Podría poner una foto de Antonio Gramsci ya mayor de perfil y de frente en lo que se supone que debe ser una foto ya en la cárcel pero nadie quiere ver una foto de un señor abotargado y que se escape de la iconografía oficial del revolucionario y pensador, joven y de pelos leoninos, capaz de producir un pensamiento indispensable, imprescindible, que no he leído. Pero prefiero poner esta foto más o menos regular del pensador y revolucionario italiano y que todo este párrafo sirva de mera antesala para una de esas citas que uno busca para poder poner algo referente a Gramsci y que de repente le reconcilian no con Gramsci que no me puede reconciliar si no lo conozco y por tanto no puedo estar de acuerdo o en desacuerdo con él. Esa frase es la siguiente:
'El reto de la modernidad es vivir sin ilusiones y sin desilusionarse'.
Yo creo que he vivido siempre con esto como divisa y sin saberlo. Soy gramsciano desde pequeño. Un gramsciano incontrovertible. Un gramsciano del ala nosequé. Un gramsciano que no conoce a Gramsci pero que tal.
Hace tiempo, no demasiado, me gustaba hacer befa de quienes citaban a Gramsci. De quienes tenían las palabras de Gramsci en la boca todo el día para justificar una nueva forma de hacer política o para defender la antigua. O para algo. Como no tenía intención de leer a Gramsci y tampoco la tengo ahora, me parecía risible que, de repente, surgiera tanto entendido en alguien cuyo mensaje surgió de su reclusión en una oscura cárcel fascista de la que no saldría vivo. Todo pasa y ahora la fiebre Gramsciana se ha pasado y lo que antes era indispensable, imprescindible, ahora es el recuerdo de un tiempo en el que todo era posible y nada era impedimento para barrer con lo anterior. Hoy he tenido en mis manos un libro de Rosa Luxemburg. Igual podría...
Vivir sin ilusiones. Soy su hombre. Una vida dedicada a no plantear ningún tipo de objetivo y procurar ir viviendo la hora que viene de la manera más cómoda posible. Así hasta el final. Y sin desilusionarse, claro. Pensando que esto puede ir a mejor, naturalmente, trabajando por ello. Pero sabiendo que en el esfuerzo y en el pensamiento está la primera piedra y que el resto del edificio es complejo.
Para colmo, sin saber cómo, hoy he caído en Devo y en sus canciones que nos recuerdan que somos iguales, que podemos ser lo peor, que somos lo que quieran que seamos porque elegimos ser lo que nos digan y porque no hay nada más robotizado que un ser humano. Son cosas que una detrás de otra no parecen tener sentido, pero ahí están. ¿Somos hombres? No. Somos Devo.
Libertad para elegir. Hay una canción que se llama Freedom of Choice. Podemos elegir ser iguales que los demás. Ser como todos. No salirnos. Ahora no nos podemos salir. Que no me quiten mi libertad. La libertad de ser como yo soy. La libertad de ser uno que hace exactamente lo que otro grupo humano ha decidido. Libertad elegir. Al final del vídeo aparecen marchando por una calle convirtiendo a todo el mundo en lo mismo.
Ayer tocó el visionado de dos malrolleces francesas ambas protagonizadas por Mathieu Kassovitz, director de El Odio. Una era El Gran Desconocido, una persona que calcaba la vida de otros hasta que encuentra un elemento perfecto con el que quedarse. Y la otra una chunguez de Haneke, Happy End, que para lo que es Haneke me pareció floja en la chunguez. En ambas películas bebían vino tinto comiendo y las casas eran de techos altos, tal y como reza el tópico. Salían algunos currelas, pocos, en la peli de Haneke, para currar a los ricos. Pero poco y al final los ricos siempre ganan aunque se quieran morir de cara a la galería.
¿Dónde estamos?
Vivir sin desilusionarse. Hoy ya no tenemos claro si los niños son culpables, si el Gobierno trastabilla, si Jorge Javier es el nuevo Gramsci...
Antes de contar nada que estropee este final en alto, vamos a dejarlo aquí.
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