De entre todos los personajes estrafalarios que formaban parte del Círculo Projorelov había uno especialmente singular. Jean Geneviève Ausserbach nos visitaba de manera muy esporádica, aparecía por nuestro Círculo una vez cada año y medio. Todo el mundo sabía que había sido una persona muy importante en otro tiempo, que había vivido en las colonias francesas ocupando un cargo de mucha responsabilidad, pero que algo había ocurrido para que todo su mundo se viniera abajo. No sabíamos dónde vivía, ni a qué se dedicaba, ni qué pensaba de la vida y sus misterios. Porque jamás escuchamos a Jean Geneviève Ausserbach pronunciar ni una sola palabra. Para quienes lleguen a estas páginas sin conocer el funcionamiento del Círculo, decirles que nuestro mayor placer era escuchar las historias de esos viajeros que pululan por el mundo, que lo mismo viajan muy lejos que nos descubren lo que tenemos delante de nuestras narices y que jamás llamó nuestra atención. Y sin embargo, con Jean Geneviève Ausserbach nos ocurría algo extraño, si no era suficientemente extraño todo lo que rodeaba a los personajes de nuestro Círculo. Nos gustaba Jean Geneviève Ausserbach. Con su pelo canoso, algo largo y descuidado, su porte elegante pero con aire cansado y de vuelta de todo, con un rostro anguloso, mal afeitado las más de las veces, pero transmitiendo una sensación de paz... nos tenía en la palma de la mano. Esto es lo que ocurría cuando Ausserbach llegaba al Círculo.
Todos le veíamos llegar, abrir la puerta, saludar con ese gesto tan típico de tocarse la frente con dos dedos y sonreír, colgar su chaqueta de pana marrón en el perchero y caminar lentamente hacia el salón en el que se contaban las historias más increíbles que uno pudiera escuchar, o las más ridículas también. Ausserbach elegía uno de los butacones que estuviera vacío, sin preocuparle si era el que escogía siempre, si había otros mejores, cualquiera era bueno. Y una vez allí sentado, cruzaba las piernas, cruzaba sus manos en torno al pecho y echaba la cabeza hacia atrás. Con una sonrisa en el rostro, Jean Geneviève Ausserbach entornaba los ojos y... todos nos quedábamos mirándole. En torno a él nos juntábamos todos los miembros del Círculo, simplemente mirando como Ausserbach dejaba volar su mente, quizás dormía, quizás imaginaba, quizás simplemente recordaba sus tiempos en lejanos y exóticos lugares. Y nosotros le contemplábamos y... volábamos con él. Sin que nos contara nada, sin que abriera la boca, nosotros estábamos con él. Era una sensación casi mágica. Mística. No encuentro el término. Por ponerme yo mismo de ejemplo, la última vez que Ausserbach nos visitó, mientras él ensoñaba, yo ensoñé. Me vi en una playa inmensa, la arena fina no se me despegaba de la piel, una mano agarraba la mía, era inmensamente feliz. Nada más.
Cuando Ausserbach abría los ojos y volvía en sí, todos nos quedábamos en el sitio esperando que abriera la boca. Nunca ocurría. Recogía su chaqueta, se despedía con el mismo gesto de sus dedos sobre la frente y nos costaba tanto volver a la realidad...
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