lunes, 29 de marzo de 2021

Oostende


Cada tarde, cuando dejaba de hacer ese frío espantoso que no te dejaba ni salir a la calle, nos acercábamos al muelle y deambulábamos por entre las casitas bajas, los talleres, los puestos de pescado, escuchábamos a la gente y nos metíamos en alguna tabernucha que ni siquiera anunciaba su nombre. Abrías alguna puerta y entrabas en algún tugurio donde la barra apenas era perceptible y se despachaban bebidas increíblemente fuertes. Allí, pedíamos algo de beber e incluso nos atrevíamos con algo de comer y nos quedábamos callados escuchando las conversaciones de la gente del puerto. Conversaciones en voz alta cuando querían impresionarnos y en voz alta cuando lo que se decía era más importante que las ganas de alardear. Eran gente ruda, muy curtida, que habían estado en todas partes. Nosotros volvíamos por la noche a nuestras casas ya cenados y nuestras familias nos parecían al llegar como muñecos de cera, seres inertes, adocenados. 

Nos encantaba hablar como ellos. Nos encantaba llegar a nuestras casas y dirigirnos a nuestros hermanos pequeños con esa rudeza, o con esa gracia especial que tenían al decir las cosas las gentes del puerto, con acentos que denotaban haber viajado, haber visto otros mundos, vidas errantes, miserables, de un lado a otro, sin asiento, dependiendo de la fortuna. Cada tarde, hasta que llegaba el verano, nos gustaba estar entre esa gente y comer, hablar, beber como ellos. 

Una de esas tardes, Basil empezó a hablar con un muchacho que parecía de nuestra edad, aunque supongo que era más joven y éste le empezó a contar que hacía poco que había llegado a Oostende, que su padre había vivido mucho tiempo en el Congo y que él se había criado con su madre en Suecia. Su madre era sueca y al regresar su padre de África estaban buscando trabajo en el puerto. El joven le contó a Basil que él había empezado a ayudar al secretario de una oficina de traspasos, llevando papeles de un lado a otro y que en realidad quería empezar a estudiar para poder acabar trabajando en la propia oficina. Basil le dijo que si quería podía preguntarle a su padre por la posibilidad...

Antes de darnos cuenta nos habían dado una paliza en un callejón donde ni siquiera sabíamos cómo habíamos ido a parar. Yo perdí mi dinero y los objetos de valor que llevaba. Basil igual y además acabó con su cabeza en una letrina. A mí me llenaron la boca de pescado podrido y...

Mi padre me contó al llegar a casa que a él le había sucedido algo parecido. Y al abuelo. Y que viene bien. Ya tendría tiempo de devolver la paliza. Toda la vida. 

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