Aquella mañana del 13 de marzo ya fuimos a trabajar sin tener que ir a trabajar. De tal manera que a media mañana fuimos a comernos el último bocadillo en la Cantina do Magín y para casa. Estando allí, vi pasar a mi madre, por la Sant Carles, qué tendremos en esta familia con la calle Sant Carles, y le pregunté que dónde iba, que si no se había enterado que la cosa estaba chunga y que era mejor empezar a quedarse en casa. Iba a comprar un pijamilla para los nietos de una amiga. Unos cuantos días después, comenzó una estancia en el Espíritu Santo de unas tres semanas más unos cuantos días en el Sociosanitari. El puto virus. Esperando las llamadas de teléfono del doctor o la enfermera. Paciencia. Siempre paciencia. Irá bien. Fue bien. Ahora está como una rosa y ha comenzado una prometedora carrera como senderista para la cual va perfectamente acompañada y equipada. Como una reina.
Hoy hace un año que empezó uno de los periodos más extraños de nuestras vidas. Por suerte, a mí no me ha ido particularmente mal. Mi madre estuvo malucha, pero salió bien. Algunas personas conocidas sí que han perdido a personas queridas y a nivel general todo ha sido una mierda. Una mierda que nos enseña cosas buenas de nosotros mismos, también nos enseña cosas que ya sabíamos sobre nosotros mismos. Recuerdo aquel 8 de marzo. Recuerdo los días previos en los que no sabíamos lo que nos venía encima. Ese 8 de marzo hicimos una calçotada en la Font de l'Alzina. Bromeamos, nos reíamos, comimos, bebimos. Quizás ha sido la última vez que nos hemos juntado ese grupo de personas para hacer eso.
Un año desde que comenzaron las videollamadas, las reuniones con el zoom y el jitsi, la no presencialidad, las mascarillas (cuántas mascarillas habrá hecho mi madre), toda la movida. Las historias con el papel de váter y con la levadura y la harina. Hice pizzas. Salí al balcón a aplaudir. Conciertos con mi hermano y los Johnson & Johnson, de mucho reír. Me aficioné a caminar cuando empezaron a dejar salir a hacer algo. No echo de menos el ritmo de vida de antes. Me gustaría tener la posibilidad de viajar al pueblo cuanto antes. Contradicciones miles. No me gustó que se volviera a apelar al buen corazón de la gente. Participé en una Xarxa Solidaria. Mascarilla, gel, distancia. Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido. Ayer, una poetisa nos manifestó su disconformidad con las cosas que hacemos o nos obligan a hacer, con la nueva situación, con la nueva normalidad. La antigua normalidad no era mejor, en la antigua normalidad no éramos más libres. Pero ya nada se puede hacer. Las restricciones, los diarios de confinamiento, la rayita en los supermercados, póngase la mascarilla el otro día, hace nada, en la Cantina de nuevo, a un joven que en su libertad no se puso la mascarilla para comprar tabaco.
Un año tremendo. Un año en el que apreciamos más lo que es tener colegas, amigos, en el que apreciamos también lo que es saber hacer cosas por uno mismo, sin depender del grupo. Un año en el que deberíamos haber aprendido algo. Un año del que no sé si vamos a salir mejores. Un año de cierre, de apagón, de otra vida. Al final ha sido eso. Un año de otra vida. Se nos ha ido bastante gente. me acuerdo del Benju. O del tito Fernando. Ninguno de los dos tuvo que ver con el Covid.
Y también hace dos años de cuando a mi padre le dio el segundo pirfo. De cuando le encontraron en mitad de la calle, desplomado y yo lo vi ya con la ambulancia, de casualidad. Y aún tuvo la fuerza de seguir adelante unos cuantos meses más. Esos minutos en el ambulancia hasta el Espíritu Santo. Lo que lo echamos de menos y lo que nos preguntamos cómo lo hubiera llevado él, estando bien o ya jodido, no poder salir a la calle para nada.
Un año más de vida extraña. Un año de telenoticias, de podcast, de series de televisión, de reuniones cuando nos dejan, de comidas cuando podemos, de botellas de vino en casa, de botellas de cerveza, de pedir a domicilio, de no vernos las caras.
Somos duros como peñones.
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