Los que me conocen ya saben que no soy de hablar mucho. Según el día como venga, puedo parecer en otra parte, pasar días sin abrir la boca, estar y no estar al mismo tiempo. No suelo dar mi opinión y me mantengo siempre en un discreto segundo plano cuando la charla se anima. Tampoco soy de los que proponen nada, de los que tienen un plan, de los que se tiran a la piscina.
Sin embargo, el otro día, mientras estaba desayunando en un bar de la periferia de mi ciudad, que tiene centro y tiene periferia a la vez, se me apareció una idea. Yo antes muy raramente desayunaba fuera de casa, me tomaba la leche galopeá y salía a hacer lo que fuere. Podría hacerlo ahora de la misma manera, pero desayunar fuera me parece que refuerza un recuerdo de cuando desayunar fuera de casa era parte de un algo que podríamos calificar como fantástico. En este pensamiento, o quizá en otro, andaba yo cuando como digo se me apareció una idea.
Era una idea preciosa. Una idea genial. Entró por la puerta, no sé qué dijo y salió de nuevo por donde había entrado sin consumir nada. Era una gran idea, una de las ideas más maravillosas que había visto jamás. Era alta, pero no era alta, era más o menos de mi estatura. Creo que puede que fuera alta para los parámetros... mejor no sigo. Alta para ser una idea. Una idea que vino y que se fue. Pero, por una vez, no me resigné a dejarla pasar. Así que pagué mi consumición y me fui tras de aquella idea. La vi avanzar camino del metro, o al menos por el Paseo Lorenzo Serra, camino del metro. Era una idea estupenda, una de esas ideas capaces de reunir a gente de diverso signo en torno a sí, capaz de ilusionar a personas de diverso credo, era una idea mágica. No la podía dejar pasar. Me preguntaba si, por el rumbo que estaba tomando aquella idea, cogería el metro. No fue así.
Siguió por la Rambla Sant Sebastià hacia arriba, caminando por la Rambla estrictamente hablando, no por la acera, y se paró en una de la diversas tiendas de teléfonos móviles. No entiendo qué tenía que hacer una gran idea en una tienda de ese tipo, pero ahí estaba. Tal y como entró, salió. No encontraba acomodo en ningún sitio, pensé. Esa idea ha de ser mía, pensé. Como digo, no hablo mucho, pero pienso bastante.
La idea siguió subiendo la Rambla y cuando llegó a la altura del Cruce, bajó. Porque la Rambla baja a esa altura. La idea, a la que seguía de cerca, pareció perdida durante un instante pero recuperó el sentido. Una idea con sentido. Torció hacia la plaza del Reloj y se quedó delante de una tienda de zapatos mirando los productos del expositor. Estamos en rebajas y había todo un surtido de calzados variados que estaban bastante bien de precio y otros que, pudiendo estar más rebajados, no resultaban tan estimulantes. Pensando todo esto, a punto estuve de perder la idea. La divisé a lo lejos, como una sombra, caminaba deprisa por la calle Jacinto Verdaguer y supe, como si lo hubiera vivido antes, que el recorrido que estaba haciendo lo había hecho ya muchas veces. Era una idea insistente.
Efectivamente, cuando llegó a la calle Irlanda, en lugar de seguir hacia el Poli Nuevo o en su defecto hacia la Generalitat, subió y en la puerta de la comisaría hizo un gesto obsceno. Era una idea peligrosa. No se dio cuenta prácticamente nadie y pudo seguir avanzando. Al llegar a la rotonda, el sol le dio de lleno. Era una idea luminosa.
Qué gran idea. Qué divertida. Qué bien me lo estaba pasando, pero yo quería que esa idea fuera mía. Llevaba mucho rato detrás de ella y me preguntaba qué tenía que hacer para abordarla y poder decir, por fín, que tenía una idea. Aunque fuera una idea vaga, porque me di cuenta de que después de tanto andar, aquella idea se sentó en un banco y no se levantó ni en una hora, ni en dos... eran las tres de la tarde y yo tenía hambre. Quise hacerme el valiente y por fín me aventuré a preguntarle, por dar conversación, si quería comer algo.
- Ni idea...
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