miércoles, 24 de enero de 2024
Crónica de un viaje a Brasil. Eu sou da Bahia.
Pero ¿porqué Salvador de Bahía? Dos cosas. Hace como 30 años a mi abuelo le tocó un viaje a Salvador de Bahía en la Caja. Mi abuelo Antonio entonces tendría ya 70 años largos y no se vio el hombre como para hacer un viaje y ofreció el viaje a mi tita Petra y a mi padre. Mi madre cuenta cómo una noche mi abuelo llamó a casa por teléfono, hizo el anuncio, y la consecuente revolución que supuso. Mis padres fueron a Salvador de Bahía con un viaje preparado y volvieron en shock con todo lo que habían visto y vivido. Vieron cosas muy bonitas, muy diferentes, pero también vieron pobreza, miseria, discriminación, que les dejó muy tocados. Unos pocos años después, trabajaba yo en el 1004, leyendo El País de las Tentaciones, hicieron un reportaje sobre un disco que apadrinaba David Byrne sobre unos brasileños que se llamaban Os Mutantes y que a finales de los sesenta hicieron una música alucinante. Tuvo que ser el año 1999. Aquel reportaje me impactó tanto que me tuve que comprar el CD y aquello abrió la puerta a un mundo musical apasionante. Caetano Veloso, Gilberto Gil, Gal Costa, Tom Zé, Rita Lee... Uno ya conocía la bossa nova aunque no era fanático, el disco de Stan Getz y Joao Gilberto, el mítico disco de La Fusa, pero aquello era otra cosa, el tropicalismo, psicodelia brasileña de primera división. Y muchos de los protagonistas de aquel movimiento eran bahianos, como el propio Caetano Veloso. Escuchar por primera vez Marinhero Só, del disco blanco, te cambia la vida. Y te mete Salvador de Bahía muy dentro sin haber estado jamás en Salvador. Yo no soy de aquí, yo no tengo amor, yo soy de Bahía, de San Salvador. Así que todo estaba encaminado para que, en caso de hacer alguna vez un viaje, el viaje, ese viaje tuviera que ser a Salvador de Bahía. Y ese viaje, ha sido. Un viaje de novios, el típico viaje de bodas, parecía y fue la oportunidad ideal para hacer esta visita. Pero claro, el viaje parece que se queda corto si, una vez que vas a Brasil, no visitas también la naturaleza abrumadora de la Amazonia, la ciudad de Rio, las cataratas de Iguazú, no sé, no quedarte en Salvador. Y ahí es donde yo no me muevo bien. Un viaje a Salvador me parecía suficiente incentivo como para poder disfrutar de una ciudad abrumadora sin tener que estar pendiente de cumplir con todos los destinos posibles y 'recorrer' todo Brasil como manda el manual del buen viajero. Lo vi todo. Estuve. Un día. Dormimos en tantos hoteles. Me canso. Finalmente el viaje se delimitó de la siguiente manera. Salvador de Bahía con la posibilidad de hacer visitas a pueblos o parajes de por allí y un destino más, Itacaré, pueblo de costa para hacer básicamente playa y más visitas a parajes con verdor. El relato del vaije pues, comienza con el vuelo y con la llegada y con la recogida en el aeropuerto por parte de Marco, el dueño de la Pousada Esmeralda donde pasaremos los días primeros en Salvador. Marco es un italiano de unos sesenta y tantos años que junto con su mujer Natalie, francesa, regentan una sencilla pousada que hemos visto en el barrio de Santo Antonio. Nos pregunta qué más lugares vamos a ir a ver y cuando le decimos Itacaré, tuerce el gesto. Nos pregunta si somos surfers, no somos surfers, pues entonces Itacaré... pues vaya. El trayecto en coche desde el aeropuerto hasta la pousada nos descubre la ciudad de noche y no es lo mejor ver una ciudad y una ciudad como Salvador, de noche. Vemos muchas casitas bajas, de ladrillo visto, vemos edificios que podrían estar mejor conservados, vemos tiendas, bares, establecimientos comerciales, todos cerrados, son las diez de la noche, y la sensación