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martes, 22 de diciembre de 2015

Destrucción del Universo #3

He estado ocupado durante un tiempo, pero en el día de ayer recuperé la misión por la que recuperé la ilusión de vivir, recuperando una idea que muchos han tenido y que en su recuperación misma implica un recononocimiento de su imposibilidad. Muchos han sido los que han querido destruir el universo y pocos los que lo han conseguido. Tan pocos que, siendo realistas, estamos aquí todavía. Así que podría decir que, sin miedo a equivocarme, nadie ha destruído el Universo todavía. Eso es así. Recuperado como he hallo de un periodo de cierta inactividad en lo que a este asunto se refiere, ayer mismo, como digo, recuperé el tono. Mi plan para destruir de una manera total y absoluta el Universo se quedó ahí ahí, medio medio, casi en un limbo. El Universo, si es que personificamos al Universo como si fuera uno de nosotros mismos, no se queda en nada, porque el Universo no tiene conciencia. Es un todo. Es un intangible, un algo, no lo abarcas. Yo me entiendo y espero que los demás pongamos un poco de nuestra parte también para llegar donde quiero llegar. Digo que, tras un par de intentos, de asaltos, de golpes, notaba yo que el Universo se tambaleaba. Si todo el tiempo que ha pasado el Universo ha parecido no notar el golpe, quizás no tengan la misma sensibilidad que tengo yo, pero a mí me parece que el Universo no es el mismo. Que ha ido mal. Lo que pasa es que no he estado por este tema y no he podido al menos ir haciendo algo. Así que ayer me puse en serio y no sé si se me fue la mano algo.
En la calle del tal, esquina del cual, y tras un pequeño problema con la entrada del establecimiento, ya que en ocasiones uno no sabe en según qué lugares cómo se entra, cuál es la puerta, si estás dentro o estás saliendo, etc., pude entrar a una herboristería y lugar donde se expeden productos de origen naturalmente natural y solo hasta que no sentí una campanita que hizo tin tín en el momento en el que ya se me consideró dentro del establecimiento, como digo, no me sentí realmente en situación de actuar. El chico que regentaba el lugar era un mozo de unos 45 años, aún joven y gallardo, sin duda debido haberse aplicado en su propio ser muchos o algunos al menos de los tratamientos, pociones y lociones que allí se ofrecían. Horacio, así se llamaba el muchacho, atendía a sus clientes con agradosidad extrema, sin levantar la voz, acompañado por unas músicas relajantes y melosas que hacían que su público, muy heterogéneo dentro de lo que cabe, se sintiera ya en la misma tienda, como si el mismo nirvana ofreciese una muestra de su brillo mientras se vendían pastillas de Soria Natural.
Dentro ya de la tienda, y cuando el último cliente tuvo metida en una preciosa bolsa de cartoné unos botecitos con flores de bach, me dirigí al mostrador. Horacio me preguntó que qué cosa deseaba y yo simplemente alargué mi mano para tocar el foulard con el que protegía su cuello de se supone algún tipo de dolencia o simplemente por estética, aprecié el tacto de la tela, sedosa, suave, también relajante, y mientras unas tamburas intentaban hacerme creer que mis pies se mojaban en el Ganges, empecé a llorar, lentamente. Primero con un sollozo sentido, y luego con un puchero que ahogaba la música y nublaba el espacio y nuestra comunión con la entidad suprema que todo lo rige, sea esta cual sea. Mi llanto era profundo. Hondo.
Durante todo este tiempo he tenido tiempo de aprender a llorar, de una manera oscura, negrísima, un lloro que prácticamente golpea a quien lo recibe. El llanto que se envía. Un concepto nuevo. Horacio, aturdido, no sabía que hacer. Una mujer, de pelo coloreado y edad indefinible, olía un tarro de especias y un tarro de crema de... dejó el tarro en un rincón y miró hacia donde estabamos Horacio y yo para abrir la puerta e irse. Horacio me miraba, pero no le salían las palabras de la boca. Yo lloraba y lloraba. Sentí que el Universo en ese instante, padecía.
Sufría y sufría mucho. El Universo, creo, no esperaba que volviera a atacarle de esa manera. Pero ahí estoy.

