En aquellos tiempos de los que tú me hablas, Richard Clayderman era un auténtico ídolo. Voy a contar una anécdota de aquellos tiempos. Entonces yo era un piloto de Fórmula 1 y había ganado ya algunos grandes premios. No podía ganar el campeonato del mundo porque estaba en una escudería floja y no teníamos los recursos, pero nos lo pasábamos bien, ganábamos dinero y al final no todo el mundo ganaba carreras, así que estábamos bien sin ser los mejores. En uno de esos grandes premios conocí a Richard. Nos hicimos amigos. A él le gustaban las carreras y cada vez que corríamos cerca de Francia pasaba a vernos. Le gustaba la velocidad, el olor a gasolina, las ruedas quemadas, entendía de coches.
Un día nos contó algo. De niño, decía, su madre le hacía ensayar horas y horas para convertirse en un concertista de clásica de los buenos. De élite. Y él se esforzaba en tocar como un virtuoso, pero en su cabeza solo escuchaba el ruido de los motores. Motor. Un motor arrancando, un motor subiendo una cuesta, un motor recalentado, se imaginaba en su cabeza los sonidos de los motores, memorizaba los existentes. Decía que cuando luego tocaba en los escenarios más selectos de Europa y los Estados Unidos, en su cabeza no sonaban las melodías dulzonas que le habían hecho famoso. En su cabeza solo escuchaba el ruido de un motor. El ruido de motores varios. Y que era precisamente en el circuito donde le llegaba la música. Es decir, con el piano escuchaba un motor y era escuchando el sonido real de los motores cuando imaginaba melodías.
Un día Richard dejó de venir a las carreras. Tenía cada vez más conciertos y una sala de Las Vegas le había contratado durante seis meses seguidos. Se le jodió la afición. Yo gané unos cuantos grandes premios más y me retiré. Seguí vinculado a la Fórmula 1 y colaboraba con medios de prensa y demás, me hice comentarista.
Una vez, coincidí en una fiesta en Montecarlo con Richard. Nos saludamos con alegría después de algún tiempo sin vernos. Me dijo que se había comprado un Maseratti en los Estados Unidos.
¿Un Maseratti?
No te sabría decir porqué me sentó mal. No me lo esperaba.
¿Un maseratti?
Le seguí la corriente un rato, fui a saludar a un magnate brasileño con el que quería hacer negocios y ya no le volví a ver.
Un Maseratti. Tanto oir motores y... qué garrulo.
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