He estado ocupado durante un tiempo, pero en el día de ayer recuperé la misión por la que recuperé la ilusión de vivir, recuperando una idea que muchos han tenido y que en su recuperación misma implica un recononocimiento de su imposibilidad. Muchos han sido los que han querido destruir el universo y pocos los que lo han conseguido. Tan pocos que, siendo realistas, estamos aquí todavía. Así que podría decir que, sin miedo a equivocarme, nadie ha destruído el Universo todavía. Eso es así. Recuperado como he hallo de un periodo de cierta inactividad en lo que a este asunto se refiere, ayer mismo, como digo, recuperé el tono. Mi plan para destruir de una manera total y absoluta el Universo se quedó ahí ahí, medio medio, casi en un limbo. El Universo, si es que personificamos al Universo como si fuera uno de nosotros mismos, no se queda en nada, porque el Universo no tiene conciencia. Es un todo. Es un intangible, un algo, no lo abarcas. Yo me entiendo y espero que los demás pongamos un poco de nuestra parte también para llegar donde quiero llegar. Digo que, tras un par de intentos, de asaltos, de golpes, notaba yo que el Universo se tambaleaba. Si todo el tiempo que ha pasado el Universo ha parecido no notar el golpe, quizás no tengan la misma sensibilidad que tengo yo, pero a mí me parece que el Universo no es el mismo. Que ha ido mal. Lo que pasa es que no he estado por este tema y no he podido al menos ir haciendo algo. Así que ayer me puse en serio y no sé si se me fue la mano algo.
En la calle del tal, esquina del cual, y tras un pequeño problema con la entrada del establecimiento, ya que en ocasiones uno no sabe en según qué lugares cómo se entra, cuál es la puerta, si estás dentro o estás saliendo, etc., pude entrar a una herboristería y lugar donde se expeden productos de origen naturalmente natural y solo hasta que no sentí una campanita que hizo tin tín en el momento en el que ya se me consideró dentro del establecimiento, como digo, no me sentí realmente en situación de actuar. El chico que regentaba el lugar era un mozo de unos 45 años, aún joven y gallardo, sin duda debido haberse aplicado en su propio ser muchos o algunos al menos de los tratamientos, pociones y lociones que allí se ofrecían. Horacio, así se llamaba el muchacho, atendía a sus clientes con agradosidad extrema, sin levantar la voz, acompañado por unas músicas relajantes y melosas que hacían que su público, muy heterogéneo dentro de lo que cabe, se sintiera ya en la misma tienda, como si el mismo nirvana ofreciese una muestra de su brillo mientras se vendían pastillas de Soria Natural.
Dentro ya de la tienda, y cuando el último cliente tuvo metida en una preciosa bolsa de cartoné unos botecitos con flores de bach, me dirigí al mostrador. Horacio me preguntó que qué cosa deseaba y yo simplemente alargué mi mano para tocar el foulard con el que protegía su cuello de se supone algún tipo de dolencia o simplemente por estética, aprecié el tacto de la tela, sedosa, suave, también relajante, y mientras unas tamburas intentaban hacerme creer que mis pies se mojaban en el Ganges, empecé a llorar, lentamente. Primero con un sollozo sentido, y luego con un puchero que ahogaba la música y nublaba el espacio y nuestra comunión con la entidad suprema que todo lo rige, sea esta cual sea. Mi llanto era profundo. Hondo.
Durante todo este tiempo he tenido tiempo de aprender a llorar, de una manera oscura, negrísima, un lloro que prácticamente golpea a quien lo recibe. El llanto que se envía. Un concepto nuevo. Horacio, aturdido, no sabía que hacer. Una mujer, de pelo coloreado y edad indefinible, olía un tarro de especias y un tarro de crema de... dejó el tarro en un rincón y miró hacia donde estabamos Horacio y yo para abrir la puerta e irse. Horacio me miraba, pero no le salían las palabras de la boca. Yo lloraba y lloraba. Sentí que el Universo en ese instante, padecía.
Sufría y sufría mucho. El Universo, creo, no esperaba que volviera a atacarle de esa manera. Pero ahí estoy.
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