lunes, 19 de septiembre de 2016

Aurora

Me acosté un rato. Había pasado la noche fuera, tenía el cuerpo molido de estar tumbado en el suelo, me había comdo un par de tostadas, me dio sueño. Normal. Mucha gente se sorprende si has estado por la mañana haciendo algo y te da un poco de ñoña a eso de las diez, por ejemplo y te quedas sopa. Normalmente, si estás trabajando, esto no pasa nunca. Si estás haciendo algo, si estás con alguien, si hay algún input, si la vida te obliga o la devoción te acompaña o algo o alguien te mantiene pendiente de la realidad, esto no pasa. Pero yo, después de aquella noche, después de haberme comido dos tostadas, estaba en paz. Una paz que me obligó a ir hacia mi habitación y, sin quitarme la ropa ni nada, quedarme traspuesto en la cama. Nunca puedes anticipar lo que vas a soñar. Ni siquiera puedes saber si cuando duermes vas a soñar. Es posible, no lo sé, alguien lo sabrá seguro, pero digo que es posible que no sueñes todas las noches. No todas las noches recuerdas lo que sueñas. Hablo de noches y estaba yo dormido por la mañana, corrijo sobre la marcha, cada vez que duermes. Cada vez que duermes, digo yo que sueñas, pero no tienes porqué recordar nada. Sea como sea, yo estaba convencido de que, después de lo que había pasado aquella noche, yo iba a soñar algo. Algo bonito, algo que me remitiera a lo que había vivido contemplando aquella aurora maravillosa, con la voz de aquella mujer con la cara tan linda que nunca jamás, comparando, valorando, siendo completamente objetivo, podré encontrar jamás algo tan así. Estaba absolutamente muerto de sueño. Me dormí y soñé. Lo que soñé no tuvo nada que ver con nada de lo que había ocurrido. Había llegado a una casa. La casa tenía todos los cajones, todas las puertas de los armarios, todo lo que debía estar cerrado, al menos entornado, al menos recogido, estaba fuera, abierto, y en el centro de un pequeño salón, un comedorcito típico de una casa que no era ni mucho menos una mansión, sino tan solo una casa en un pueblo, un butacón. Y sentado en aquel butacón, un hombre, un poco mayor que yo, o yo quise pensar que era un poco mayor que yo. Y aquel hombre estaba dormido. Y yo, sin saber por qué no le desperté y me puse a cerrar todos los cajones y las puertas de los armarios. Cuando estaba ya acabando ese trabajo que me había autoencomendado, alguien entró en la casa. Era una mujer. Una mujer que fue directamente a despertar a aquel hombre que estaba sentado en el butacón, durmiendo. La mujer no me veía. Intentaba despertar a aquel hombre y no podía. Se puso a llorar, desconsolada. Se sentó en el suelo y yo quise ir a decirle algo, pero no me salían las palabras de la boca. Pensé que aquel hombre no estaba dormido, quizás estaba muerto y me asusté. Notaba que iba respirando cada vez más fuerte. Cada vez más fuerte. Estaba asustado. La mujer lloraba. Entonces, se puso de pie y cogió un cuchillo que se había quedado fuera de los cajones y se lo clavó en el cráneo al hombre que estaba dormido.
Me desperté de golpe y sudando como un pollo. Estaba en mi casa, estaba tumbado en la cama. Mi madre había cerrado la puerta y bajado la persiana. La volví a subir y entró un chorro de luz que me cegó. Todavía era de día. De hecho, miré el reloj y no eran ni las doce del medodía. Me fui al cuarto de baño a darme una ducha. Escuché voces en el salón. Mi prima Aurora estaba hablando con mi madre. Le estaba contando lo que habíamos hecho aquella noche, dónde habíamos estado, lo que habíamos visto. Escuché cómo mi madre le decía a mi prima Aurora, 'ahora no nos vamos a ir nunca'.

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