jueves, 23 de octubre de 2014

Destrucción del Universo #2

Dejé pasar unos días hasta ver cómo iba todo poniéndose en órbita, pero me percaté de que el asunto no tomaba el impulso que yo deseaba y llevé a cabo una nueva acción que, esta vez sí, acelerase el proceso de destrucción total y absoluta del Universo. Aquel día salí del trabajo a mediodía con la excusa de que me daba a mí la gana salir del trabajo a mediodía y que me viniera el que quisiera a discutir lo que pudiere porque ya estaba bien de ir haciendo como que me importaba si, total, al mundo, al planeta, al Universo y a la madre que los parió a todos le quedaban dos días. Mal contados, dos días.
Con estos pensamientos llegué a la Pescadería de la Francisca, en la que ya hacía años que la Francisca no despachaba y estaba únicamente sentada detrás del mostrador, con su mandil blanco, su camisa blanca, su gorrito blanco, pero con una mano puesta sobre otra, anciana y dulce, escuchando a las señoras y caballeros que acudían allí con el ánimo no sólo de comprar unos lucios, unas sardinetas o unos gallos para hacérselos un poquito así a la plancha a mi nieta la pequeña que viene hoy a comer porque su madre me la deja todos los días a la hora de comer porque ella tiene que irse a trabajar y no le da tiempo, a la pobre. En lugar de despachar la Francisca, era su hijo, el Francisco, el mozo que se encargaba de servir los pedidos, preparar los boquerones, y realizar, en definitiva, la tarea gorda del puesto de pescado.
Pocas, por no decir ninguna, habían sido la veces que servidor de ustedes había acudido a la pescadería, por un motivo principal. A mí el pescado no me gusta. En ninguna de sus variedades, preparaciones, motivos, causas, lo que se presentara como argumento. Que no. Y por eso nunca, que yo recuerde, había ido allí por iniciativa personal. Sí que recordaba de niño haber acompañado a mi madre en interminables mañanas de mercado y compras y por eso tenía algo de cariño por el establecimiento. Empezaba el segundo paso y qué mejor sitio que este entrañable receptáculo de historias y pequeñas anécdotas de barrio, para seguir consumando el plan.
Me planté en el puesto y sin pedir tanda ni nada, le dije a Francisco que me despachara, que tenía algo de prisa, y que quería que me preparar unos libritos para llevar y me picara medio quilo de carne para hacer un steak tartar. Agradecí que hiciera su trabajo lo más deprisa posible para poder continuar con mis quehaceres y seguí de pie mirando fijamente a Francisco. Francisca, su madre, me miró y pareció reconocerme. Me dijo 'ay niño, pero es que no has visto que aquí sólo vendemos pescado, anda que vaya despiste...'. Las señoras que allí estaban, incluso el señor Venancio, un vecino del segundo, mantuvieron el tono de la señora Francisca, amable y suave, para decirme que 'ay, el joven que se ha despistado, que aquí pescado nada más, que la carnicería está en...'.
Lo justo para que comenzara de nuevo a llorar como un bendito. Un llanto profundo y lento. Un llanto que me hizo desplomar en el suelo y provocó que los clientes, ancianos en su mayoría, me llevaran en andas hasta una silla. Allí seguí llorando desconsoladamente, llorando largamente, llorando como no se ha llorado hasta ahora en ninguna parte. Llorando mucho, llorando y llorando hasta que dieron las dos de la tarde y la pescadería tuvo que cerrar. Los ancianos, los clientes en general, alguna madre del colegio, me veían e intentaban consolarme, preguntándome qué me pasaba y yo no decía nada. Sólo lloraba y lloraba. Tan sólo una vez miré a Francisco y éste me miraba de manera desconfiada. Cuando le miré, todos le miraron a él. Vieron su gesto y la antipatía hacia el hijo de la Francisca ya estaba conseguida. A las dos, me levanté y dando tumbos me fui a mi casa, no sin asegurarme, mirando al cielo, de que una nube que una hora antes no estaba presente y que tenía una evidente forma de melocotón, había venido a posarse sobre nuestra ciudad. Sobre nuestro mundo entero. Dos días más tarde el bueno de Francisco apareció apuñalado en un bar de los alrededores y la culpable fue una anciana de las que me habían ayudado en el trance.
Todo marchaba.