es que la ciudad parece un poco desastre. Huele a calor y a mar. El coche va recorriendo grandes avenidas y carreteras hasta que de repente callejea un poco y nos dice Marco que 'eso es el Pelourinho'. El Pelourinho es el barrio más típico de Salvador, el lugar que más recordaban mis padres, está ahí. Estoy emocionado. El coche sigue una calle y Marco nos va contando que aquí harán un concierto el jueves, este es un buen restaurante, aquí se puede venir a tomar algo, este es otro bar, vemos que la calle está en algunos tramos tomada por gente que está tomando algo. Vemos que hay ambiente. Llegamos a la pousada, hace mucho calor, me cuesta dormir. A las seis de la mañana es de día, pero de día de día, ya pasan coches, cantan pájaros. Durante el desayuno le decimos a Marco y a Natalie cuáles son nuestros intereses. Y a partir de ahí, el viaje toma otra dimensión. Así, la planificación de estos días girará en torno a la música. Concierto de Samba en tal bar, concierto de una orquesta en las escaleras de tal iglesia, el desfile de los afoxés de carnaval, el ballet folclórico de Bahía y cosas que nos vamos encontrando por la calle. Porque nuestra calle, la calle Largo de Santo Antonio, ya de por sí es una calle con vida propia. El primer día, sin embargo y por hacer de este relato algo con sentido, será el que lo condicione todo.Tanto la planificación a partir de la música, como nuestra mirada sobre todo esto. Visitamos el Museo Afro-Brasileño. El museo recoge una exposición basada en una novela que se llama Defecto en el corazón, que es lo que alegaban las autoridades para no dar trabajo público a los negros. Les decían que tenían defectos en el corazón. El museo habla de la esclavitud. De cómo los portugueses llevaron a millones de personas desde África a Brasil, siendo Salvador el principal punto de descarga. Viajes en barco hacinados unos con otros donde la supervivencia ya era un milagro. Y la esclavitud. Ser esclavo. Estar en el mundo al albur de lo que el amo quiera. Miles de personas. El museo lo explica todo, explica los orígenes, explica cómo llegan, quiénes llegan, de dónde son, en qué creen, cómo tienen que convivir personas que no son del mismo sitio, pero a nosotros todos nos parecen negros, qué comen, cómo aman, todo. Es una visita que hace que el viaje, todo el viaje, ya no sea igual. Porque uno puede estar concienciado, muy concienciado, pero esa visita te cruje. Y así todo, absolutamente todo lo ves con el prisma de que, esa gente que tienes alrededor, está reivindicando constantemente su dignidad, o bien, están pagando una y otra vez haber sido condenados a la miseria desde hace generaciones. Esclavos, discriminados, desposeídos, pero orgullosos. Y es precisamente su cultura, sus formas de expresión cultural y musical, las que son reconocidas y estimadas, las que nos volarán la cabeza allí. Y ya todo el viaje estará lleno de conversaciones sobre la identidad, sobre quiénes somos, sobre la cultura, sobre la gente, sobre cómo somos, sobre la injusticia, sobre la esclavitud, sobre la miseria, sobre la política, sobre la política, sobre la cultura, sobre mil cosas. Esa visita al Museo Afro-Brasileño se completa con otra visita fundamental, al museo de la música de Bahía, brutal. Con esas dos visitas, el viaje prácticamente está ya visto para sentencia. El museo de la música es inabarcable y te pierdes mil cosas, pero hay salas donde puedes ver y escuchar sobre la historia de tus ídolos y sales de allí emocionado. Escuchar a Caetano gritarle a la juventud revolucionaria que son una mierda de juventud... tantas cosas. Un día después, una visita guiada por el Pelourinho completa la información sobre el barrio y sobre