Cuando el señor Sangré estaba a punto de morir, solía contar historias de su infancia. Era una infancia ejemplar, con unos padres ejemplares, una familia ejemplar, un entorno ejemplar, un colegio ejemplar... todo. Era todo tan estupendo que hacía sospechar. Pero la realidad era cierta. Todo era verdad. El señor Sangré yendo al colegio de la mano de su padre, que le llevaba primero a desayunar a una cafetería donde hacían unos melindros buenísimos, salían, le acompañaba un poco hacia el colegio y se volvía a la cafetería en la que pasaba el rato hasta que a la hora en la que los empleados del negocio desayunaban él volvía a la empresa a dar ejemplo. El señor Sangré recordaba los partidos de fútbol en el patio del colegio. El Colegio Sagradísimo Corazón de Jesús y Aliento de María. Se hacían llamar los alientistas, para diferenciarse de sus odiados corazonistas. El partido de fútbol con las rodillas peladas de caerse tanto. Pero el señor Sangré no se caía nunca, porque el padre del señor Sangré siempre le decía que lo mejor del fútbol y de jugar a fútbol y de todo en la vida era estar sin que nada la haga a uno ni un rasguño. Y así el señor Sangré aprendió a jugar, estar, vivir, sin que nada le afectase. El señor Sangré, cuando estaba a punto de morir, se acordaba mucho de su padre. De su padre y de su madre. Su madre en casa leyendo y escuchando la radio. La radio y los libros. Su madre leía mucho y siempre le dijo a su hijo que leer estaba muy bien, quizás lo mejor de la vida, pero era mejor ser un hombre. Un hombre que lee al menos no está en su casa y puede ir a la cafetería como tu padre y puede dirigir la empresa como tu padre. Y el señor Sangré siempre admiró a su madre. Pero se acordaba de su padre. Y admiraba a su padre y a su madre. Y siempre estaba admirando a su padre y a su madre. Y siempre hablaba de su padre y de su madre. Y estaba a punto de morir y llegó a pensar que era su padre. Y su padre se le aparecía cuando estaba a punto de morir y le decía, no te equivoques, yo soy yo y tú eres tú. Y el padre del señor Sangré cuando murió, contaba historias de su padre, el abuelo del señor Sangré, que también era señor Sangré y no había salido de Barcelona para ningún tipo de asunto jamás, porque salir de Barcelona consideraba que era una acción innecesaria y cuando comenzaron a proliferar los centros excursionistas y gente que quería ir a dar una vuelta por el Puigsacalm el abuelo del señor Sangré se compró una butaca para sentarse en la puerta de su casa e ir saludando a la gente que se iba de paseo. Y el abuelo del señor Sangré, cuando estaba a punto de morir, le susurró a su hijo, el padre del señor Sangré, una cosa. Una idea que parece ser que se heredaba de padres a hijos desde tiempo inmemorial, desde que el primer señor Sangré se instaló en la calle Aribau y dedicó sus esfuerzos a mantener un patrimonio que no se sabe de dónde venía pero patrimonio era. Y el primer señor Sangré le dijo al segundo señor Sangré al oído 'el secreto del negocio es el secreto del negocio'. Y el señor Sangré cuando quiso transmitirle a su hijo, que iba buscando hermanos por las calles de Barcelona, anhelando que aquel compañero de pupitre pudiera ser su hermano y desayunar con él los melindros que su padre le contaba que desayunaba con su padre. Y el señor Sangré a veces se olvidaba de que tenía un hijo. Y cuando llegó la hora última del señor Sangré no vio a su hijo a su lado para susurrarle el secreto del negocio.
Y no se murió.
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