Llevo ya unos días pensando y no me veo bien. No ando fino. Así que para no empezar a contar tonterías voy a recurrir al trabajo de otros y una cosa hecha. Tampoco me voy a poner muy exquisito y de la popularísima 'Embarra con nosotros', publicada en 1924 y escrita por el afamado Zebulón Vermüller, voy a extraer un texto y oye, otro día, ya nos calentaremos la cabeza algo más.
'...feo no era feo, era simplemente pobre. No es que fuera mal parecido, a ver, simplemente es que al no cuidarse los dientes, llevar la cara cortada por el frío, el pelo ralo y los ojos rojos al estar siempre borracho de malos alcoholes, no podía presentarse ante los demás como un adonis. De pequeño, los que le recordaban, le habían visto como un pequeño querubín incluso. Como un rubito más de los muchos que crecían en aquel arrabal. Pero la vida, los años, habían hecho desaparecer al rubito y tan sólo de vez en cuando, un brillo en la mirada, recordaba a quienes le conocieron a aquel Ruud tan gracioso que jugueteaba con el barro cerca del canal. Algunos, menos, también se acordaban de qué hacía Ruud con el barro. Hacía figuras. Figuras de barro que representaban caballos, personas, perros, gatos, ratas, flores, casas. Era un artista el pequeño Ruud. En cuanto salía del colegio, Ruud se iba corriendo al canal y, sentado en el suelo, empezaba a trajinar con el barro. En un momento, hacía varias figuras, que una vez realizadas abandonaba en el suelo. Luego se iba a su casa, donde su madre, enferma en la cama, le esperaba para que le diera la medicina. Así llamaba la madre a aquel líquido asqueroso que el tunante del doctor Petersmann les había 'recetado'. En realidad el doctor Petersmann no hacía otra cosa que seguir las directrices de la municipalidad por la cual, los elementos desagradables de la ciudad, debían ser progresivamente eliminados proporcionandoles tratamientos que 'acelerasen' su paso a una vida más limpia que la que habían llevado. Por eso, la madre de Ruud que ya hacía tiempo que no se levantaba de la cama, y con aquel tratamiento, previsiblemente no se levantaría nunca, siempre lanzaba quejas, reproches, ayes y lamentos, que martirizaban al pobre Ruud. Los momentos en los que el pequeño Ruud jugaba con el barro eran sin duda los más felices del día, ya que en el colegio muchos niños le miraban con repulsión por ser pobre e hijo de una perdida, otros le tomaban por pirado por su afición a jugar con el barro, y sólo unos pocos le acompañaban de vez en cuando y le miraban hacer mientras se metían mano unos a otros apartados entre los matorrales. La vida del pequeño Ruud era un asco. La enfermedad de la madre iba cada vez a peor, y del padre... nadie sabía quien era el padre de Ruud. Una cosa menos de la que preocuparse, pero si la madre de Ruud moría, echaría de menos a alguien que se hiciera cargo de él. Las figuras que Ruud hacía en el barro desaparecían, las absorbía de nuevo el fangal, las rompían sus viciosos compañeros, no trascendían. Salvo una. Un día, Ruud, salió del colegio y fue, solo, al fangal. Con las manos cada vez en un estado más lamentable. Casi sangrando. Ruud hizo una figura que representaba a su madre. Era una figura bastante grande, casi tan alta como él. Estuvo muchas horas haciéndola. La figura representaba a su madre con los brazos en jarra, vigorosa, enhiesta, con la cabeza alta. Estuvo tanto tiempo absorto en la figura de su madre que olvidó darle la medicina a su madre de verdad. Efectivamente. Cuando llegó a casa, su madre estaba muerta. Ruud entró en crisis y se echó a llorar. Por querer ver a su madre sana y fuerte había matado a su madre. De ahí a la casa de huérfanos, a trabajar, y a perder su arte no hay más que un paso. Sólo de vez en cuando un vasito o dos de vino malo, le devolvían por un momento el brillo en los ojos y volvía a escaparse al fangal a contemplar la figura de barro que había conservado entre unos matojos. Hasta que una mañana unos vagabundos le encontraron muerto, abrazado junto a la figura de su madre, casi deshecha.'