Unos armarios que no se abren, menuda tontería para Rípodas. Porque, si hubiéramos convivido con Rípodas habitualmente, nos lo habríamos encontrado con la cabeza metida en el horno, a punto de rajarse la barriga con un cuchillo jamonero, jugueteando inconscientemente con cuchillas de afeitar, poniendo el morrete en la botella de lejía, mirando desde el balcón hacia el suelo de manera poco menos que sospechosa… Rípodas tenía estas cosas y que unos armarios no se abrieran y que él no supiera por qué, no tenía mayor importancia. Rípodas había sido una persona de orden hasta que un día, algo, una voz, una voz que se parece mucho a la voz de Mirta, la cantante de la estación del metro Diagonal, le fue guiando de una manera cuando menos controvertida. Rípodas, no lo podía negar, había sido militar de carrera. Con muy pocos años había conseguido ascender hasta donde le permitía el reglamento y se mostraba como un convencido seguidor de las normas y los principios castrenses. Disciplina, trabajo, valor, etc. Esto ocurrió hace mucho tiempo. Rípodas tenía treinta años cumplidos cuando un día, en un autobús militar que llevaba a una compañía o un destacamento o lo que sea al cuartel de Cerro Muriano, comenzó sin motivo aparente a escuchar esa voz de Mirta que le decía ‘deberías estar muerto’. ¿Se sobresaltó? No. No sabemos qué mecanismos rigen la mente humana. Los sabemos, o mejor dicho, los sabe alguna gente, pero no nosotros. Yo no. La mente humana es insondable. Rípodas no dudó ni un instante de que la voz que escuchaba en su cabeza tenía razón. Si Rípodas escuchaba una orden, algo, naturalmente debía seguir lo que se le encomendaba. Así las cosas, el autobús atravesaba apacible los contornos de Villastanza de Llorera. Rípodas se acercó al conductor y le dijo que parase inmediatamente en el pueblo más cercano, que debía solucionar un asunto. El autobús detuvo su camino en Villastanza. Rípodas se bajó del autobús y se dirigió… a algún lugar en el que poder quitarse la vida. Rípodas iba armado y podría haberse pegado un tiro en ese mismo instante, pero no lo consideró oportuno, ya que utilizar un arma del glorioso ejército para algo tan innoble le parecía… pues eso, innoble. Así que buscando y buscando dónde poder acabar con su existencia, finalmente encontró un lugar ideal. En la plaza del pueblo, en el centro de la plaza, un árbol, una higuera al parecer plantada allí desde tiempo de los moros, le hizo pensar en el suicidio de Judas y Rípodas se emocionó pensando en ese bello final. Rípodas sacó su cinturón y se disponía a colgarse de la higuera cuando reparó en un joven de unos veinte años, muy pocos años que acababa de bajarse de un autobús y que llevaba una mancha de carmín en la mejilla. El muchacho parecía embelesado. Gorteza y el beso de Estevita Darién. No había mucha gente en la plaza, no había nadie, porque el calor era abrasador. Solo los dos. Rípodas estaba a punto de ahorcarse con su cinturón y Gorteza venía de vivir un momento de felicidad inconmensurable. Y ahora esto. Gorteza cerró los ojos. No quería verlo. Vio algo con los ojos cerrados. Una mancha. Un algo en el cielo. Una Aurora. Rípodas vio a Gorteza y no pudo acabar con todo delante de él. Rípodas se juró que… volvió al autobús militar. Iba todavía con el cinturón en la mano. Le expulsaron del ejército porque sólo unos días después de todo aquello, la voz de Mirta le dijo que ‘todavía estás vivo y lo que es más triste, todavía no has matado a nadie’, y le encontraron en la cocina del cuartel con la cabeza metida en el horno. No había podido encender el gas porque algo o alguien había atrancado los mandos. Gorteza nunca se recuperó de aquello. Rípodas se juró que debía volver a Villastanza de Llorera. No sabía a qué, pero volvería.
Si es que el gas no es fiable ni para eso. Debió probar a electrocutarse. Pero claro, con la suerte que tiene, igual se iba la luz en ese momento.
ResponderEliminarFeliz tarde
Bisous