Sigo con la idea de que ahora quiero ser Pedro Vallín y contar las cosas así como tal, pero ya veréis que no. Pablo Iglesias plega. Lo que hace unas cuantas semanas nos parecía una maniobra heroica, valiente, de una visión política salvaje, capaz de inmolarse para hacer frente a la extrema derecha rampante que todo el mundo ve y que nadie sabe cómo controlar, se ha convertido en su testamento político. Los resultados en Madrid, no los propios de Unidas Podemos, que ha subido tres diputados, sino la sensación de derrota colectiva y de que su figura ha sufrido un desgaste total, con ataques bárbaros, insultos, más ataques, intimidación incluso en la puerta misma del colegio electoral hacia su mujer y ministra (a una ministra de cualquier país de Europa te le puedes acercar y llamarla de todo y no pasa nada, siempre que seas de la extrema derecha, siempre que seas anticomunista, puedes hacer de todo, esto también es un principio de libertad que ha sido garantizado ayer), esa sensación que él mismo retrata como de chivo expiatorio.
La verdad es que ha sido tan anunciado el final de Pablo Iglesias desde que en 2014 irrumpió en aquellas elecciones europeas que, ahora que llega, nos coge como despistados. Siempre hemos pensado que en realidad uno no es nadie, o eso que se pone la gente en el perfil de uno entre muchos, pero el poder de convocatoria para lo malo, pero sobre todo para lo bueno de Pablo Iglesias, ha sido bestial para la izquierda de este país. Frente a los de 'resistir es vencer', Pablo Iglesias (junto con Iñigo Errejón y el resto del equipo original de Podemos), trazó un discurso diferente. Lo importante era ganar. Del pasado había que hacer añicos. Y muchos de los que hoy ponemos la foto con el puñito y la frase grandilocuente, hubiéramos dado una pierna por ver desfilar su cadáver político en 2015. Pero no fue así. Ofreciendo una izquierda que se negaba a ser calificada como tal, confusa, difusa, donde cabía mucha gente, tanta gente que acabó sobrando gente y ahí es donde empezó el mal.
Con Pablo Iglesias se va lo que efectivamente fue la nueva política, aunque quizás la nueva política se fue diluyendo cuando se vio en la necesidad de arrimarse a los aparatos, los cuadros, las organizaciones territoriales, los órganos, las ejecutivas, los secretarios generales, los secretarios de organización, las juventudes, los partidos, y entró en una fase de cambio de discurso mucho más digno y reconocible, de izquierdas, y se empezó a ir todo al carajo. Un carajo digno y firme y de puñito y de alternativa y de no pasarán, pero a la mierda.
Ahora, el súper héroe que parecía que lo ganaba todo, que lo resistía todo, que contaba con la fuerza, que manejaba la retórica y le daba la vuelta a las cosas, se ha cansado, le han jodido, y lo deja. El personaje que podía decidir que ahora tocaba luchar allí o aquí, que señala ya quien ha de ser y cómo, abandona. El líder carismático (yo he visto a gente llevando cuadros con su cara a los mítines) que consiguió reenganchar por la izquierda a tanta gente, lo deja. ¿Nos gusta o nos disgusta? ¿Sin el líder carismático dónde iremos? ¿Será Yolanda Díaz lo mismo? ¿Tiene que ser lo mismo?
Lo único claro es que perdemos. De una manera o de otra. Y no tenemos Baby Yoda que nos asista.
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