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viernes, 5 de enero de 2018

Oliendo colonia con la Marquesa de Brünn

Soy una persona de gustos morigerados. Ni siquiera me voy a molestar en buscar lo que significa esta palabra. Morigerado. Me lo dice mucha gente de mi entorno. Tengo gustos morigerados. No me interesa saber nada. Yo sé lo que me gusta y lo que no me gusta. La experiencia me ha dicho que hay un gran número de cosas que me gustan y otras que no me gustan. De hecho no me gustan muchas cosas que no he experimentado. Y me da igual. Me gusta llevar colonia, me gusta oler a colonia, pero un rato. Si huelo la colonia de otro, me molesta. Una mujer que huela a colonia, me gusta. Me gustaba el perfume de vainilla, pero dejó de gustarme el perfume de vainilla. Tengo mucha colonias en casa. No sé distinguir entre un perfume, una colonia, un eau... tengo libros en casa en los que puedo hacer la consulta, pero no me molesto en mirarlos. No me gusta regalar colonia, perfume, porque nunca sé cómo acertar. Todo esto lo estuve pensando como temas de conversación cuando la Marquesa de Brünn me propuso un día que me la tropecé en la escalera que la acompañara a comprar un perfume. Un perfume para ella. Estuve entrenando diferentes conversaciones, entradas, salidas, diálogos, frases, anécdotas, percepciones, miradas en el espejo, cómo estrechar una mano, como estrellar una mano, cómo hacer mil y una combinaciones de colores cuando dibujo en un papel. Me ponía muy nervioso cuando tenía una cita con la Marquesa de Brünn. La presión, el silencio, que no hubiera silencio. Salimos a la calle y avanzamos hacia una perfumería del Boulevard Flickstemberg, una perfumería que regentaba desde tiempos de la primera invasión Napoleónica la familia de un francés de apellido Rochefleur, a todas luces falso, y que hasta día de hoy sigue siendo un referente en el mundo de la perfumería de la ciudad. Al menos eso me contaba la Marquesa de Brünn mientras caminábamos hacia allí. Nunca se me ocurrió proponerle a la Marquesa de Brünn hacer el trayecto a lomos de algún tipo de transporte. Caminar es bueno, le oí decir un día. Y caminar es sano, también. Mil cosas más. El señor Rochefleur atendía a la Marquesa de Brünn con una deferencia que resultaba impostada comparada con la que utilizaba con el resto de la concurrencia. La Marquesa de Brünn siempre quería dejarse impresionar. Yo había malgastado todos los recursos dialoguísticos que tenía a mi alcance y permanecía callado. Uno de los dependientes, posiblemente el hijo mayor del señor Rochefleur y Rochefleur él también al fin y al cabo, me preguntó de manera distraída si yo deseaba algo. Inmediatamente mi mirada se fue hacia la Marquesa de Brünn, pero no fue por lo que la literatura romántica suele anunciar, fue más bien por ver si estaba pendiente de mi posible traspiés a la hora de pedir un perfume o una colonia, o simplemente por hacer frente a la pregunta con una cara de ignorancia completa. No lo sé. El caso es que mientras la miraba veía como iba oliendo toda una suerte de frascos de distintos tamaños, colores, figuras, evocaciones, grabados, tapones que se enroscan, tapones que salen a presión, corchos... no recuerdo cómo se llama el adminículo que rocía... rociador, debe ser. Rocío de colonia, perfume de colonia, agua de colonia, la Marquesa de Brünn parecía distinguir todos y cada uno de los matices de los diversos tipos de colonia, perfume, líquidos perfumados, lo que fuera y yo la miraba y miraba al joven o no tan joven dependiente y se me fue la mirada a una loción de afeitado que recordaba haber visto toda mi vida en diversos lugares y que me evocaba una sensación de masculinidad y de poder, un olor fuerte, bronco, del que queda marcado a fuego en las sienes de quienes lo llevan, lo sufren, lo padecen. Quise interesarme por aquella loción, pese a que no suelo afeitarme y considero que la barba es un símbolo de una persona que pudiendo refinar su civilización opta por cierto asilvestramiento que le emparenta aún con sus iguales animales. Nada muy desarrollado, pero es lo que es. La Marquesa de Brünn, que estaba en un estado cercano al éxtasis mientras era rociada por mil y un frasquitos y rociadores que la rociaban de perfume y me volvían loco, pareció darse cuenta de mi petición y sin que yo apenas me diera cuenta resolvió con rapidez qué producto quería y cómo quería el envoltorio y salimos juntos de aquella perfumería y del Boulevard y llegamos a casa y se despidió de mí en el rellano y no la he vuelto a ver. Y eso es lo que te quería contar...

