Dejé pasar unos días hasta ver cómo iba todo poniéndose en órbita, pero me percaté de que el asunto no tomaba el impulso que yo deseaba y llevé a cabo una nueva acción que, esta vez sí, acelerase el proceso de destrucción total y absoluta del Universo. Aquel día salí del trabajo a mediodía con la excusa de que me daba a mí la gana salir del trabajo a mediodía y que me viniera el que quisiera a discutir lo que pudiere porque ya estaba bien de ir haciendo como que me importaba si, total, al mundo, al planeta, al Universo y a la madre que los parió a todos le quedaban dos días. Mal contados, dos días.
Con estos pensamientos llegué a la Pescadería de la Francisca, en la que ya hacía años que la Francisca no despachaba y estaba únicamente sentada detrás del mostrador, con su mandil blanco, su camisa blanca, su gorrito blanco, pero con una mano puesta sobre otra, anciana y dulce, escuchando a las señoras y caballeros que acudían allí con el ánimo no sólo de comprar unos lucios, unas sardinetas o unos gallos para hacérselos un poquito así a la plancha a mi nieta la pequeña que viene hoy a comer porque su madre me la deja todos los días a la hora de comer porque ella tiene que irse a trabajar y no le da tiempo, a la pobre. En lugar de despachar la Francisca, era su hijo, el Francisco, el mozo que se encargaba de servir los pedidos, preparar los boquerones, y realizar, en definitiva, la tarea gorda del puesto de pescado.
Pocas, por no decir ninguna, habían sido la veces que servidor de ustedes había acudido a la pescadería, por un motivo principal. A mí el pescado no me gusta. En ninguna de sus variedades, preparaciones, motivos, causas, lo que se presentara como argumento. Que no. Y por eso nunca, que yo recuerde, había ido allí por iniciativa personal. Sí que recordaba de niño haber acompañado a mi madre en interminables mañanas de mercado y compras y por eso tenía algo de cariño por el establecimiento. Empezaba el segundo paso y qué mejor sitio que este entrañable receptáculo de historias y pequeñas anécdotas de barrio, para seguir consumando el plan.
Me planté en el puesto y sin pedir tanda ni nada, le dije a Francisco que me despachara, que tenía algo de prisa, y que quería que me preparar unos libritos para llevar y me picara medio quilo de carne para hacer un steak tartar. Agradecí que hiciera su trabajo lo más deprisa posible para poder continuar con mis quehaceres y seguí de pie mirando fijamente a Francisco. Francisca, su madre, me miró y pareció reconocerme. Me dijo 'ay niño, pero es que no has visto que aquí sólo vendemos pescado, anda que vaya despiste...'. Las señoras que allí estaban, incluso el señor Venancio, un vecino del segundo, mantuvieron el tono de la señora Francisca, amable y suave, para decirme que 'ay, el joven que se ha despistado, que aquí pescado nada más, que la carnicería está en...'.
Lo justo para que comenzara de nuevo a llorar como un bendito. Un llanto profundo y lento. Un llanto que me hizo desplomar en el suelo y provocó que los clientes, ancianos en su mayoría, me llevaran en andas hasta una silla. Allí seguí llorando desconsoladamente, llorando largamente, llorando como no se ha llorado hasta ahora en ninguna parte. Llorando mucho, llorando y llorando hasta que dieron las dos de la tarde y la pescadería tuvo que cerrar. Los ancianos, los clientes en general, alguna madre del colegio, me veían e intentaban consolarme, preguntándome qué me pasaba y yo no decía nada. Sólo lloraba y lloraba. Tan sólo una vez miré a Francisco y éste me miraba de manera desconfiada. Cuando le miré, todos le miraron a él. Vieron su gesto y la antipatía hacia el hijo de la Francisca ya estaba conseguida. A las dos, me levanté y dando tumbos me fui a mi casa, no sin asegurarme, mirando al cielo, de que una nube que una hora antes no estaba presente y que tenía una evidente forma de melocotón, había venido a posarse sobre nuestra ciudad. Sobre nuestro mundo entero. Dos días más tarde el bueno de Francisco apareció apuñalado en un bar de los alrededores y la culpable fue una anciana de las que me habían ayudado en el trance.
Todo marchaba.
Por una parte me tranquiliza que lo de los dos días sea cuando se cuentan mal, porque así queda la esperanza de que, bien contados, puedan ser muchos más, dependiendo de lo inútil que sea el que los cuenta. Por otra, me inquieta la nube con forma de melocotón, porque ya se sabe que las nubes con forma afrutada nunca presagian nada bueno. Y menos mal que no tenía forma de higo.
ResponderEliminarFeliz tarde, monsieur
Bisous
¡Ojo con las ancianas! Y si no, mire la madre de Norman Bates...
ResponderEliminarQué malvado, pero qué malvado. ¿Y por qué Francisco? Bueno, por algún sitio había que empezar, supongo.
ResponderEliminar