la ciudad. Una ciudad en la que unos cuantos condicionaban la vida de todos. Pero una ciudad en la que esos pocos sucumben ante el poderío de la mayoría. Aunque solo fuera por el ritmo y por la música. Y no, no vale lo de que al final los pobres son felices cantando y eso contagia, no. La música es constantemente una reivindicación. Bailar es algo más que bailar. Todo siempre es algo más. Una imagen de una virgen, no es esa virgen. Ese santo no es ese santo. Rezar no es solo rezar. Un viaje para abrir mucho más la mente. Visitamos iglesias, las lujosas como la de San Francisco, toda de oro, pero también la de los Homens Pretos, la iglesia de los negros, construída de noche, cuando les dejaban los amos, con sus santos negros, su niño Jesús negro, la historia de Anastasia, la negra que no quiso ser esclava y a la que le pusieron un bozal y una argolla. Recemos por Anastasia cada vez que vayamos a trabajar. Y la música. La música puede ser muy buena pero también puede ser otra música, esa música moderna que te encuentras por todas partes, brasileña igual, que no entiendes, pero que está ahí todo el día, en todas partes. En nuestra calle, no. En nuestra calle la música que suena es otra, más reconocible. Nuestra calle es como una especie de pequeña Gràcia. Tiendas de discos, de ropa, centros culturales, música en la calle, souvenirs con clase, bares y restaurantes. De noche se llena de gente que son como la gente con la que nos juntamos en Barcelona, estamos a salvo. Si te sales de esas dos o tres calles, ten cuidado. Vivo el viaje con la sugestión de la seguridad, de la inseguridad. Si te sales de estas dos o tres calles. Una tarde vamos al Pagode pra elas. Una fiesta feminista que nos queda muy cerca, hemos comprado las entradas desde Santa Coloma. Tenemos que ir caminando finalmente, tenemos que salirnos de esas calles. Quizás es medio kilómetro o un kilómetro lo que hay que recorrer. No nos aconsejan hacer el camino de vuelta andando. La fiesta del Pagode es otra demostración de poderío y de una amplitud de miras que incluso aquí nos extrañaría. Música moderna, pienso, gente joven, fiestarrón. La sensación de que no sabemos ni caminar. Ya no bailar. Y sobre todo, mucho orgullo entre la gente, mucho poderío. Comemos en lugares de todo tipo, nos metemos en restaurantes que nos recomiendan por su calidad y también en restaurantes que nos recomiendan por ser de la gente del pueblo, de los chavales que pintan los brazos y de los que van con el mono de obra. Comemos filé encebolado, escondidinho, probamos los acarajés, abarás, pescados, bebemos cerveza Devassa, nos tomamos algunas caipirinhas, evitamos la farofa, probamos la feijoada pero mejor la seca y su arroz blanco para todo. Comemos bien. Disfrutamos mucho con todo. Visitamos la iglesia del Bomfin, cumplimos con algunos de los rituales que hay que cumplir y nos vamos a la playa a ver qué y la playa es una fantasía de ruidos, gente, mesas, sillas, perros, latas, olor a calor y olor a mar y música y altavoces y cerveza muy fría y un sol terrible. Esa primera visita a una playa bahiana, quedó en tablas. Solo se bañó Alba. Alba disfruta con cada cosa, en cada lugar, con cada momento. Es la que se encarga de pagar y de preguntar todo. Yo pregunto también porque 'sé hablar algo'. Pero es ella la que curiosea, va, mira. Y si no, soy yo quien la anima, porque yo también quiero saber. Y vemos una procesión de los afoxés que acaba en el largo do Pelourinho y es todo un espectáculo de música y gente bailando y fotos y fotos y vídeos y no se acaba. Y uno de los días, el último que estamos en Salvador, me afeito. Siempre quiero afeitarme a navaja cuando hago un viaje a un lugar remoto. Lo