En tiempos de la emperatriz Ana me enviaron con una misión un tanto delicada a un pueblo del corazón de nuestra amada Rusia llamado Chimanstrovo. Mi misión consistía en sonsacar a las autoridades del pueblo sobre los causantes de una serie de altercados que podrían derivar, si la cosa seguía por el mismo camino, en algún problema más serio para el Estado y para la zarina Ana. Antes he puesto emperatriz y era zarina, disculpen.
Cuando llegué a Chimanstrovo me recibió el gobernador de la provincia, el duque Alexis Petrovich y su esposa la duquesa Ana, casualmente. Ana demostró ser una mujer dura y de pocas palabras, pero al duque Alexis le gustaba hablar y referirme todos los detalles que habían ocurrido en Chimanstrovo y que completaba con retratos más o menos mordaces de los personajes principales de la trama.
Al duque Alexis le gustaba tanto hablar, que no se detuvo en comentar aquellos pequeños incidentes que se reducían a discusiones apasionadas sobre si la zarina Ana era buena o muy buena, sino que siguió comentando asuntos de la política nacional y de la política internacional, rellenando el tiempo con comentarios también mordaces sobre los protagonistas que él creía ciertamente ingeniosos. Y lo eran.
La conversación con el duque Alexis era unidireccional, simplemente escuchaba y contemplaba de vez en cuando los mohines de desaprobación de la duquesa Ana por la cháchara sin cuento de su esposo. El duque Alexis se despachó contra los príncipes prusianos, la indolencia Austriaca, el salvajismo húngaro, la pestilencia turca, la vagancia de los fineses, los engreídos suecos, la petulancia de los ministros alemanes, la codicia de los judíos y toda la suerte de tópicos sobre la política que suelen aparecer cuando de política se habla con quienes de política solo conocen lo que les dicen que han de conocer.
El día transcurrió entre discursos y paseos, explicaciones y anécdotas. Cenamos en la casa que alojaba a las personalidades del pueblo y el pueblo se esforzó en agasajarnos de la mejor manera posible, con viandas suculentas y quizás algo pesadas para mi gusto. Pero estábamos en Chimanstrovo y no en San Petersburgo y todo era disculpable.
A la mañana siguiente, después de un tranquilo sueño solo perturbado por una sed que calmé a las tres de la madrugada, cuando me desperté y consideré necesario, mandé detener a los duques, duque y duquesa, y ordené su ejecución inmediata por haber instigado incidentes y comentarios contra el Estado que podían haber conllevado a una espantosa rebelión. Era mejor acabar con aquellas dos vidas que lamentar males mayores y no era la primera vez que un mandatario local, en su afán por demostrar atrevimiento y erudición acaba prodigando males mayores a sus subordinados. Es mejor no alzar demasiado el vuelo, no querer sorprender al otro.
Porque el otro te puede matar.
Volví a San Petersburgo, hice mi informe, se me otorgó una medalla, la zarina Ana susurró mi nombre a un mayordomo, todo esto ya no tiene importancia ahora.
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