Hay un café en una calle principal de Budapest en la que se sienta un señor bastante mayor, acompañado de otros señores bastante mayores. En torno a una mesa recuerdan lo que fueron los antiguos cafés de Budapest. Muchos de ellos nunca habían estado en Budapest antes. Sólo hay uno de ellos que nació en Hungría. Se trata del señor bastante mayor que hemos presentado al principio. Este señor mayor escucha hablar a otros señores mayores con atención reverencial. Casi todos son eruditos, gente de letras, algún profesor universitario inglés que sigue siendo inglés pero no profesor universitario. Gente ilustrada y sabia. Hablaban de Budapest y de una época en la que en Budapest había violinistas por las calles. Hablaban de los cafés de Budapest, de las revueltas, de los condes, de los príncipes, de húngaros muy famosos. El señor mayor estaba escuchando atentamente. En un momento en el que uno de los más jóvenes asistentes, que debería andar por los setenta años empezó a perorar sobre los buenos tiempos que se vivieron en Budapest, que había sido siempre una de las ciudades más civilizadas de Europa, que ciudades como Budapest eran un ejemplo de lo que debía ser Europa, de que esa misma estancia en ese café era como una bonita metáfora del ser europeo. Gente de orden sentada tranquilamente alrededor de una mesa charlando y recordando. El buen señor insistió en que esa escena no era tan sencilla de reproducir en otros lugares. Que eso que estaban haciendo allí no lo podrían hacer en más lugares que en Europa y quizás en algunos de Norteamérica, pero claro, con gente de origen europeo. Es una suerte inmensa ser europeo, decía el hombre.
Nuestro señor mayor original miraba hacia el final de la avenida desde su asiento. Miró al señor que peroraba sobre las bondades de la Europa civilizada y buena y, apoyándose en un bastón, se levantó y abandonó a sus compañeros de tertulia. Fue caminando muy trabajosamente hasta el final de la avenida y giró hacia una calle. De esa calle pasó a otra calle. Y de ahí a otra. Fue caminando y cualquiera diría que se había perdido, pero el anciano sabía perfectamente hacia donde se dirigía.
Divisó un pequeño tugurio en el que brillaba el anuncio de una marca de cerveza norteamericana y entró. Se apoyó en la barra y pidió un anís. Cuando se lo sirvió un camarero rubión y con el pelo cortado como Roman Kosecki fue a sentarse en una mesa que estaba vacía, justo en un rincón al lado de la estufa. Hacía frío, pero no ese frío de Budapest. Otro frío.
Al cabo de unos momentos entró en la tabernucha una anciana viejísima, pero muy peripuesta. Una mujer de alcurnia. Entornó los ojos y en cuanto se adaptó a la oscuridad del local, vio al abuelete sentado en la mesa y fue a sentarse a su lado.
- Usted debe ser Antas Nekermann.
- No. Yo no soy Antas Nekermann. Creo que se confunde, señora. Lo siento. ¿Quiere tomar algo?
- Si. Tomaré un café. No me sienta muy bien, pero llevo pañales y puedo soportarlo todo. Si no le importa, le contaré la historia de Antas Nekermann. ¿No le conoce usted?
- Conocí a un Antas Nekermann en un hotel de la costa caribeña hace muchos años. Él también me preguntó si era yo Antas Nekermann.
- Qué pena de vida. ¿Quiere que se la cuente?
- No tengo nada más que hacer.
Los cafés de Budapest siguen siendo maravillosos. Y aún se encuentran violinistas por las calles. Alguno hay, alguno. Pero ya no hay húngaros tan famosos como aquellos que inventaron el bolígrafo o que decían que el dios de la lluvia lloraba sobre México. Siguen tocando Sueño de amor al piano, pero no suena igual que entonces, no.
ResponderEliminarMonsieur, qué buen final y que gratos recuerdos me ha traído usted, de paso.
Buenas noches
Bisous
Vaya vaya. Pobre pueblo húngaro. Si que hay violinistas en los restaurantes y en los "Kavéhaz" de cierto nivel, en donde los csárdas suenan con alegría.
ResponderEliminarComo dice madame ya los señores no son como los de antaño. Pero en el corazón de los magiares aun permanecen en algún pliegue de su corazón esos recuerdos, aunque ni ellos mismos sean conscientes.
Un abrazo