sábado, 10 de septiembre de 2016

Aurora

El desinterés es enemigo del progreso. Cuando una persona muestra desinterés por algo, por alguien, por algún fenómeno, me parece que está entorpeciendo la evolución de la especie. No estar interesado por cómo se hace, cómo se dice, a qué se debe, dónde va, de qué trabaja, por qué no se habla con aquel, qué hace para sobrevivir, por qué gira, en qué momento se cuece, cuánta sal necesita, creo que supone una traición a la condición humana. Pues dicho esto, una vez que mi prima Aurora me dio un trago de la lata de cerveza calentuza, me quedé dormido. Ni que decir tiene que mi prima no me había echado nada en la bebida y que todo se debió al cansancio propio de la hora que era y de que, realmente no sabía qué hacía allí, más allá de acompañar a mi prima al campo a ver nosequé, que ella misma tampoco me había especificado realmente salvo apuntes misteriosos que no consiguieron mantenerme en vilo. También puede ser que el calorcito incesante en el culete que la madre tierra me proporcionaba a mí y nada más que a mí, tuviera algo que ver. Sea como sea, me quedé tumbado boca arriba, con la cara en dirección al cielo (lógico), soñando con una especie de mono que venía a mi casa en Barcelona y pretendía venderme un par de liebres que había cazado mientras los iba despellejando para demostrarme que me facilitaba el trabajo y que yo simplemente tenía que trocearlos, meterlos en adobo y cuando quisiera hacer un estofado. Y yo estaba en mi casa de Barcelona y quería quitarme de encima a aquel mono extraño, porque dentro de mi casa había una persona que me estaba esperando, alguien que reclamaba mi atención y a la que no podía atender por culpa de aquel mono que despellejaba liebres. El sueño, claro está, no era plácido y me desperté sobresaltado. Cuando abrí los ojos, creía que estaba soñando aún.
Ante mí, en el cielo, se estaba produciendo un fenómeno alucinante. La aurora, el amanecer, en algunos puntos del globo, creía saber yo, da lugar a una serie de extrañas formaciones en el cielo, radiaciones, nubes, estratificaciones, corrientes, luces, electricidad, un amasijo de imágenes que se dan y cambian y evolucionan hasta desaparecer y descansar para volver a aparecer al día siguiente. Esta es la visión indigna de alguien que no ha mostrado nunca interés por la aurora, aún sabiendo que mi prima se llama Aurora y está como un cencerro, que mi madre quería llamarse Aurora y ahora se llama Aurora, que mi sobrina se llama Boreal y que se me había convocado desde mi más tierna infancia para ver amanecer. El desinterés por las cosas. Yo, que he despreciado siempre a quién hacía gala de ignorancia voluntaria, había caído en el más absoluto de los pecados, precisamente con un asunto que era trascendental. Completamente. Ante mí, no me incorporé ni me levanté por lo que seguí tumbado durante todo aquel tiempo que me transformó para siempre, se formó un gigantesco manto de colores verdosos y azules que ondeaban como si fuera el cielo una bandera estratosférica. Si sólo fuera eso. Si yo tuviera las palabras para contar lo que ví, pero me quedo corto. Como si algo o alguien entendiera que yo debía explicar esto que estaba viendo y me ayudase proporcionando los términos y las sensaciones a difundir, comencé a escuchar una voz. Una voz de mujer que me susurraba palabras, de manera muy dulce, muy tierna. Como cuando estás en la cama y no te decides a levantarte o a despertar a quien tienes al lado y empleas ese tono de voz perezoso, cariñoso, amoroso, para decir 'arriba, quieres desayunar, bajo un poco la persiana, abro la ventana un palmo nada más, te cojo de aquí...', así. Lo que estaba viendo era tan fantástico, me tenía tan subyugado, tan paralizado que no reparé en mi prima Aurora ni en lo que estaba haciendo. Cómo hacerlo si ante mis ojos se estaba dando un espectáculo asombroso. Luces de formas irregulares, curvas, que se derramaban y que me salpicaban en el rostro. Gotas de agua que al llegar a mi cara transformábanse en una pintura que traspasaba mi cuerpo y se colaba por entre mis músculos. Y yo podía sentir, por ejemplo, que mis brazos eran más azules que mis piernas, que eran azules también pero con un tinte verdoso muy evidente. Y dentro de mi pecho se colaron grandes cantidades de verde. Y mis pulmones se llenaron de verde y parecían haber aumentado su capacidad por lo menos hasta alcanzar el doble de su tamaño. Y en mi cabeza se depositó un azul clarito, como el de la camiseta de la selección de Uruguay, que no sé que influencia tuvo en mis ojos para que alcanzasen una perspectiva diferente, circular y poderosa. Podía verlo todo. Incluso a mi prima Aurora, que amontonaba hierbecitas y ramitas a mi lado. Antes no estaba allí o no la había notado. Ahora la veía. Azul clarito. Yo veía todo esto, y sentía todo esto. Pero yo no sabría explicarlo, no tengo palabras. Digo las cosas con muy pocas palabras. No tengo demasiado vocabulario y repito quizás la misma idea de manera persistente. Y esto lo debió notar algo o alguien, que quiso venir en mi ayuda para proporcionarme, al menos, algo con lo que defenderme. Y ese algo o alguien tenía voz de mujer. Y ya se imaginarán, os imaginaréis (no sé si os estoy tratando de tú o de usted), que yo sabía que esa mujer no podría ser otra mujer que la señora tan mayor que tenía la cara más linda que todos los luceros lindos que se puede uno imaginar cuando uno tiene interés en imaginar las cosas más bonitas que hay y casi siempre acaban teniendo la cara de la persona que uno más quiere, anhela, desea, incluso a la que ama. Y yo sonreía como un bobo mientras imaginaba que era esa mujer tan bella que uno podía sin dudar derretirse, fundirse, pasar por diferentes estados físicos sin importar el futuro, con aquel espectáculo en el cielo de colores que traspasaban la esencia de uno mismo.
Y esa voz seguía contándome cosas. Una voz tan bonita, tan atractiva, tan sugestiva. Susurrándome, acariciándome. Pero en alemán.

No hay comentarios:

Publicar un comentario