Tan temprano, tan tarde, tan hoy, a veces. El tiempo y el transcurso del mismo. Lo que hiciste ayer, procurando que no se parezca a lo que pasará mañana. El continuo combate contra la rutina, creernos que somos especiales, que nos merecemos algo diferente cada día, a cada momento. Delante de la pantalla del ordenador, apuntando en una libreta, Marcelo Súliban pasaba las horas y los días teorizando sobre este y otros aspectos de la vida. Una vida que pasaba entre cafés, tabernas, su propia casa.
Piensen en la última oración. Una vida que pasaba entre cafés, tabernas, su propia casa. En principio pudiera parecer que es algo fantástico, nos prepara para un relato en el que una persona pasa su vida de manera bohemia, alocada, sin orden ni concierto, trabajando, escribiendo, pensando, apurando hasta altas horas de la madrugada, ante a pantalla del ordenador, bebiendo y vomitando ante la hoja en blanco las verdades del barquero. Voy a contar la verdad. Estas son verdades como puños. La gente tiene que saber.
Marcelo Súliban no salía nunca de su casa sin lavarse ni afeitarse. Pasaba la vida entre cafés y teorizando sobre estos temas, mientras a su alrededor la gente se afanaba por desayunar, almorzar, debatir sobre el programa de televisión de la mañana, el fútbol y sus infinitos misterios y miserias, alguna discusión sobre política que jamás nadie recuerda y sobre todo, problemas de oficina, de departamento, de Administración contra Recursos Humanos, de logística contra ese nuevo... Y Marcelo Súliban permanecía ante todo ello impasible. Escuchando y tomando notas, claro. Teorizando sobre si aquello era la vida, sobre qué era lo que podía hacerse, en ese momento, para alterar el curso de la historia. Marcelo Súliban no era ningún bohemio. Tampoco trabajaba para vivir. Había recibido de joven una esperada, perdón, esmerada educación y cuando alcanzó la edad de ponerse a trabajar para ganarse el sustento se hizo el tonto. Sus padres no. Como quiera que su familia tenía más corazón que él, podría decirse que era un mantenido.
Una mañana, mientras apuraba una caña de cerveza en una tarde de calor, se dio cuenta de que los tiempos no cuadraban. Si era por la mañana no podía ser por la tarde. Demasiados errores en la línea temporal. Quiso hacer balance de lo que había bebido y desarrollado intelectualmente aquel día. Otra vez le había vuelto a pasar. No pasaba nada extraño. Los folios en orden. El ordenador portátil, con batería suficiente. La música de fondo. Las palabras mágicas. Tengo un poco de prisa.
Aquella tarde hacía calor. Y no debía ocurrir. Porque nunca hace calor. Marcelo Súliban creía vivir en otra parte, donde las calles son húmedas, la gente fuma y es un año de finales del siglo XIX lo que marca el calendario. Como en un libro. Como en una novelita corta.
Marcelo Súliban considera que debería registrar todos esos pensamientos de una manera organizada, reunirlos, ordenarlos. Marcelo Súliban cambia de ambiente cada mañana. Siempre visita un café. Se queda en casa escuchando música de un viejo tocadiscos que le regalaron cuando cumplió 30 años.
¿Cuántos años tienes ahora, Marcelo?
Creo que tengo 50 años, pero aparento alguno menos. No he tenido mucho desgaste.
Esas palabras no son tuyas, Marcelo. ¿Qué te ocurre?
Creo que alguien me mira desde aquella mesa.
Es una mujer. Marcelo Súliban nunca ha teorizado sobre el ser humano. Sobre el tiempo, la vida, la organización de las especies, el aprovechamiento de recursos, los horarios de trabajo, la necesidad de los letreros luminosos, el papel doblado. Pero nunca sobre el ser humano.
Aquella mujer le miraba desde el otro lado del bar. El bar Victoria. El rincón de la Victoria, pensó.
Son muchos años ya engañando a la gente, Marcelo Súliban.
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