miércoles, 20 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Que quede claro que la húngara no sabía jugar al ajedrez, o mejor dicho, sabía jugar pero no era la Polgár precisamente. Cualquiera de las Polgár. La húngara trabajaba de periodista en un diario deportivo de Budapest. Escribía sobre partidos de fútbol que jugaba la selección o bien partidos relevantes que se daban en el extranjero así como la participación en competiciones europeas de los equipos de la ciudad. Sabía mucho de fútbol y no le importaba la política. Cuando todo empezó a desmoronarse, cuando ya estaba desmoronado, conoció a Fred McClusky, un periodista americano que había venido a vivir la aventura del fin del comunismo. Al principio, McClusky le pareció un gilipollas, poco a poco fue sintiendo pena por él y finalmente le cogió cariño. Cuando McClusky le confesó que se había enamorado de ella, la húngara sintió que se había metido con las dos patas en un cubo lleno de mierda calentita y que aunque la mierda era mierda igual, no se encontraba a disgusto. La húngara y McClusky finalmente se casaron, aunque McClusky era evidentemente bastante más mayor que ella, pero no lo suficiente como para ser un anciano. Se casaron en Budapest y ella le dijo que, mientras él trabajara, ella querría seguir viviendo en su ciudad. Él se fue a Oriente Medio, hizo un reportaje sobre el régimen sirio, quiso entrar en Irán y allí sufrió unos mareos que le obligaron a volver a los Estados Unidos. La húngara se negó a acompañar a McClusky a su país y le dijo que ella le esperaba en Budapest. Él le dijo que se lo tomaba como el anuncio de una ruptura y ella simplemente no contestó a la penúltima carta. La última era una petición de divorcio que ella firmó encantada. La húngara no sabía jugar a la ajedrez y tampoco esta historia nos va a aportar nada más que unos minutos de distracción antes de pasar a temas que, si no son más interesantes, serán al menos diferentes. 

martes, 19 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Poco después de la caída de lo que hemos convenido en llamar régimen comunista en Hungría, llegó a Budapest un periodista americano bastante afamado por entonces y hoy bastante olvidado, llamado Fred McClusky. McCluscky había comenzado su carrera haciendo reportajes sobre la América rural de los cincuenta, fue a Vietnam en los sesenta, nos contó el horror de Camboya en los setenta y desde América latina hizo exactamente lo mismo en los ochenta. En cuanto olió lo de la caída del Muro y demás, supo que tenía que estar ahí. Y se trasladó a Budapest con la intención de introducirse en un marasmo en el que las fuerzas de la revolución democrática y los comunistas que quisieran aferrarse al poder o quizás vivir una nueva invasión soviética y la represión y todo aquello que ya se vivió una vez. Y no se vivió de nuevo. Lo único que hizo McClusky en Budapest fue enamorarse de la ciudad. Hasta entonces había vivido en ambientes poco urbanos, rurales, pero Budapest era otra cosa. Tardó mucho tiempo en enviar una primera crónica. Hablaba de una ciudad decadente, pero viva, vieja, pero joven, revolucionaria, pero que miraba atrás. McClusky se aburrió de Budapest y se fue a Oriente Medio. McClusky no escribió nada sobre Budapest. Pero se casó con una húngara. A su edad. 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Bueno, bueno, eso es lo que tú piensas, pero en realidad aquel equipo se ha mitificado mucho por el rollo político. Claro, porque interesa decir que aquel equipo era tan bueno porque se deshizo después por temas políticos después de la invasión soviética y también porque nos gustan mucho esos equipos que son tan buenos y tan mágicos y que acaban siendo derrotados por alguien más práctico, en este caso los alemanes. Lo mismo le pasa a la Holanda de Cruyff, aunque aquí no influye tanto el tema político, incluso se oculta, por el tema del mundial de Argentina, donde también perdieron ya sin Cruyff. Equipos bonitos, que juegan fenomenal y que acaban perdiendo. Contra Alemania, principalmente. Alemania, perder contra Alemania. Alemania habitualmente suele perder, pero en esto del fútbol se han creado un aura de invencibilidad que luego pienso que trasladan a todo lo demás esa sensación de infalibilidad, porque a ver, los alemanes no ganan nunca y mejor que no ganen, también te lo digo. Así que todo eso que me dices de los alemanes, los alemanes, los alemanes nada y mejor que así sea, y lo de los húngaros, pues si quieres un día te hablo yo de los húngaros que también tengo para ellos. 

