martes, 6 de junio de 2017

Indepencia


Ayer, por no decir siempre eso de 'el otro día', por cambiar, por no estar diciendo siempre lo mismo. Ayer, caminando por el único lugar que conozco, mi calle, casi llegando a la esquina con la calle Cultura, un carro de supermercado salió a mi encuentro y al de un coche que venía casi en paralelo y se tiró en el suelo volcando todo su contenido, que era heterogéneo y diverso. Como quiera que detrás del carro de supermercado nadie salió a reclamar ni su propiedad ni su contenido, me dispuse yo mismo a retirarlo del mismo centro de la calle y devolver a su interior parte del contenido que llevaba. Concretamente, una suerte de bomba de bicicleta o de inflar balones, pero deshilachada y no sé porqué ese deshilachamiento. Había una bolsa también con diversas ropas, pero obvié su contenido. Seguí mi camino recibiendo la indiferencia del conductor que consideró, creo, una obligación mi comportamiento cívico y personal. También de los transeúntes, que no consideraron darme conversación ni nada aunque dije... 'vaya, el carrito ha venido solo'. Ni una palabra. Unos pasos más allá, los propietarios del carrito proseguían su trabajo invisible. Va la cosa de puta madre.
Esta mañana, toda vez que he saludado a Javi Jareño, (las estadísticas hablan de un Jareño cada vez que camines por mi calle), me he tropezado con un calcetín solitario en el suelo. Un cartel de 'esto no es un contenedor de muebles', en la puerta del colegio Fray Luis. A la vuelta, ya no había un calcetín sino otra bolsa llena de ropa en la acera.
Ayer, también ayer, siempre ayer, volviendo del metro, un músico ambulante se subió en el vagón y comenzó a interpretar 'Qué tiempo tan feliz'. Unos turistas que yo supuse en primer lugar chinos, luego japoneses y ya con la mente libre y fluyendo, filipinos pero radicados en los Estados Unidos, sacaban fotos al intérprete. No solo los más maduros, también las chicas más jóvenes del grupo, a las que le llamaba la atención semejante espectáculo. Qué tiempo tan feliz, que nunca olvidaré. Hemos venido unas cuantas familias a pasar unos días y en esa ciudad maravillosa que está a la orillita del Mediterráneo se puede encontrar uno cualquier cosa. Gente cantando en el metro, la maravilla.
En mi calle, hace unos años, hubo una pintada justo delante de donde vivo, una pintada que rezaba: Indepencia. Hace años que ya no está. Pero estos días he descubierto que justo delante, alguien ha pintado Casablaca. Un homenaje sentido y particular a toda una herencia cultural.
La calle. Ese lugar al que te asomas de nuevo y que ves dónde empieza y donde acaba. Con cacas de diferentes colores en el suelo. Con calcetines. Con pintadas escritas de aquella manera, a prisa y corriendo. Un mundo que está esperando que alguien lo tome de la mano y lo acompañe a la puerta, al otro lado del puente, vete y no vuelvas más.
Un mundo de carritos de supermercado llenos de cosas, hasta arriba, que aprovechan la hora de los cierres, de menos trasiego callejero o de más trasiego o no aprovechan nada.
No sé ni lo que digo. Algo hay que decir.
Una calle en la que la gente escribe comiéndose las letras. Una calle llena de bloques de enfrente.
Gente sacando fotos a personas intentando ganarse la vida mientras mezclan Qué tiempo tan feliz y Kalinka. Personas esperando a que acabes de buscar bien el euro o lo que tengas, que no tienen prisa. Personas que saben que alguien recogerá el carrito de supermercado de mitad de la calle.
No pasa nada.
No está pasando nada absolutamente nada. Ni por la indepencia ni por Casablaca.
Va la cosa de puta madre.

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