Aquella vez lo entendimos todos a la primera. O al menos creímos entenderlo todo a la primera. Era sencillo. El niño quiso coger el cuenco, se le cayó y lo rompió. No nos paramos a pensar en nada más. Pero al cabo de un rato, me di cuenta de una cosa. Si era una parábola, tan claro no podía estar. El niño coge el cuenco y se le cae. Se rompe. Eso seguro que quería decir otra cosa. Lo volví a consultar con el resto y todos pensaron que era yo la típica persona que le buscaba las vueltas a todo. Nada más lejos de mi intención que buscar problemas donde no los hay. Sin embargo, no estaba yo conforme con una explicación tan sencilla y con que aquello, que más bien parecía una anécdota, alcanzara la categoría de parábola.
No quise preguntarle al Maestro sobre el tema, hasta que en otra ocasión en la que nos juntamos a su alrededor volvió a repetir la parábola anunciándola como parábola y siendo efectivamente la parábola del cuenco y el niño. Un niño veía un cuenco, lo cogía pero se le caía y se le rompía. El niño coge el cuenco pero se le cae y el cuenco se rompe. El Maestro dejaba entonces un silencio grave que te invitaba a pensar en que más allá de aquellas palabras existía una intención.
Quise encontrarle algún sentido en plan que si no tienes las capacidades mínimas para hacer una cosa lo más fácil que te pueda pasar es que no hagas bien lo que acometas y que acabe siendo todo un desastre. Al compartirlo con los demás me dijeron que bien pudiera ser eso, que eso y por eso, aquello era una parábola. No conforme con aquella explicación quise extenderme en el detalle de que el cuenco se rompía. La rotura del cuenco, el final del cuenco, y no centrarme tanto en el niño. Y fue entonces cuando lo entendí todo. Estaba hablando todo el rato del cuenco.
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