El feminismo nos está agrediendo. Lleva bastante tiempo ya haciéndonos daño. Pero es que estos últimos años está siendo una amenaza a la que es necesario poner freno. El feminismo no es ya únicamente un movimiento encerrado en espacios concretos dedicado a la reflexión y a lo que quiera que hicieran en esos espacios concretos que ni lo sé ni me interesa. El feminismo se ha convertido en otra cosa mucho más peligrosa. El feminismo es ahora mismo la mayor amenaza que tenemos si queremos conservar, de manera real, la voz cantante. El feminismo, la alegría que desprenden las feministas y ya no las feministas, las mujeres como conjunto, por vislumbrar en su trabajo de divulgación y activismo, un cambio real y tangible, subvertir el mundo tal y conocemos, merece que nos detengamos en las maneras sobre cómo podemos frenar este movimiento de cambio real.
Sin duda, no todo el feminismo es incómodo a nuestras pretensiones de seguir manteniendo la preeminencia. Es indudable que reconocer al feminismo como una parte más, sin especificar en qué ni de qué manera, de los ismos que hay que asimilar como parte del sistema, nos sirve para asegurar nuestra posición por encima de todas las cosas y asegurarnos además que quienes se suman a nuestra visión no van a hacer nada más de lo que ya existe y está estipulado, por hacer avanzar este movimiento. Así pues, hay feministas que defendiendo su posición de poder adquirido durante largos años y largas décadas ostentando institucionalmente la portavocía de las mujeres, se muestran como una muy capaz primera muralla de contención contra esa desmedida y repugnante alegría que se siente en las calles los últimos 8 de marzo.
Contener esa alegría, ese ansia por sustituir la institucionalización del movimiento por algo más callejero, se ha convertido en una poderosa herramienta a su vez para contener la pujanza del movimiento. Nada más beneficioso para terminar con una amenaza que una pelea entre las amenazantes, antes que una derrota clara de sus postulados. Es mejor crear la división y la cizaña, la teorización de diferencias, los puntos de fricción, las diferentes maneras de ver un movimiento que, en su conjunto, es peligroso. Para nosotros.
Porque el verdadero enemigo somos nosotros y no lo acaban de ver. El verdadero enemigo amenazado, por más manos en la espalda, abrazos fraternales, adhesiones inquebrantables, que digamos manifestar, somos nosotros. Nosotros, finalmente, nunca veremos y nunca acabaremos de ver que se nos discutan preeminencias, posiciones, cargos, rutinas, etc. Por más que la sociedad cambie y que parezca que, en definitiva, ya nada es como antes, lo que subyace es que hemos hecho creer que se ha ganado, cuando lo que ocurre es que la victoria está en nuestras manos, pero de otra manera.
El verdadero enemigo somos nosotros. Manteniendo prejuicios, miedos, reticencias, contribuyendo a la división, a la supervisión, a la ofensa permanente, al bueno pero a ver tampoco es para tanto. O directamente agrediendo, cuando la cosa ya no tiene otra manera de frenarse. Directamente quitando la voz de una manera drástica a todas esas mujeres o cosas peores, que quieren expresarse como si diéramos por sentado que eso es así y que ya han ganado. No han ganado. No pueden ganar. Es necesario ser contundentes, aprovechar los resquicios y las grietas, aprovechar las dudas y las divisiones y no cejar en el empeño.
Nos estamos jugando mucho, nos estamos jugando una manera de ser y un orden que ha de prevalecer. Un orden y una manera de ser y de sentir que es natural y que se quiere desvirtuar por la fuerza de la alegría. Si no actuamos... en fin.
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