miércoles, 30 de agosto de 2023
Ofrenda
Sucede que cuando llegaron ante el emperador, comenzaron a hablar entre ellos sobre la ofrenda que iban a entregarle. Sabían que el emperador era una persona que lo había visto todo y que todo lo tenía ya, así que era muy difícil que cualquier cosa que ellos tuvieran pudiera impresionarle. Uno de ellos dijo que, quizás algún artículo de su tierra, por muy vulgar que fuera, al emperador le llamaría la atención. Podrían engañarlo. Pero los otros convinieron en no arriesgar. Sabían que el emperador era una persona instruida y que era mejor no subestimar su conocimiento del mundo. Finalmente, decidieron que lo mejor que podían ofrecerle era su amistad y su consejo en caso de que humildemente fuera requerido. Así que llegaron ante la gran sala donde el emperador realizaba sus tareas de gobierno y recibía a los emisarios extranjeros, esperaron su turno y se acercaron hacia el trono. El emperador era un hombre cuyos mejores años ya habían pasado pero que seguía siendo temido y respetado tanto en su reino como en el extranjero. Tenía fama de astuto y se decía que durante su juventud había viajado de incógnito por diversos países para poder conocer las maravillas del mundo. En realidad, eso jamás había ocurrido y ese truco le servía para revestirse de una fama de cosmopolita que le venía muy bien. Los viajeros se presentaron, aunque el emperador ya sabía quiénes eran, le contaron cuál había sido su periplo y para rematar le dijeron que su mayor tesoro era poner sus propias personas al servicio del emperador y que por ello se ofrecían para aconsejarle en lo que pudieran, cuando les requiriese. El emperador agradeció mucho aquel ofrecimiento y les invitó a quedarse en su palacio, habitando uno de los pabellones que se acababan de reformar y que habían sido antes unos almacenes de grano. Los viajeros ocuparon aquellos aposentos recién estrenados y nada más llegar se dieron cuenta de que no podían salir de allí bajo ningún concepto, el emperador podía requerirlos en cualquier instante. Los guardias vigilaban y prohibían el acceso al pabellón y aquella estancia se convirtió en una prisión. Durante años el emperador no se acordó de ellos. Finalmente el emperador en su lecho de muerte, en pleno delirio, no dejaba de gritar París, París, París... los lacayos no sabían que hacer y sacaron de sus habitaciones a los viajeros que debían interpretar qué es lo que quería decir el emperador citando aquella ciudad lejana. El emperador al ver a los viajeros, con los ojos desorbitados, preguntó '¿Cómo es París?'. Y aquel que propuso en su día el regalo del abalorio, sacó de un bolso un llaverito con la iglesia de Notre Dame contorneada en cuyo pie se leía París-France. Y el emperador, al verlo, dibujó una sonrisa de felicidad, quizás recordando algo que nunca hizo.
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