Por este orden. Pushkin, Tolstoi, Goncharov, Dostoyevski, Gogol, Turgueniev. Primer libro que me leo de Turgueniev, uno de los integrantes de ese elenco de estrellas de la literatura universal que tuvo a bien nacer en la Rusia decimonónica (o casi). Un libro de esos de Bruguera, como se ve en la imagen, con ilustraciones, dibujos en blanco y negro en los que el protagonista masculino tiene casi siempre el mismo aspecto. Bien. Son dos las historias de este pequeño volumen. Primer amor y Humo.
Primer amor. Vamos a ver. Si un ruso se enamora siendo protagonista de una novela de cualesquiera de estos simpáticos escritores, suelen pasar varias cosas: la amada se muere, la amada se va, la amada no le quiere, la amada se la juega, el protagonista se muere, el protagonista se va, el protagonista no ama realmente, el protagonista queda como robaesteras. Primer amor comienza de una forma que vale por todo el resto del relato. Simplemente ese recurso que ahora les contaré ya vale por todo el resto. Una reunión de señorones rusos en un salón después de comer. Con sus cigarros. Y el anfitrión se dispone a iniciar una conversación sobre ese primer amor que todos recordamos. Cuando le llega el turno a nuestro protagonista aduce que su historia es muy rara y que... mejor que escribe algo que ya les presentará en una semana o así. Grandioso. En lugar de contar la historia directamente, mejor os la escribo. Como si importase. Pues importa. Su primer amor se remonta a cuando era un mozalbete. Estudiaba, era aplicado... su madre estaba un poco histérica y su padre era un guaperas local, frío y distante. Se instalan unas princesas en uno de los pabellones colindantes y la hija, oh, la hija es tan guapa. Es un poco mayor que el prota... es tan guapa. Tiene una legión de admiradores. A él lo acoge como alguien especial. El chaval se enamora. Como no se puede enamorar uno más que la primera vez. Se enamora y se enamora y no sabe si ella le corresponde o no. Ay, la incertidumbre. Ay, qué nervios. Ella confiesa que está enamorada, o se lo hace entender. Y él se pregunta que de quién puede ser. Y a él lo quiere mucho. De una manera especial. ¿De quién está enamorada ella? ¿Con quién se ve por las noches? No puede ser, el amante es... Vale. Ya lo han entendido todos, ¿no? Pues eso. Donde menos te esperas, te surge la competencia.
Humo. Un joven y acaudalado propietario, de ideas liberales, un buen mozo a punto de casarse con la bella Taciana (la llaman así en el libro, pero yo creo que es Tatiana, incluso a veces la llaman Tania), llamado Litvinov, está en Baden. Allí hay más rusos que alemanes. Rusos de todas las ideas, socialistas, demócratas, occidentalistas, reaccionarios, militaristas, vividores por cuenta ajena, progresistas moderados... todos allí discuten y hablan y cuentan... Litvinov se ve envuelto en algunas reuniones de estos conspiradores de salón y un día, está en el salón de su domicilio y huele a heliotropos... oh. El heliotropo le recuerda... a Irene. Irene fue un amor de su primera juventud. Su primer amor. Era la chica rara del barrio, descendiente de una familia de nobles muy nobles pero muy pobres. Era rara, guapa, pero rara. Él la corteja y ella pasa de él completamente. Finalmente, cuando él ya casi se da por vencido, cae. Oh, qué bonito. Qué noviazgo. Qué felicidad. Qué bien va todo. Un baile. El Zar viene a Moscú y da un baile y los príncipes y princesas deben ir. Irene es invitada. El bueno de Litvinov, la alienta. Ve, ve, verás que bien te lo vas a pasar. Ella se huele algo. Mejor que no vaya. No, ve. Mejor que no. Que vayas, que no pasa nada, verás que bien. Y tan bien va que Irene es seleccionada para un premio. Viajar a Petersburgo y vivir en casa de un pariente ricachón que la podrá casar con un figura de allí. Toma Litvinov, que te has quedado sin novia por una tontería de baile. Los heliotropos le recuerdan a ella. Pero él ya superó aquel desengaño, aquel primer amor. No le volverá a pasar. Claro. Se encuentran casualmente en Baden, ella está casada con un general Ratmirov fatuo y maloso. Se ven, no se ven, y él... cae de nuevo en las redes de Irene. Y ella le corresponde. Ya está liado el asunto. Y ahora qué. Pues nada, patada a seguir, rompo el compromiso, me escapo con Irene, manta a la cabeza y Dios dirá. Que sí, que no. Que al final se queda sin nada. Sin Irene y sin Tatiana. Y venga a llorar. Y bueno. Podría haber acabado aquí la historia y quedar la cosa la mar de bien, pero al final Turgueniev arregla ahí la cosa y tal. Bueno. Se le puede perdonar.
Dos historias pues la mar de recomendables y de rusas. Un librito que se lee en un pis pas y que enseña muchas cosas que ya recordábamos de otros rusos, como que los rusos son muy rusos y se puede ser ruso de muchas maneras y seguir siendo ruso al fin. Y que todo lo que puede ir mal, a poco que uno sea un poco ruso, le irá mal.
Monsieur, sabe qué es lo que más me sorprende de todo esto? Que sea el primer libro que se lee usted de él. Creí que había leído ya todos los libros de todos los rusos, y dos veces en vez de una! Qué cosas.
ResponderEliminarBuenas noches, monsieur.
Bisous
Muchas gracias de nuevo por acordarte de mi blog. Te dejo el enlace ya que lo he subido a mi blog de regalos por su¡i lo quieres ver. Gracias por los buenos deseos también. Voy mejor.
ResponderEliminarhttp://katy-agradeciendoregalos.blogspot.com.es/2013/11/un-esplendido-regalo-del-gelido-tolya.html
Qué buena pinta! Me voy a currar, luego paso por aquí de nuevo.
ResponderEliminarRE: No, no es un pastel. Son los dumplings. Los ponen en la sarten, se doran sólo por abajo, echan agua y los tapan, después los vuelcan en un plato, y queda una laminilla crujiete a la que se quedan pegados. Los sacan así a la mesa.
Tomo nota. Pues, no, no me he leído nada de este sr, ni de Pushkin. Pero los rusos siempre reconfortan.
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