martes, 7 de octubre de 2014

Destrucción del Universo #1

Algunos de ustedes ya lo saben, estoy viviendo unos tiempos de extrema agitación personal. He valorado, he pensado, he reflexionado mucho sobre el tema y esta mañana, tras una agitada noche venga a dar vueltas y venga a dar vueltas, he decidido que el Universo ha de ser destruido. O yo o nadie. Si no es como yo quiero, me lo zumbo. Es así como lo estoy diciendo yo. No quiero volver demasiado sobre el tema de las causas y los motivos, la decisión está tomada y he emprendido el proceso de finalizar la obra que el padre Creador comenzó en su momento.
Así, con las cosas claras y el ánimo dispuesto al menos para terminar de una vez con todo, he desayunado de forma ligera y me he despedido de mi pareja que, descreída, me ha citado para la hora de comer desde su puesto de trabajo. Los niños se los queda mi suegra, por lo que tengo tiempo para hacer lo que tengo que hacer. Me he lavado los dientes, he peinado algo mi melena leonina y he dirigido mis pasos hacia la mercería Isi.
He decidido que sea este y no otro el establecimiento por el que empezar la demolición, dado que si tengo que comenzar por alguna parte, qué mejor que hacerlo desde un lugar en el que me encuentre cómodo, en paz, tranquilo, para poder hacer lo que tengo que hacer. He abierto la puerta y ha sonado la campanita. Ha salido la hija de la señora Isi, que ya ha visto pasar los cincuenta y será siempre la hija de la Isi, persona sin nombre que quizás también ha estimado en alguna ocasión la posibilidad de destruir el Universo y puede que haya sido demasiado para ella, mas no para mí. Yo voy a hacerlo y todo ha comenzado de la siguiente manera. Mañana tengo pensada la segunda parte, ya se lo digo al final, lean ahora esto. No tengan prisa.
- Hola, buen día ¿qué quería?
- Hola, buen día. Pues he venido a por una bobina de hilo que sea de este color. Mi mujer me ha dicho que le enseñe este trocito de tela a ver si encaja.
- Si claro, enséñeme el pedazo de tela a ver y seguro que lo encontramos.
- Aquí está. - Y he sacado del pantalón un trozo de tela granate, lo tengo todo estudiado.
- Bien, será fácil porque con este color vienen bien toda una gama...
- Bueno, espero que sea un color que no chille demasiado luego con...
- No se preocupe, mire a ver si estos...
- Mmmm, no sé. Igual, igual, no veo que haya ninguno. No sé. A ver si con otro tono un poco más fuerte.
- No sé, yo veo que este sí que le puede venir bien.
- Yo veo que no, perdone, mire a ver si otro más fuerte...
- Éste a ver.
- Éste. Éste puede estar bien. Creo que es éste. Bueno, pues no ha sido tan difícil.
- Pues no, no ha sido difícil. Es que son colores que son fáciles de igualar, si hubiera sido otro más chillón, no sé, como un...
- Ya. Bueno, pues muy bien.
- Eso es. ¿Quería alguna cosa más?
Y aquí ha sido cuando he puesto en marcha el plan. Aquí ha sido cuando se ha comenzado a desencadenar el desastre. Este es el momento en el que el Universo canta su canto del cisne. Canta su canto. ¿Ven cómo no merece la pena seguir?
- Pues sí.
Y me he quedado callado mirando un pijama. Un pijama verde. Un pijama verde con un dibujo de un oso que tenía cara de oso joven. Un osito. Un pijama de pantalón verde y suéter verde y dibujo de oso. Me lo he quedado mirando. Me han dado unas ganas terribles de llorar. Unas ganas tremendas de llorar. He llorado. He llorado desconsoladamente mirando el pijama. La hija de la señora Isi, tal y como preveía, se ha unido a mí. Todo encaja. Los dos hemos estado llorando largo rato. La hija de la señora Isi ha cerrado la puerta con pestillo. Ha sonado la campanita cuando ha cerrado la puerta. Hemos estado encerrados llorando un buen rato. La señora Isi quería entrar en la tienda y no podía. Media hora llorando. He acabado de llorar y le he dicho a la hija de la señora Isi que me abriera que me tenía que ir y me he ido.
Ustedes no sé si han notado algo, pero yo estoy empezando a notar cosas. He dejado a la señora Isi gritándole a su hija. Todo empieza a ir como tiene que ir. Adiós. Mañana veré qué.