contento de poder atenderme, que me esperaba. La miré. Me miró y me preguntó si me había leído el Adolphe de Benjamin Constant. Le contesté que no. Ella me contestó que tampoco. Llegaron unos sirvientes que nos trajeron algo de merendar, porque empezó a anochecer. Al parecer, el libro estaba en alemán y ella no lo entendía. Le volví a preguntar por su padre. Me dijo que su padre no era Benjamin Constant. La miré. Ella me miró y comió algo. Yo comí también. El pollo frío estaba excelente. El vino también. Le pregunté de dónde era el vino. Me dijo que ella no bebía vino, pero lo estaba bebiendo ante mis ojos. Es vino del Rin, aventuré. Mi padre está en el Rin. La miré. Ya estaba enamorado. Supongo que me enamoró desde el principio. Desde antes de entrar al recinto. Me preguntó mi nombre. Lorinzo Weirio, le contesté. Me respondió en español que me quedaría mejor el nombre de Lorenzo. Es más adecuado, abundó. Lorinzo es mi nombre. Mi padre no es alemán. Le fui a responder que su padre era el conde de Hohenstaller y que... Hohenstaller está aquí cerca, me dijo la muchacha. Es el castillo colindante, insistió. Venga, venga, me dijo, coja mi mano y acompáñeme. No quería irme. Era noche cerrada ya. Se subió a un pequeño promontorio y me señaló el palacio de su padre, el conde. Es aquel. Mi padre se llama Adolphe, quizás usted lo conozca, volvió a decir la muchacha, mirándome con unos preciosos ojos grises que cambiaban de color con la luz del sol, pero ya era de noche, por lo que grises seguían. Y efectivamente, mi padre se llama Adolphe. Amaneció. No podía apartar los ojos de ella. No le pregunté su nombre. Cuando el rocío goteaba por mi nariz, unos sirvientes vestidos impecablemente de blanco, casi como si fueran empleados de una institución hospitalaria, me acompañaron amablemente hacia la puerta y me indicaron que no molestase más a los residentes. Yo les contesté que mi padre se llamaba Adolphe. Uno de ellos me dijo que el suyo también, que quizás podríamos encontrar a ambos padres dentro de aquel bonito palacio. Pero algo me hizo desconfiar y pude salir de allí.'
Se bajó del escenario, se fue y tres calles más allá de nuestra sede, le vimos subir a un carruaje dentro del cual se vislumbraba una bellísima silueta femenina.
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