hice en Estambul. Lo hice en Tirana. Y aquí también. Una barbería casi de museo en el Pelourinho, no de museo por su exquisitez sino por su antigüedad. El barbero es un tipo de unos sesenta años que antes le ha afeitado la cabeza a un anciano de al menos noventa años que no se puede tener de pie. El barbero es un fenómeno, no podía ser de otra manera. No entiendo casi nada de lo que dice. Da igual, nos entendemos. No le he dicho que tengo una berruga... Por los pelos. Afeitado, con la cara blanca de los polvos, más contento que todo. Ese día comemos en el Tropicalia, los platos son todos nombres de músicos. Se cierra el círculo. Uno de los primeros días, antes de ir a un concierto de Samba en A Marujada, nos paramos en el bar de delante, en la terraza, As Marias. Nos pedimos una cerveza y la dueña saca por la ventana un altavoz y suena una música que nos atrapa. Es Luis Gonzaga, le tengo que preguntar porque está cantando Asa Branca. Casi no nos queremos ir, pero el espectáculo de la Samba merece la pena. Y tanto. Son tantas cosas. El bareto que era una cafetería junto a la iglesia do Carmo, el sitio donde compré la bolsa de Rita Lee... las tiendas de discos. Cómo no ir a comprar discos en el sitio donde nace buena parte de la música que escuchas. Acabamos comprando discos que vamos atarreando por Brasil. La música. Triste Bahía. El ballé folclórico hará que nunca más escuchemos Triste Bahía de Caetano igual. La música. Mâ, de Tom Zé, tantas veces en la cabeza. La playa de Piatà. Vamos por la mañana muy temprano, nos lleva Marco que va a jugar a petanca. La playa es inmensa. Llevamos sombrilla. Vamos a poner nuestra sombrilla por ahí. Vemos que están poniendo sombrillas con mesas y sillas. Si pagas la consumición, es gratis. Pero llevamos sombrilla. Le preguntamos a unos policías a caballo si podemos poner la sombrilla, claro, es público. Se lo dicen al d las sombrillas. Claro, es público. Finalmente nos quedamos con una de sus sombrillas y sus mesas, tan a gusto. La playa, otro espectáculo. El queijo asado, en esas brasas que llevan los vendedores de manera heroica, con ese calor tremendo, más calor. Incluso los pinchos en la barbacoa portátil te venden. Acarajé, picolé, picolé, coxinhas, refrigerante, las latas y las botellas en el suelo esperando a que venga alguien a recogerlas para venderlas luego al peso a ver qué puede sacar. Un partidito de fútbol en la playa, de espectador, claro. Olor a calor y olor a mar. Nos abrasamos pero no nos quemamos. Por primera vez en mi vida, puedo decir que estoy moreno. No rojo. Moreno. Cremita todos los días, mi sombrero de turista. La cabeza pelada. Playa interminable, gente con manga larga para protegerse del calor. Delicia no palito. Eso es lo que decía el cartel del chiringuito que nos saludaba antes de llegar a casa por las noches. Qué noches en Santo Antonio. Qué movidón, qué bueno escuchar Vocé Abusou en la calle y cantarla así. O esa canción del directo de Gal Costa, el Fa-Tal, eu su amor, de cabeza a os pés. Brutal. Son tantísimas las cosas, algunas tan pequeñas y tan nimias, pero que tienen tanta trascendencia, que no es uno capaz de contarlas sin pensar que ese no es el viaje que esperas de un viaje a Brasil, pero ha ido nuestro viaje. Y nos queda Itacaré. Itacaré es un lugar a cinco o seis horas de Salvador. Viajamos en Autobús y Ferry, en Ferry y Autobús. En el ferry la música a todo trapo de un altavoz portátil solo se detiene para escuchar a un tipo que vende unos adminículos para fortalecer los hombros y el brazo que sorprendentemente vende muy bien. El viaje en autobús nos descubre otro Brasil, de pueblos y ciudades pequeñas, mata atlántica. Itacaré no es muy difierente, pero