Uno de los episodios más bochornosos en la vida de Manuel Defire sucedió el día después de su cumpleaños. De su 51º aniversario. Como en cada uno de sus cumpleaños desde que comenzó a vivir solo, bajó al bar después de venir del trabajo y comenzó a beber. El ritual era siempre el mismo, se vestía en casa con sus mejores galas, como no se compraba ropa el traje era siempre el mismo, no lo lavaba de un año para otro por lo que el traje iba siendo testigo de cada una de las tropelías que el mismo Manuel no recordaba. Cuando en el bar le veían llegar con el traje, sabían que estaban de aniversario. Manuel entraba en el bar, contento, sonriente, y pedía un licor al azar. Apuraba una botella tras otra de las que ocupaban la vitrina de los licores que nadie consume hasta que comenzaba a sentirse mal, cambiaba de acera y pedía unos bocadillos en la Casa Chamonís. Se comía un bocadillo o dos y volvía al bar. La fiesta de cumpleaños de Manuel Defire consistía en eso, en beber y comer hasta que ya no podía más, se cagaba encima, se meaba, vomitaba o bien se quedaba dormido encima de la barra. El encargado del bar encargaba a algún camarero que acompañase al señor Defire a su casa y con eso concluía el festival.
Aquel año, Manuel Defire hizo exactamente lo mismo de todos los años. La fiesta transcurría con total normalidad, los parroquianos no le hacían ni puto caso, él bebía y salía de vez en cuando a comer, cuando pidió un trago de un licor de aire tropical que no había probado. Al tercer vaso, sin hielo, comenzó a sentir arcadas y quiso ir al cuarto de baño. De camino al servicio encontró en una mesa unas caras que no conocía. No solía intimar con nadie en el bar, pese a que era cliente asiduo, y aquellas caras le llamaron la atención. El estado en el que se encontraba no era el óptimo para las relaciones sociales y menos las presentaciones, así que decidió continuar hasta el cuarto de baño. Sin embargo escuchó un murmullo a sus espaldas cuando dejó atrás aquella mesa.
Se quiso dar la vuelta para interpelar a los que habían cuchicheado, se mareó y se agarró en una silla que ocupaba alguno de esos que hablaban. Una risa. Manuel Defire, por primera vez en su vida, se dirigió a los parroquianos, a los ocupantes de aquella mesa, que eran dos hombres y una mujer para decir:
- Muchas gracias por venir a mi cumpleaños. Sois los primeros en felicitarme. Muchas gracias, de verdad.- Y acto seguido se cagó encima.
Fue un sonoro pedo lo que saludó un hilo de mierda que fue deslizándose por las piernas de Manuel Defire para llegar al suelo. El momento de abandonar el bar había llegado. El encargado, etc...
Cuando se despertó, al día siguiente, estaba en su cama. Olía a mierda. Fue al cuarto de baño y se lavó. Se despejó. Se afeitó. Quiso saber en qué día vivía. Aquel día casualmente no había que volver a trabajar. Se tranquilizó. Manuel Defire pensó en hacer alguna cosa. Algo recordaba de la noche anterior. Estaba nervioso. Excitado.
Bajó al bar y preguntó al encargado, no conocía su nombre, por aquellos que habían... no les conocía.
- Creo que son funcionarios del Ministerio.
Manuel Defire sabía que cerca del bar y de su casa había un ministerio, no se había preguntado nunca de qué. Fue hasta allí, en la puerta no le dejaban entrar, no tenía cita previa.
Manuel Defire, por primera vez en su vida, había sentido la necesidad de ir a algún sitio, enfrentarse a una respuesta negativa, preguntar, curiosear. Volvió a su casa, avergonzado. Enfadado.
Tendría que esperar hasta el año que viene para volver a ver a aquellos nuevos amigos. Le dio una patada a la pared de su casa. Se hizo daño.
Se quedó más tranquilo y Manuel Defire pensó que igual no era tan importante todo aquello, al fin y al cabo.
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