Es el señor Grutowsky saliendo de una cafetería con una bolsa de panecillos para llevárselos a casa y encontrándose con la señora Stepanek que le pregunta por su esposa. El señor Grutowsky comienza a explicar que su esposa se encuentra bien pero que no sabe por dónde anda. La señora Stepanek le pide, como todos los días que le cuente el viaje de la señora Grutowsky. Y el señor Grutowsky le cuenta que por la posición del sol debe encontrarse ya entrando a Budapest. Y recuerda como si fuera ahora, le dice a la señora Stepanek mientras entorna un poco la mirada buscando en el final de la calle recordar la figura de la señora Grutowsky, aquel momento en el que tomó un tren y él fue a despedirla a la estación y llegó Dresde y en Dresde le envió una carta en la que ya le comentaba que pese a encontrarse en un mismo país el mero hecho de encontrarse en Dresde ya le suponía una liberación y una angustia. Una angustia porque si en un mismo país, con gente de su misma cultura y lengua, ya sentía la excitación de hallarse entre gente extraña, qué no le pasaría cuando pasase a otro país. En Praga, mientras tanto, una banda de bandoleros a lomos de camellos y caballos blancos cordobeses, habían asolado la ciudad y cuando la señora Grutowsky llegó a ella, le contó que encontró la ciudad completamente destrozada, con las gentes de allí, checos que se parecían extrañamente a los checos de las películas checoslovacas de cuando eran niños y veían películas checoslovacas en las que se narraban cuentos medievales y ellos llevaban extrañas melenas fuera de tiempo y ellas no, dedicadas digo, dedicadas los checos y las checas de Praga a levantar la ciudad de nuevo como si no hubiera pasado nada. La señora Grutowsky, contaba el señor Grutowsky, no encontraba explicación a la presencia de aquella horda de camelleros que tal como vino se fue. Y ella intentó asomarse al puente de Carlos y mirar el Danubio pasar por debajo de sus pies y dice que apuntó Danubio con letras muy marcadas, como si no estuviera completamente seguro que la palabra Danubio fuera la correcta. Como si el Danubio no pasara por allí o no hubiera pasado siempre. Y que cuando abandonó Praga todo se volvió oscuro, verde, gris, plomizo, lluvioso, forestal, industrial, bloques de cemento, casas de campo, pastores checos que no podrían haber salido en ninguna película más que en alguna película desfasada y de ambiente pastoril de esas que se ponen en la tele para recordarnos que una vez fuimos puros y no había hordas de camelleros y caballos cordobeses que nos molestasen y al llegar a Bratislava la señora Grutowsky se hizo una foto con una camiseta del Sloban de Bratislava y con ella hizo la postal en la que le escribía al señor Grutowsky que el Slavia de Praga había desaparecido y que el equipo ahora se llamaba Sloban de Bratislava y así pretendía engañar al señor Grutowsky, que había sido hincha del Bayern de toda la vida pese a ser un berlinés de piedra picada, como de piedra picada es todo lo bueno y duradero hoy día y le fueran a dar el pego con esos rollos de camisetas que no son y en Bratislava la señora Grutowsky le contó además que los cafés eran muy baratos. Que a la señora Grutowsky le parecieran baratos los cafés de Bratislava tenía su gracia, le contaba a la señora Stepanek el señor Grutowsky, porque en Berlín nunca tomaban café juntos porque a ella no le gustaba el café, ni el aliento que deja el café, ni la lengua oscurecida del café, ni el olor del bigote a café del señor Grutowsky y la señora Grutowsky le aclaraba unas líneas más abajo que había entrado en el café simplemente a pedir una botella de agua, ganándose la enemistad de los parroquianos, que consideraban un insulto que la sucia alemana se riera de ellos así, pidiendo agua en un café. Y aunque no estaba previsto, la señora Grutowsky quiso visitar Viena, por volver a escuchar una lengua parecida a la alemana y se sorprendió cuando escuchó que el alemán de Viena es perfectamente homologable a su propio alemán y lo entendía y pudo pedir en el Ismail Star Döner un falafel con todo pero sin la salsa blanca que hace que de manera inmediata salga expulsada hacia el lavabo más cercano y una vez que le dio el primer mordisco al falafel sin salsa blanca lo echó de menos. Y pidió otro con salsa blanca y casi tiene que cancelar el viaje del diarreazo que agarró y pudo entonces pasear por el Prater de Viena sintiendo una sensación parecida a la de las pobres gentes que salen en la película... en esa película que pasa en Europa cuando la guerra termina. En Europa, le gustaba afirmar al señor Grutowsky, es muy difícil no hacer una película en la que no acabe de terminar una guerra o vaya a empezar la siguiente.
A la señora Stepanek siempre le parecía que iba a morir al día siguiente, por eso le gustaba escuchar las historias del señor Grutowsky. Aunque la señora Stepanek tenía solo 23 años, parecía mayor y le gustaba parecer mayor y le gustaba creer que podía morir al día siguiente.
El señor Grutowsky siempre despedía a la señora Stepanek, que era señorita para más inri, con un fuerte apretón de manos en señal de que ambos se encontraban con buena salud. Y la señora Grutowsky, cuando le veía llegar de nuevo a casa, se moría de risa con las historias que cada día se inventaba el señor Grutowsky y que le contaba a la señorita Stepanek.
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