martes, 1 de octubre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Cada vez se me hace más difícil recordar y a la vez no se me olvida nunca. No se me olvida aquella vez que estuvimos sin hablarnos durante un tiempo y me puse tan nervioso que se me agarró un dolor en la espalda que me dejó clavado en un banco de un parque. Y menos mal del banco en el parque, porque podría haberme quedado estirado en el suelo y me hubiera dado igual. Estaba allí, dolorido, dándole vueltas a la cabeza, cuando una señora se sentó a mi lado. Me preguntó si era de allí, si había nacido por allí cerca, si la conocía. Le dije que sí, que era nacido y criado en la ciudad y que no la conocía. Me dijo que se llamaba Agnetta y que tenía 85 años y que nunca había salido de aquella ciudad, que conocía a todo el mundo y que a mí no me había visto nunca. Le dije que éramos casi un millón de personas en aquella ciudad y que posiblemente muchos de nosotros no nos conocíamos. Entre nosotros. Le dije. La señora Agnetta me miró y me dijo no, eso no es verdad, yo conozco a todo el mundo y a ti no te conozco. Tú no eres de aquí. Mientras avanzaba aquella conversación notaba que mi dolor de espalda se iba calmando, quizás porque ya no pensaba en aquello que me bloqueaba y mi atención estaba en aquella mujer que dudaba de mí. Le conté dónde había nacido, en qué calle, quién era mi familia, a qué escuela había ido, dónde trabajaba. Se quedó callada. Conocía el sitio donde había nacido, conocía a mi familia, había trabajado en aquella escuela como cocinera durante un tiempo, era familiar del jefe de mi empresa, pero no me conocía a mí. No sabía de mí. Le dije mi nombre. Entonces sí. 

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