Una fría y ventosa tarde del mes de marzo, acudí al Círculo Projorelov con la intención de recoger unos papeles y acompañar a un par de socios que habían decidido acometer una serie de reformas en el Salón de los Durmientes de la entidad. Era éste un salón al que acudían algunos de nuestros socios a leer y quedarse traspuestos al cabo de cinco minutos. Socios de edad que acudían al Círculo sin más pretensión que soñar con aquellos lugares mágicos que habían visitado en persona o bien guiados por la lectura. Allí estábamos haciendo mediciones y cálculos cuando nos dimos cuenta de que había un personaje que no estaba dormido. Sebastián Delaseta, uno de los socios que menos se prodigaban por el Círculo Projorelov, estaba sentado en uno de los butacones, con el semblante serio y circunspecto. No tenía ningún libro entre las manos y miraba con severidad a los que estaban allí medio endormiscados pero también a nosotros nos dirigía una mirada de reconvención. Me dirigí a él y le saludé. 'Sebastián Delaseta, nada menos, hacía tiempo que no sabíamos nada de usted. Creo que su último viaje le llevó a...'. No me dejó acabar. Se levantó del butacón y me dijo 'rápido, no perdamos el tiempo. El tiempo no debe perderse cuando puede aprovecharse para cosas realmente importantes. El tiempo, el tiempo debe ser aprovechado para actuar, para hacer. Rápido, no me deje hablar, déjeme contar, déjeme que le cuente mi viaje, no me deje que empiece.'.
Sin dudarlo, acondicionamos nuestra sala para los invitados y Sebastián Delaseta pudo comenzar su relato:
'Salí de mi ciudad hace ya mucho tiempo. Mi intención era la de viajar, pero no por el mero hecho de conocer el mundo y sus maravillas. Yo quería ayudar. Soy, era, una persona de espíritu jovial, y los que me conocen saben que soy, era, un entusiasta partidario de la alegría, de la vida, de la chanza, de la jocosidad y de hacer la vida algo más agradable a los demás. Quería ayudar y contagiar mi sentido de la vida a los demás. Partí sin rumbo fijo y sin saber cómo me encontré alojado en un barco que surcaba un mar que desconocía para atracar en una ciudad portuaria de un país que quisiera olvidar. Puse pie a tierra en aquel lugar y al encontrar a un grupo de lugareños me dirigí a ellos con una sonrisa en la boca para preguntarles dónde me encontraba, qué podía hacer y... no me dieron tiempo a responder cuando me dijeron que mi entusiasmo jocoso y frescachón, que la ironía con la que les miraba, que mi afán divertido denotaba que no conocía en absoluto las condiciones del mundo o las condiciones de su diminuto país, que a todas luces ignoraba el signo de los tiempos y que, sin duda, no tenía en cuenta que perder el tiempo con el absurdo de una visión de la vida lúdica era atentar contra el beneficio de los seres humanos que de verdad estaban porfiando tanto en aquel lugar como en muchos otros por todos los bobos que todavía vamos haciendo gracias por la vida. Me sorprendió la circunspección, pero me ganó la decisión y el aplomo con el que me dijeron aquellas palabras. Había que actuar. Y actuamos. Me uní a aquel grupo y estuvimos haciendo cosas y programando soluciones para los muchos problemas que en el mundo existían durante muchos años. Sin duda, a nuestros ojos, el mundo parecía mejorar. El beneficio para el país en el que me encontraba era evidente. Sin alegría, sin perder el tiempo en ocios vanos, simplemente preocupándonos mucho por todo y mostrando unas enormes ganas de ser productivos, estábamos consiguiendo grandes avances. Prohibimos sonreírnos entre nosotros hasta que no alcanzáramos un beneficio determinado para el conjunto de una parte o de un segmento del sujeto que conocíamos como... Estoy empezando a olvidar. Todo era perfecto y serio. Y severo. Y efectivo. Hacíamos cosas que servían, sin detenernos a considerar y mucho menos perder el tiempo en otras cosas. Reduciendo el tiempo empleado en las sandeces varias, es claro que todo resulta. Una vez que conseguimos aquellos beneficios programados, se decidió seguir sin conceder ni una ventaja a quienes pretenden que giremos nuestra cabeza hacia las músicas, los cantos de sirena, los ríos de tinta, el flautista de Hamelín, un tren sale de la ciudad de Cracovia a una velocidad constante de 80km/h y cuando llega a Lodz se ha convertido en un enorme pastel de carne como el que hacía mi madre... y me empecé a reír yo solo con una cosa que había pensado y muy amablemente me dijeron que casi mejor que si no estaba centrado que podía marcharme, libremente. Me presentaron una cuenta de beneficios que se podían perder si dedicábamos tiempo a reírnos de las gracias interiores, junto a otro gráfico en el que se señalaba lo espantoso que era reírnos de nosotros mismos y no tuve por más que abandonarles. No era bueno para nadie. Y ahora estoy aquí y estoy triste porque por mi culpa el gran beneficio para aquel país diminuto estuvo a punto de truncarse y te veo con ese metro en la mano y ese lápiz en la otra y me dan ganas de decirte que se empieza midiendo un portón por hacer algo y se acaba empeñando los fines de semana en una obra sin fin y... no quisiera reírme, pero es que hay cosas que... y está mal... pero... bajadme del estrado que quiero refrescarme la cara.'
Sebastián Delaseta estaba agotado. Le llevamos a un cuarto de baño, se refrescó la nuca y luego le acompañamos al Salón de los Durmientes. Pobre hombre.
Felicidades! He visto en linkedin que ha encontrao trabajo y de profe... así que decía que ser profe es un asco... Pues oiga, todo depende como se mire, no hay vacaciones iguales.
ResponderEliminarYo también quiero ir al salón de los durmientes cuanto antes.