jueves, 4 de enero de 2018

Yendo a por pan con la Marquesa de Brünn


La mayoría de la gente tiene unos gustos y unas aficiones muy constreñidos al medio en el que se mueve. Si son gente de ciudad, lo más normal es que sean aficiones ligadas a la vida urbana. Si son de campo, muy posiblemente tengan otro tipo de aficiones. No soy antropólogo. Hay gente para todo y todos somos un poco así. Hay sin embargo momentos en los que nos vemos empujados a hacer cosas que no son parte de nuestro modo de vida y hacemos cosas que son parte de la vida de otros. Subía yo a mi piso tras una durísima jornada laboral cuando me tropecé de nuevo con mi vecina la Marquesa de Brünn, vestida con un ceñido pantalón y un suetercillo de cuello alto negros ambos. La Marquesa de Brünn tiene más o menos mi misma edad, estamos más cerca del final que del principio, etc. Su figura estilizada y un porte heredado de la nobleza que recoloca las estructuras óseas de lo seres humanos pertenecientes a nuestro estamento social de una manera diferente, me hacía sentirme cada vez más atraído por ella. No buscaba su compañía, pero reconozco que de una manera u otra, casi todos los días acababa tropezándome con ella. Y así, ese día, no tuve por menos que preguntar a dónde se dirigía después de saludarla protocolariamente, desinteresadamente, distraídamente. Iba a comprar el pan. Conozco una panadería, me comentó, que elabora uno de los panes más magníficos de toda la ciudad. Normalmente consumo el pan que venden aquí abajo, incluso alguna vez he ido a la propia panadería de los Roseblau para comprar algo. La verdad es que me gusta poco el pan, no soy especialmente quisquilloso con el tema y, pese a que sé que se presentan infinidad de clases de pan, acabo recurriendo siempre a lo más simple. Me apetecía saber qué podía tener la panadería a la que acudía la Marquesa de Brünn y así la acompañé. Me dijo que iba a la panadería de la señora Di Filippo, una panadería situada en un callejón escondido dentro del barrio italiano, que presentaba un surtido de panes que merecía una visita aunque fuera simplemente para mirar. Así que fuimos paseando hasta el barrio italiano, un barrio que frecuento poco porque no soy italiano y porque no conozco a nadie que resida allí. Además, coge lejísimos. El paseo fue muy agradable. La Marquesa de Brünn me comentó que aquella noche había dormido mal, que se sentía desconsolada, con desconsuelo en el estómago (esto me lo dijo mirándome a los ojos como aclaración), y que solo tenía un propósito para cumplir en todo el día que no era otro que el de comprar pan. Y hablando y comentando y esquivando deliberadamente volver a cruzar nuestras miradas porque quizás descubriría mi fascinación cierta, llegamos a la panadería de la señora Di Filippo. La panadería en sí no tenía nada especial, un pequeño recinto con las tradicionales cestas separando los distintos tipos de panes y la señora Di Filippo apenas hablaba cuatro palabras de nuestro idioma. La Marquesa de Brünn, sin embargo, entró en la panadería y multiplicó por cinco sus dotes que la situaban muy por encima de la media de los humanos, como he comentado ya anteriormente y espero no resultar cansino con el tema. Parecía volar por entre las cestas, parecía levitar entre los panes, los bollos, los roscos, los bastones, la repostería fabricada a mano por la propia señora Di Filippo, los panecillos rellenos de crema, las trenzas, las variedades típicas italianas y las propias de aquí. Su cara, de natural serena y plácida, experimentó una sublimación de sus rasgos que parecía elevarla a la categoría de musa. Quizás me estaba enamorando de aquella mujer. Entabló en italiano una conversación con la panadera y le preguntó sobre las nuevas variedades, nuevos productos, cosas exóticas que habían llegado a su surtido... la señora Di Filippo le dijo que no había nada de especial, que todo era como siempre, que no entendía... pero la Marquesa de Brünn parecía haber entrado en trance. Un trance en el que yo creí ver que incluso le aparecía un aura. Un trance en el que su pantalón y suetercillo negro parecía ser un fluido oscuro que coronábase con una cabeza rubia y sus manos y sus piernas y toda ella parecía como un pájaro, como una energía... y al cabo de unos minutos de andar revoloteando y trascendiendo le dijo a la panadera que muchas gracias pero que no iba a comprar nada. La señora Di Filippo masculló algo que creí entender como un 'come sempre'. Me supo mal y escogí una barra normal y me la llevé. Al salir y volver a casa la Marquesa de Brünn me miró displicentemente para decir 'el pan engorda'. Volvimos a casa. No recuerdo si la invité a subir o fue ella la que me invitó a mí a comer. Sé que ni subió ella ni me quedé yo.