viernes, 15 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Tenía la cara redonda, era lo primero que te llamaba la atención. La Hruskova había sido bailarina durante su juventud, pero se casó y abandonó la danza. Ahora tenía la cara redonda y una tienda de zapatos en la calle Principal. Yo iba siempre con mi madre a comprarme los zapatos a la tienda de la Hruskova. Siempre me llamaba la atención su cara redonda, sus ojos redondos, su peinado redondo. Para hacerla rabiar, siempre le pedía a mi madre que me comprara zapatos de punta. En la tienda de la Hruskova no había zapatos así. Mi madre siempre me acababa comprando unos zapatos duros como piedras, para que durasen mucho. La Hruskova no había vuelto a bailar desde el día de su boda. Yo ya no era un niño cuando fui por última vez con mi madre a su tienda. Mi madre me había explicado su historia. Cuando entramos, le pedí que nos bailase algo. Y ella contestó que no podía porque no tenía zapatos de punta, que eran los mejores para bailar. Me pareció una excusa muy mala. O muy obvia. No sé. 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Yo no estaba allí como estaban ellos, que estaban de vacaciones y parecía que estaban siempre de vacaciones pero no, en realidad no estaban de vacaciones, estaban trabajando allí. Eran una familia numerosa, eran primos, hermanos, sobrinos, abuelos, primas, hermanas, sobrinas y abuelas. Maridos y mujeres. Residían en una gran casa que parecía un hotel. O quizás habían comprado un hotel para que pareciera una casa. Yo los veía todos los días porque me habían encargado la reparación un pequeño puente que entraba hacia el mar. Paseaban por allí todos los días. Captaba sus conversaciones, sus risas, reflexionaban, hacían negocios. Principalmente, de lo que trataba su vida, era de la defensa acérrima de eso mismo, poder pasear por aquel puente de manera despreocupada, pero preocupada por si alguna vez aquello pudiera acabar. Trabajaban estando allí y demostrando que podían estar allí. La reparación de aquel puente duró meses. La seguridad, los materiales. Tanto tiempo allí, pasó que Masha, que se había quedado viuda hacía un par de años, se fijó en mí. Masha era un poco mayor que yo, no mucho. Un día me preguntó cómo iba el trabajo. Otro día me preguntó si teníamos fecha para acabar. Un día se quedó allí conmigo charlando. El puente sigue allí, cerrado al público. 

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Nos conocimos en un bar. Ella iba con un grupo de gente. Yo iba con otro grupo de gente. Ella trabajaba en una empresa. Yo no trabajaba. Ella parecía feliz. Yo estaba contento. Intercambiamos unas palabras, ella quería pedir algo, el de la barra no atendía, le dije nosequé. Me dijo nosecuantos. Nos reímos. Ella se fue con su grupo. Yo volví con el mío. Pasan los años y recuerdo ese momento cada día de mi vida como un momento decisivo. Lo plasmo en mis novelas, en mi poesía, lo revivo en las canciones que escucho, cada cuadro que miro contiene su cara, en las películas reconozco su sonrisa. Nos fuimos a vivir juntos. No es lo mismo.   

martes, 12 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Todo comenzó con una discusión estúpida sobre Calamaro y su deriva. Estábamos en un bar y comenzó a sonar una canción, no sé si de Calamaro o de Los Rodríguez, y como siempre Laia puso mohín de disgusto y comentó que puto facha de Vox y esas cosas. Y como siempre, yo le dije que sí, que se le había ido la pinza o que quizás siempre había sido así, pero que tenía canciones chulas. Que yo me enganché mucho a la de Flaca o la de Yo soy un loco, y que incluso había ido a un par de conciertos suyos, si no tres. Y que el disco de El Cantante, que era de versiones, me gusta todavía mucho, aunque no lo puedo poner porque yo también tengo una Laia interior que me dice, qué asco de facha. Y fue entonces cuando el Salva, que siempre conocía a alguien, nos comenzó a contar que conocía a alguien con una historia con Los Rodríguez. El tipo, al parecer, era un apasionado de la historia rusa. Comenzó siendo el típico niño sovietizado, de padres comunistas, que militó en juventudes y se aficionó a la historia y cosas rusas. Pero cuando cayó el Muro y los comunistas se vieron fuera de juego, él no se dio por aludido y trucó su pasión comunista por una pasión filoeslava. Comenzó a dejarse el pelo y la barba largas, como un pope ortodoxo. Hablaba de cosas raras, cosas que ya no tenían nada que ver con cosas comunistas. Y un día, al cabo de los años, le escucharon tararear 'déjame atravesar el tiempo sin documentos', durante un encuentro de antiguos nosequé. Le preguntaron, cómo es que te gustan Los Rodríguez, que son argentinos, cuando llevas años a base de folklore eslavo y coros y danzas... Les contó entonces que el padre del pueblo ruso, de donde proviene incluso el nombre de Rusia, era Rurik o Riurik, que se sospecha que era un guerrero varego, es decir un vikingo, que conformó un estado con las tribus eslavas y que dio nombre tanto a la dinastía como al propio país. Y que Rurik significa lo mismo que nuestro Rodrigo, que también es un nombre germánico. Y que así, Rusía no sería otra cosa que un país de Rodríguez y que en realidad Los Rodríguez no son otra cosa que Los Rusos. Yo esa historia ya la había escuchado. Laia dijo entonces que al día siguiente tenía una movida y se fue.