En un pueblo renano, al pie de una montaña, vivió a principios del siglo XVI un robusto campesino llamado Sebastian Kohlthenberg. Poseía una pequeña porción de tierra donde plantaba nabos y coles y criaba un par de cerdos que le servían para ir tirando. Kohlthenberg se había casado hacía unos años con Aura Hauser, que había aportado al matrimonio los dos cerdos. No tuvieron hijos hasta pasados diez años de matrimonio, cuando nació Ecko Kohlthenberg. Sebastian y Aura trabajaban incesantemente en sus tierras, intentando sacar algún tipo de beneficio de unas jornadas maratonianas y un fruto de la tierra más bien escaso. Se ocupaban de una manera tangencial por su pequeño Ecko, porque lo primero era el cultivo de la tierra y criar a los cerdos para ir aumentando, de la manera que se pudiera, el capital de los Kohlthenberg. Sebastian marchó a una de las campañas que el emperador había emprendido contra los herejes luteranos y cuando volvió encontró que en su casa habían cambiado muchas cosas. En primer lugar, su hijo Ecko Kohlthenberg había crecido mucho. La campaña había durado tres años y cuando Sebastian se marchó su pequeño tenía tres años también. Sin embargo, al llegar a casa le recibió un mozo con un incipiente bigote, voz estridente y una cara indefinible al que le costó reconocer como su hijo. Por su parte, Aura, su esposa, había cambiado completamente. Parecía otra persona. Si cuando se convino su matrimonio, debido a que sus padres concertaron el encuentro, relación y casorio posterior, Aura era una muchacha rubia de carnes abundantes y piel clara, un prototipo de joven germánica en toda regla, cuando Sebastian entró por la puerta de su casa, se extrañó al ver a una mujer madura, bastante lejos ya de la cincuentena pero de una belleza embrujadora. Se encontró con una mujer de tez morena, ojos oscuros, una melena negra ya bastante encanecida, unos labios oscuros y sugerentes. Le recibió con un abrazo y un beso en la frente. Sebastian no preguntó. Estaba embrujado por Aura, la nueva Aura. Continuó viviendo junto a ella el resto de su vida, pero al día siguiente de su vuelta, Ecko le comunicó que partiría de casa para buscarse la vida por esos mundos. Sebastian pensó... si solo tiene seis años. Sin embargo, ante él tenía a un buen mozo que muy posiblemente ya podría pelear en las huestes del emperador o de algún príncipe necesitado de carne de cañón. Paralizado por la mirada cargada de energía benéfica que le lanzó Aura cuando buscó su apoyo, no pudo decir nada. Ecko se marchó.
Algunos años después, en una taberna de París, un hombre de origen alemán, al que llaman Ecko, se enfrenta en una pelea que en principio no ha de tener muchas más consecuencias que algún moratón que otro con un rufián que había faltado el respeto a algo que Ecko tenía en alta estima. No sabemos qué era. El caso es que la pelea pasa a mayores y Ecko, en un arranque de ira, degüella al contrincante y este muere. Ecko huye. Es la primera vez que mata a un hombre lejos de un campo de batalla. Se le ocurre una idea, volver a su tierra, recapacitar sobre su vida llena de sangre y ahora de muerte pendenciera, volver a ver a su madre. De hecho, no ha dejado de ver a su madre porque casi a diario la cara de Aura Hauser se le ha aparecido ya no en sueños, sino en situaciones cotidianas donde le ha resultado imposible que su madre pudiera estar presente. No lo sabe, no ha tenido noticias, pero intuye que su padre ha muerto. Recoge sus cosas de la habitación en la que se hospedaba y parte hacia ese pueblo renano, al pie de la montaña.
Cuando está llegando a la casa de su familia, caminando por la trocha que comunica el pueblo con la casa, está amaneciendo. En el cielo, lo que ha sido negra noche, comienza a mutar en otra cosa. Hay unas extrañas luces en el cielo. Durante los años que ha estado fuera de su casa, ha visto ese cielo muchas veces. Esas luces que le recordaban a su madre. No tiene recuerdos de su padre. Se queda nuevamente extasiado viendo ese espectáculo impresionante ante sus ojos. Esa mañana, ese amanecer, la aurora está siendo especialmente intensa. Prefiere esperar un rato, contemplarlo todo, a seguir avanzando los pocos metros que le faltan para ver a su madre. Cuando todo termina, se ha instalado una sensación en su interior de paz, ligereza, no le importa nada, como si fuera un lienzo en blanco.
Al pasar el portal de su casa, su madre está vertiendo leche en un cántaro. Su mirada sigue siendo paralizante, su belleza no ha menguado ni un poquito. Ecko nota algo extraño. Se toca la cara y la barba ha desaparecido. Sus manos son pequeñitas, está desnudo y tiene frío. Vuelve a tener tres años.
- Vas a tener que volver a intentarlo, le dice su madre.
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