miércoles, 3 de enero de 2018

Mirando ropa con la Marquesa de Brünn

Nuestro destino es inescrutable, vagamos por la vida transitando un camino que creemos conocer y nos lleva hacia un puerto que siempre es diferente, fascinante, aburrido, excitante, nulo, vacío y donde te encuentras sin un chaquetón bueno que ponerte y sientes que debes salir y comprarte uno. Uno bueno. Uno que sea bueno de verdad. No una medianez que pare el golpe, uno de vestir, uno con clase. Uno con tu clase. Y salí de casa dispuesto a cumplir un propósito por una vez en la vida y casi en el rellano, me encontré con la Marquesa de Brünn que venía de alguna parte, visiblemente tranquila y serena y pese a todo y no haber necesidad aparente me atreví a invitarla a que me acompañara a dar un paseo y a mirar algo de ropa. Me miró intentando adivinar una segunda intención en mi petición, algo más que evidente a ojos de cualquiera y accedió con cierto mohín de fastidio. No tenía nada mejor que hacer, comentó entre dientes. Así las cosas antes de salir del rellano, me propuse no salir hacia la derecha. Acostumbro desde siempre a comenzar cualquier paseo o aventura caminando hacia la derecha, dando mi primer paso hasta la derecha, y en este día quise pasear hacia la izquierda. El resultado podría ser el mismo porque a un lugar se puede llegar de muchas maneras, aunque nuestro destino sea inescrutable y todo eso, pero cierto sentido del riesgo, de vez en cuando y si quieres impresionar a alguien, no viene mal. No caminar por el camino seguro da cierta sensación de algo que ahora no tengo palabras para explicar qué es. No todo tiene que ser explicado y entendido, así que hice lo que hice y ahí está el fruto. La Marquesa de Brünn me comentó que a ella le ocurría algo parecido respecto a muchas cosas y mientras caminábamos hacia una cierta zona comercial, divagó durante unos minutos sobre cosas que le habían ocurrido durante su paseo previo y que tenían que ver con una gestión comercial que había resuelto con bien. La Marquesa de Brünn sin embargo no cesó de hablar cuando acabó de relatar aquello sino que se lanzó a reflexionar sobre distintos asuntos referentes a la contratación legal de servicio, normativa de personal, normas y cuadrantes, regímenes salariales y otras consideraciones sobre asuntos de la vida y los misterios de ser un contratante que la verdad me resultaron interesantes en la medida que era ella quien me los relataba. Con su agradable tono de señora confiada y segura me sentí capaz de todo. Incluso de comprarme un abrigo. Uno bueno. Y llegamos a una tienda de mucha confianza, de absoluta confianza, nada menos que a Confecciones y Modelos Nachtigall, regentada por la familia Bückersfeld, una estupenda y recoleta y desconocidísima por parte de la masa casa de ropajes de increíble gusto que ha vestido a mi familia desde tiempo inmemorial. Muy buenas tardes, muy buenas tardes, el caballero querría ayuda o alguna prenda en particular, no, gracias simplemente me gustaría pasear, y la señora querría alguna cosa, no, gracias, simplemente le acompaño. Y nos pasamos al menos dos horas comprobando el tejido de cada suéter, la elasticidad de cada calcetín, la solidez de cada camisa, la dureza del cuello, el ojal y el botón, la sisa, la calidad de la costura, oliendo todos y cada uno de los rollos de tela de paño que allí habían, y la Marquesa de Brünn me iba contando una pequeña y deliciosa historia sobre cada prenda, anécdotas relativas a su familia, al posible origen etimológico de la palabra camisa, calidades varias del edredón, estrecheces de pantalón, calzados de ahora y de siempre, problemas de ajuar... el tiempo. El tiempo que pasa y que parece deslizarse como crema de caramelo sobre el cuerpo de la persona amada y que uno piensa que es eterno hasta que la crema de caramelo se acaba y vuelve uno a la conciencia de porqué ha estado tirando crema de caramelo sobre la persona amada. Y se encuentra uno ante la decisión y el momento de enfrentarse al muestrario de abrigos y entonces nota la mano delicada y segura a la vez de la Marquesa de Brünn posarse sobre los hombros de uno y su voz serena decir claramente 'que no tenga capucha, por dios', y tras unas pruebas innecesarias tus ojos se han posado sobre un chaquetón gris que a la Marquesa de Brünn le evoca algo centroeuropeo muy acorde con nuestra posición en el mundo y ya no hay nada más que discutir y un cuarto de hora acariciando el tejido es suficiente y pago y el señor Bückersfeld me envuelve el abrigo y me dice si quiero que me lo lleven a casa y prefiero que sea así por no llevar arrastrando el paquete por las calles y no sé si empecé el relato en un tiempo verbal y lo acabo en otro y todo me da vueltas porque creo que he alcanzado el éxtasis más absoluto que un ser humano puede alcanzar y volvemos a nuestro edificio y la Marquesa de Brünn tras vacilar durante largos minutos en los que no ha dicho nada, me pregunta si quiero pasar a su casa a tomar una taza de té y dejo pasar unos segundos antes de decir que sí y que no a la vez.

