Vivimos en un mundo en el que los símbolos han sustituido a las ideas. Ya no se razona, ya no se argumenta, no se quiere dedicar el tiempo necesario a leer, a informarnos, a perder unas cuantas horas de nuestra vida investigando entre páginas, artículos, libros, revistas, programas divulgativos, una buena conversación. Nos dejamos llevar por lo inmediato, por lo escueto, por lo que es ahora y no será dentro de nos pocos minutos. Nos dejamos guiar por personas que utilizan cuatro palabras puestas de manera que nos conforten, Nos conformamos con el slogan, con la frase bonita, con el final que nos haga sentir bien, con el placebo que supone la reflexión corta y el no complicarse la vida. Así, tengo la impresión de que todos pensamos lo mismo, todos acabamos estando de acuerdo en que es mejor no saber demasiado, nos hacemos pasar por tontos, nos hacemos pasar por más ignorantes de lo que realmente somos o podemos ser, solo por estar cómodos en un mundo en el que nadie tiene tiempo de saber, nadie quiere apreciar todo el conocimiento acumulado.
Yo, sin ir más lejos, soy una persona que ha querido construir su mundo en torno a la acumulación de datos. A la hora de guiar mis pasos por la vida, como diría Melendi, he querido dejar a un lado la práctica por la teórica. Pero, siendo sincero, no una acumulación de ideas que pueda ir soltando a diestro y siniestro, no soy una persona dada a filosofar, a construir teorías, ni siquiera a reproducir las de otros. Me quedo con lo anecdótico y los datos más relevantes de esto y de aquello. Capitales de provincia, jugadores de fútbol, autores argentinos de novela fantástica, revolucionarios rusos, batallas de la guerra de los Cien años, filósofos chinos, jugadores de ajedrez yugoslavos, baloncestistas yugoslavos, balonmanistas yugoslavos, poetisas suicidadas, políticos franceses de la primera mitad del siglo pasado. Pregúntenme lo que quieran, soy esa persona repelente que hace alarde de saber, de conocer, de tener ese dato que hoy muchos tienen en la palma de la mano con una sola mirada al smartphone.
Así, he construído un personaje. El de la persona que no es capaz de vivir en el mundo de los humanos, que sabe que su futuro está en manos de una providencia extraterrena porque en lo que se respecta al manejo de asuntos prácticos está totalmente al pairo. Y sin embargo, me puede el afán de evangelizar, de transmitir eso que sé, en sacar de la duda a quien lo precisa. A la par, soy una persona tímida a la que cuesta socializarse, a la que le intimida el género humano. Por causas ya referidas, considero que todo el mundo es más capaz que yo y que, modestamente, todos estos datos que yo aporto en realidad no significan nada, no ayudan en nada, no tienen nada de provecho más que tapar huecos vivenciales, hacer de masilla en las vidas de los demás. Entre una cosa y otra, puedo resolver alguna duda, qué canción está sonando, cómo se llamaba aquella peli, de qué color tenía el pelo aquella novia que tuve.
Esto soy, pero me cuesta. Porque no quiero interrumpir, no quiero intervenir, en definitiva, soy peor que los demás y no voy a molestar. También soy una persona de costumbres. Regularmente bajo al bar de la esquina a desayunar y robar wi-fi. Pese a que llevo casi toda la vida frecuentando el mismo local, todavía no he logrado ser un personaje popular, la gente no me saluda cuando entro en el bar, pocos conocen como me llamo. Y sin embargo... También soy una persona que aspira a un mundo mejor. Todo lo referido antes lo compatibilizo con un deseo de justicia y libertad, de que el mundo sea más justo y más digno, de, por qué no decirlo, de una nueva forma de organización social que nos lleve a todos a la fraternidad universal, a la igualdad, a que todo sea de todos, a que nadie sea más que nadie, a que la paz y el amor por el otro sean lo que nos guíe, en definitiva, aunque muchos piensen que con esto solo no basta, me considero una persona de izquierdas.
De esta manera, ayer, a la hora de ir a pagar mi consumición, creí entender que el camarero del bar estaba discutiendo con un parroquiano, quizás con el otro camarero sobre la figura del Ché Guevara. El fallecimiento hace unos días de Fidel Castro ha vuelto a situar a la revolución cubana en el candelero y me pareció natural que se produjera un debate sobre el tema en un lugar en el que los debates son habituales. Así que cuando el camarero se dirigió a mí, consideré llegado el momento de intervenir en uno de los temas que más me conmueven, el proceso revolucionario en América latina, los barbudos, las guerrillas, la lucha contra la oligarquía, estaba ilusionado por ser útil a los demás, mis ojos brillaban y una sonrisa de felicidad llenaba todo mi carón.
El camarero me preguntó pues:
- Oye, ¿cuál era el nombre del Ché Guevara?
Y rápidamente, veloz, preciso, eficaz, contento de poder servir a la causa de la ilustración de las masas contesté:
- Ernesto.
- Pues tira de esto.
Muchas gracias y que tengan todos ustedes un feliz día.
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