tiene una calle, Pituba, que es un escaparate de todo. Turistas brasileños sobre todo, argentinos y chilenos, rastas blancos, hippies y mucha peña sin camiseta. Esa calle arriba y abajo tiene su interés, pero una noche nos vamos a la calle que hace de ribera con el río Contas y en un chiringuito unos chavalitos están pinchando un musicón bestial. Yo tengo que volver todos los días a ese chiringuito aunque nunca más estarán. En Itacaré las playas, playas con muchas olas, es cierto, pero algunas playas no tienen tanta ola. Se sorprenderán algunos de leerme tanto rollo con las playas. Así es. Las playas.Siempre en la sombra, playas de todo tipo, más queijo asado, más acarajé, más cerveza fresquísima casi helada, más picolé, más. En Itacaré el alojamiento está por encima de nuestras posibilidades. En Itacaré hay unas cigarras que parecen brujas que se esconden en el bosque. En Itacaré hay un chaval que hace unas hamburguesas con unos tacos de bacon que están salvajes. En Itacaré una noche entramos en un bareto que parecía de comidos y lo era, aunque estuvieran todos sentados y para pedir una caipirinha tengo que hacer un tour como si fuera a pedir... En Itacaré vamos a ver una plantación de cacao, pero nos leemos el libro de Cacao y la literatura a veces supera a la realidad. En Itacaré conocemos a Reuben, que nos llevará en barca hasta la Cachoeira y remontaremos el río y el manglar y si no te lo digo te creerás que hemos estado donde te dijimos que no íbamos a ir. Y nos da a probar la Jaca y la Caconha y vemos cangrejos azules y nos dice en el viaje de vuelta que nos tiremos al agua si queremos que no cubre y luego yo no me puedo volver a subir en la barca y me tiene que ayudar Alba. Y al día siguiente vamos a la playa de Siriaco y parecemos náufragos o parecemos unos pijos de mierda en la Costa Brava, pero sin cerveza ni nada, solo porque parecemos algo que no somos. Y en la playa de Siriaco no hay absolutamente nada, solo nos bichejos que parecen cucarachas y viven en agujeros en la roca y no diré que eran cucarachas, pero yo que sé. La playa de Siriaco es de esos momentos en los que sabes que tú estás allí y que nunca te hubieras imaginado que tú podrías estar allí. En Itacaré nos comemos por dos veces la trilogía de Chocolates. Supera a la playa de Siriaco, sin duda. Y compramos regalos y compramos cosas. Y nos tenemos que volver a Salvador, últimos dos días. Y volvemos a una playa en Itapuá y yo ya estoy un poco hasta los mengues de playa y es otra playa con rocas y con olas y en mi cabeza estoy pensando en nuestra calle Santo Antonio y que nunca más iré a la calle Santo Antonio. Y la primera noche nos vamos a un bar que Alba ha visto por internet, que tiene vinilos, que son los vinilos de Seu Jorge y vamos y es un bareto que parece poca cosa, en una calle sin nada, en el barrio de Itapuá, que es donde está el hotel. Y ponen vinilos, claro, y comemos un pescado que se llama Aguilinha y nos bebemos unas caipirinhas y el bar cierra y nos quedamos dentro y siguen sonando vinilos de Belchior y no sabemos quién es Belchior. Y el último día lo dedicamos de nuevo al Pelourinho y vamos al museo del Carnaval y compramos más discos y compramos más cosas y compramos los pantalones de Capoeira y no unos, que nos compramos dos, y otro bañador con cintitas del Bomfin y va anocheciendo y Triste Bahia. Y una chica canta junto a su padre bastante mal en la Cruz Caída y a pocos metros un negro toca un triángulo y tiene mil veces más arte. Está haciéndose ya de noche. Triste Bahia. Y tenemos que volver al hotel y tenemos que pillar el avión. Y yo ya no soy de aquí. Al menos tengo amor.
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