miércoles, 2 de enero de 2019
Ciudadano Ejemplar
Ay, el señor Fendelstam. Su vida comenzaba a las once de la mañana. Se levanta de la cama, se viste, sale a la calle camino del desayuno y por el camino abronca a todos los transeúntes. Les llama vagos, menesterosos, roñosos, mugre de la tierra… y a todo el que le quiera escuchar le cuenta que él era propietario de una pequeña tienda en una de las calles que llevaba a la Iglesia de Santa Beata y que la tuvo que cerrar por culpa de esos burócratas del ayuntamiento que le buscaron las vueltas con una reclamación porque no tenía los letreros reglamentarios para señalar los precios. El señor Fendelstam acudía puntualmente al tugurio de Sredet a almorzar, todas las mañanas. Allí abroncaba al señor Sredet por lo sucio que tenía el local, la peste que desprendía el servicio de caballeros, lo zarrapastroso de su clientela, lo seco que estaba el trozo de… lo caliente que servía el vino, lo fría que estaba la cerveza. El señor Fendelstam se sentaba en una silla, con una mesa delante, nadie se sentaba con él. El señor Fendelstam iba relatando en voz alta todos los servicios que había hecho al Estado, desde su juventud, cuando sirvió en el Ejército y después en la policía, cuando le destinaron en aquel distrito en el que tuvo que encargarse de reprimir las huelgas que aquellos cochinos trabajadores llevaban a cabo una y otra vez. Él y sus compañeros les dieron lo suyo. El señor Fendelstam se quejaba de cómo el Estado se había olvidado de él y contaba que le habían echado del cuerpo porque aceptó el soborno de un industrial amigo suyo para darle unas palizas a un par de judíos que… a él, le echaron por perfeccionar el funcionamiento del Estado. Y tuvo que poner aquella tienda de ropa de labor. Ropa para trabajar. Venían a él todos esos mugrosos a comprarle ropa para trabajar en la construcción. Ropa especial. El señor Fendelstam vivía solo. Su mujer había muerto cuando llevaban solo dos años de casados. No pudo tener hijos. El señor Fendelstam terminaba el almuerzo y salía a dar un paseo. Compraba el periódico abroncando al quiosquero por vender siempre periódicos subversivos. No le dejaba otra opción que comprar siempre El Conservador Regio, que leía con displicencia, pensando que entre líneas, aquel diario reaccionario, escondía peligrosos mensajes revolucionarios. El señor Fendelstam, a la hora de comer acudía a la fonda de Karlenek, donde paraban todos los cocheros y conductores de transportes de la ciudad. Se quejaba allí del tráfico, de la ignorancia de los conductores, de la podredumbre que significaba una sociedad que ya solo se movía con coches de motor. Se cabreaba cuando veía entrar ufanos a los conductores. Abroncaba al señor Karlenek porque la comida siempre estaba fría, era comida para cocheros, era indigna, no era consciente del favor que le hacía el señor Fendelstam yendo allí todos los días. Cuando terminaba de comer, el señor Fendelstam volvía a su domicilio, se quedaba un poco traspuesto por los efectos de la comida y el vino y cuando el sol caía, iba al café de la señora Jurakowska. Allí pedía un licor suave. Y abroncaba a la señora Jurakowska por ser mujer y regentar un café. Qué vergüenza, pensaba, una mujer, gritaba. Dos horas después de consumir su última copa de aguardiente y despreciar a quienes jugaban a la cartas o hablaban de política, volvía a su casa.
Todo el mundo quería al señor Fendelstam.
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