martes, 16 de junio de 2020

Schrieben

Una preciosa historia que nos cuenta Danuta Wolinska:
'Se celebraban unos campeonatos de atletismo, creo que eran unos europeos. En Schrieben me enviaron para saber cómo los atletas católicos vivían la competición, si tenían alguna competición especial, si había algún sentimiento comunidad. Me pareció un esperpento plantear un reportaje así, pero estaba en una época en la que todo me daba igual. Todo parecía llevarme de cabeza a confraternizar con la delegación polaca. Intenté establecer contacto con italianos, irlandeses, españoles, portugueses, pero no cuajó la historia. No me quedó más remedio que ir a la delegación polaca.
Allí se encontraba Casimiercz Witowlawski, entrenador (eso decía él) del equipo de lanzamiento de martillo. Un señor de unos 70 años, que fumaba sin parar, sentado en uno de los banquillos del estadio desde el que miraba cómo evolucionaban los atletas. Me senté con él y le pregunté cómo veía el campeonato, si era católico, qué diferencia había entre cómo era el deporte antes y ahora. Eso es lo que yo le pregunté. Esto es lo que él me contestó.
"Cada vez que venimos a Berlín me acuerdo de aquella vez que el gordo Boleslawjek se fue de la concentración 'a vivir la vida', como le gustaba decir. Se saltó todos los controles y le perdimos la pista durante tres días. Ni siquiera le vimos entrenar y pensamos que se había pasado al otro lado. El gordo Boleslawski no sabía nada de política y nos extrañaba que se le jugase por algo que a él no le preocupaba. De repente, a punto de comenzar su competición, le vemos aparecer con su equipación completa y dispuesto a competir. No nos quiso contar dónde había ido. Hizo un primer lanzamiento impresionante. Me fui hacia él y le miré a los ojos. Le pedí que me tirara el aliento. Olía a alcohol, cierto, pero quién no huele a alcohol antes de competir. Le pedí que me enseñara los dedos. Fue primero hasta que un bielorruso encontró la inspiración y le quitó el oro. Nos importó poco porque Boleslawski nunca había pasado del séptimo puesto y seguro que aquella iba a ser su última competición. El gordo Boleslawski ni se enteró. Renunció a tirar y se le veía amodorrado en un rincón. Anunciaron el resultado final. Plata y todos contentos. Al subir al podio miraba la bandera de Polonia como extrañado. Se bajó y le dije que cómo estaba, que parecía ido. Me contestó... 'Polonia, estamos en Polonia otra vez'. No, estamos en Berlín, en el campeonato, has quedado segundo. El primero ha sido Petchuk el camarada bielorruso. 'Si no estamos en Polonia, porqué está la bandera polaca ahí colgada'. Boleslawski regresó con el resto de la delegación en autobús. Pasó el viaje dormido. Cuando llegamos a Varsovia, estaba muerto. Su corazón dejó de funcionar."
Una historia fascinante, le dije al viejo Witowlaski.
"Unos años después volvimos a Berlín a unos campeonatos. Esta vez fue Maria Zulowska la que decidió escapar de la concentración. Maria sí que era alguien que podía encajar con el perfil de los que se iban. Era muy religiosa. No nos extrañó que se fuera. Pero volvió justo cuando empezaba la competición. Hizo un primer salto espantoso. En el segundo se salió y se puso en cabeza. De nuevo, una saltadora esta vez sueca, le quitó el primer puesto. Zulowska había sido subcampeona polaca y ya estaba también a punto de retirarse. No se enteró de nada. Dormitaba todo el rato. Ceremonia de entrega de medallas, y de nuevo mirada extrañada hacia la bandera nacional. Fui a ella y la miré a los ojos cuando bajó del podio. Maria, le dije, te vas a quedar aquí. No la subimos al autocar. Hablé con la embajada. Les expliqué la situación. Al cabo de dos días nos llamaron diciendo que Maria Zulowska estaba muerta."
Qué horrible, le dije al viejo Witowlaski.
"La siguiente vez que vinimos a Berlín, ya no había separación, me fui a dar una vuelta por la ciudad. Fui a un lugar que me sorprendió. Pequeña Wroclaw. Entré. Pedí algo de beber y algo de comer. Hablé con el camarero. Era de Wroclaw. Le hablé del gordo Boleslawski y de Maria Zulowska. Les recordaba. Qué tiempos."
Qué tiempos, le dije al viejo Witowlaski.

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