No sabíamos cómo se llamaba pero era mejor eso que saber nada. Nos imaginábamos cosas. La veíamos todas las tardes en la taberna del viejo Samuelsson. Por aquel entonces nosotros éramos unos niñatos que acababan de terminar sus estudios y acudían a la taberna a beber los primeros licores espirituosos fuertes, a llegar a casa con graves síntomas de borrachera y a sentir que estábamos disfrutando, al fin, de lo que era ser adultos.
Quizás el primer día no reparamos en ella, pero el segundo día, alguno de nosotros, seguro que el gracioso de Hjalmar, dijo: mirad a esa mujer de ahí. Simplemente era una mujer que estaba sentada en una de las mesas, justo al lado de la ventana. Se tomaba una copa de algo que desconocíamos, lentamente, miraba por la ventana. Nosotros la mirábamos a ella.
Pasaban los días y cada tarde íbamos a la taberna del viejo Samuelsson y repetíamos un ritual de bebida y contemplación. Nuestra ciudad no era demasiado grande y sin embargo, no conseguíamos situar quién era aquella mujer, de dónde había salido. No nos atrevíamos a preguntarle a Samuelsson ni mucho menos a cualquiera de los concurrentes. No nos podíamos permitir que se burlasen de nosotros por mostrar interés en una mujer.
El resto de parroquianos de la taberna no hacía demasiado caso de la mujer al lado de la ventana. Alguno de ellos, al pasar camino del cuarto de baño, saludaba a la mujer tocándose la gorra y ella les respondía inclinando la cabeza. El señor Samuelsson rellenaba la copa una sola vez. Cuando terminaba ese segundo vaso, la mujer dejaba de beber y contemplaba la ventana y su paisaje.
Una tarde, julio ya estaba a punto de acabar y algunos nos marcharíamos de viaje a la casa solariega en agosto, decidimos quedarnos hasta el cierre de la taberna para saber, cuando se fuera, dónde vivía, seguirla. La intriga nos consumía.
Así pasó. Cuando nos quedamos solos y el señor Samuelsson se disponía a cerrar el local, la mujer se levantó, se despidió del señor Samuelsson y salió en dirección a la avenida principal. Nos propusimos seguirla. Ella caminaba tranquila, sin prisa, ya era todo oscuro.
El camino a su casa parecía recorrer únicamente las calles principales de nuestra ciudad. Por un momento nos pareció que sabía que la seguíamos, estábamos dando vueltas en círculo.
Giró hacia la derecha en la calle del General Frantzen y cuando hicimos lo mismo que ella, había desaparecido. Al volver sobre nuestros pasos, nos la encontramos de frente. Pasó por entre nosotros.
Parecía absorta en sus pensamientos. La vimos girar de nuevo a la derecha en General Frantzen. Desaparecía cuando hacía aquello.
Nos la cruzábamos de frente y no nos veía.
Era cada vez más tarde. Alguno protestó. Si volvíamos tan tarde se quedaría sin viajar al campo. Nos fuimos a casa.
Al día siguiente volvimos y allí estaba, de nuevo sentada en aquella mesa, mirando a la ventana. No la volvimos a perseguir.
Son esas cosas que se cuentan, pasan los años y no te explicas. Por no preguntar.
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