martes, 2 de enero de 2018

Comprando patatas con la Marquesa de Brünn

Pues si te pareció fuerte lo que me has contado, prepárate. El otro día estaba en casa y por distraerme quise salir a dar un paseo por la ciudad. Como sé que eso de distraerme es perder el tiempo, me busqué una excusa, miré la despensa y me fijé en que no tenía patatas. Así que con el objetivo cubierto, empecé a deambular. Bajando las escaleras del piso, a la altura del primero, la Marquesa de Brünn salía de su domicilio. Como siempre, iba elegantísima y le pregunté amablemente, tras saludarla, que a dónde iba. Me dijo que salía sin rumbo fijo, por que le diera un poco el aire. Había pasado unos días de mucho ajetreo con la familia y después de haber descansado un poco, le apetecía dar un paseo por la calle. Le pregunté si tendría inconveniente en acompañarme y aceptó muy complacida. No le expliqué el propósito de mi paseo hasta que ya estábamos caminando a unos metros del edificio. Me miró un tanto extrañada, como mira la Marquesa de Brünn cada vez que le propongo algún plan, pero siguió caminando. Tres calles más allá de nuestra residencia, se encontraba un pequeño colmado, regido por el viejo Orión Frischermann, que había estado cerrado por la muerte súbita de la esposa de este, la buena señora Karletta y ahora volvía a abrir. Junto al viejo Frischermann se había incorporado al negocio el hijo mayor, Oberon Frischermann. El colmado de los Frischermann era uno de mis destinos preferidos a la hora de deambular y recabar en algún lugar sin proponérmelo. De esos lugares a los que uno llega como cuando a la orilla de la playa llegan los plásticos y las medusas, o el sedimento de los ríos en los meandros. A veces no se saca nada de esos lugares, de la playa no se saca nada, pero de los sedimentos de los ríos se extrae lo que yo considero que es el germen de la civilización y del paso del hombre recolector al hombre... todo esto se lo iba contando a la Marquesa de Brünn y ella me miraba con esos ojos enormes que no expresaban ni aprobación ni desaprobación, ni agrado ni desagrado, nada. La Marquesa de Brünn de vez en cuando asentía y se paraba a mirar algún escaparate o a comprobar si su abrigo estaba suficientemente entallado. Poco a poco nos acercamos al colmado y entramos justo en el momento en el que más gente había de todo el día. Mediodía, lleno de personas del barrio que van a comprar algo para comer. En el colmado de los Frischermann encontraba uno de todo, patatas, botes de confitura, chocolates del mundo, fruta fresca, vinos de Alemania, licores portugueses, libros de texto de Argentina, diademas imperiales balinesas, cartones de tabaco andorrano, joyas catalanas, perros disecados de todas razas, fotografías firmadas por todos los hijos de puta del mundo, navajas mexicanas, cintas de vídeo de películas pornográficas rusas, abrigos de piel de conejo, discos en yiddish, carne de toro, carne de vaca, carne de ternera y carne de buey. La Marquesa de Brünn entró conmigo y se dirigió directamente a las patatas. Las había de muchas clases que ahora no sabría enumerar. Según el tipo de patata que compres podrás hacer unas cosas u otras, me dijo a mi espalda el viejo Frischermann mientras el joven Frischermann aconsejaba a unos obreros de la constricción sobre distintos tipos de correa llegados desde la lejana Uruguay. No tenía pensado qué hacer con aquellas patatas así que compré las que siempre compro, las patatas de piel fina, para freír. Nunca tengo claro si son esas o las otras. Las más oscuras. La Marquesa de Brünn toqueteó todas las patatas, pero no se pronunció por ninguna. Ya que estoy aquí, dijo, quizás me lleve un litro de vino alemán. El viejo Frischermann se lo despachó rápidamente, y yo pedí cuatro o cinco patatas de las más grandes. No consentí en hacer cuentas separadas e invité a la Marquesa de Brünn. Volvimos para casa cuchicheando sobre diversas personas conocidas que nos íbamos encontrando y así llegamos hasta nuestro edificio. Subimos juntos las escaleras y al llegar a su piso, le entregué su litro de vino y nos despedimos con dos besos de esos en las mejillas que no son besos pero sí mejillas. Como siempre me ocurre, ya una vez dentro de casa, me supo mal no invitar a subir a la Marquesa de Brünn e invitarla a comer. Igual las patatas le saben a poco, pensé. Pienso.