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miércoles, 21 de febrero de 2024
Caminando con Jesús
Estaba caminando con Jesús y me estaba contando algo a lo que no le estaba prestando mucha atención cuando de repente vi a una chica que llevaba las mismas bambas que le regalé a mi hermano por su cumpleaños. No son unas bambas especialmente raras de encontrar, al menos el modelo, pero sí la combinación de colores, que no había visto a nadie y me llamó la atención. Interrumpí entonces a Jesús y le comenté el detalle, que además me dio paso a introducir un nuevo tema de conversación y es el de la gente que quiere parecerse a gente. Al hilo de esas bambas me surgió el tema de esas otras bambas y no lo voy a ocultar, todas las bambas son Adidas, en esta ocasión hablo de las Adidas Samba blancas que se han puesto de moda de tal manera que incluso salen en un anuncio de una tienda de zapatillas como el arquetipo de las bambas que tienes que llevar. Tienes que ser como todo el mundo tiene que ser. Y si no eres como todo el mundo, puedes ser como otra gente que no es como todo el mundo y que en sus peculiaridades, también se parecen. Se parecen los que se ponen gorra y se dejan barba. Los que se dejan la barba muy larga. Los que deciden ponerse la capucha por encima para parecer indigentes pero no lo son. Se parecen los skaters que parecen malvivir con pantalones anchos y bambas carísimas pero siempre ajadas. Se parecen quienes se dejan el pelo crecer hacia delante para maquillar, incluso en la preadolescencia, más que probables calvas. Nos parecemos los que escogemos gafas de montura transparente porque hemos visto que ya no se llevan las gafas cantosas sino las transparentes. Y acabas pareciéndote a todo el mundo. Y te conforta ver cómo no estás alejado de algún tipo de modelo que puede ser una referencia y estás bien. Tus bambas que son aceptables, tus pantalones, tu modelo de suéter que puede ser antiguo pero que se referencia en algo, algo que te parece cómodo, más cómodo a veces que el propio suéter. Una camisa, un abalorio, lo que sea. Algo que no te hace sentirte tan solo. Que te permite mirarte en los espejos y reconocerte como uno y al mismo tiempo, más. Jesús, escuchándome, asentía ante mi reflexión y me preguntó si acaso esos pensamientos míos sobre la estética de los demás, aunque fueran también sobre la mía propia, no estaban relacionados con un previsible agriamiento del carácter producto de la edad. Le contesté rápidamente que no, que yo había sido siempre así.
jueves, 29 de octubre de 2015
Caminando con Jesús
Iba el otro día caminando con Jesús y me dijo que estaba atravesando un momento de profunda crisis. Una crisis de fe. Yo le escucho siempre, porque Jesús siempre tiene cosas importantes que decir y porque no acostumbra dejarse ver demasiado. Cuando estoy con Jesús, siempre pasan cosas importantes. Cuando estoy con Jesús, aprovecho el tiempo. Sin embargo, aquel día, dando un paseo como siempre por las calles de la ciudad, lo ví algo cansado. Alicaído. Normalmente, cuando vamos los dos juntos es él quien domina la situación, quien dirige los pasos, el que marca el camino. Sin embargo, el otro día, le preguntaba para dónde quería tirar y contestaba con evasivas, le daba igual, por allí mismo, donde yo quisiera. Así, le pregunté qué era lo que le pasaba y me dijo que no lo veía claro. El qué no ves claro. No veo claro, me dijo, casi nada. Se explayó un poco más, pero tampoco me supo concretar demasiado lo que tenía dentro. O quizás no quiso. Dijo que tenía una crisis de fe. No en él mismo, sino en su papel real en toda la movida de la salvación final del género humano. Que a veces pensaba que él no estaba preparado para llevarlo todo hacia delante. Y que, sobre todo, no entendía cómo él, que era Jesús, podía tener crisis de fe en él mismo. Que sabía que las crisis de fe le daban a gente con profundas creencias que quizás se pasaban de la raya, pero que él, que en definitiva era parte importante por no decir sustancial de la conformación de toda creencia... que no sabía que le pasaba. Le dije que poco podía hacer por ayudarle, que a mí, que no soy una persona creyente, me gustaba caminar con él y escucharle y tener muy en cuenta sus observaciones, aunque tuviese muy claro que todo era una ilusión y que en realidad Jesús no existía. Pero yo me sentía bien con él, fuese o no real. Lo importante es, no sé, no pensar demasiado las cosas. Un día, hace tiempo, salí de casa para ir a tomar algo. Había quedado. Y no sé cómo ni porqué, que no llegué al sitio al que iba, que al poco rato estaba caminando con Jesús a mi lado. Y me contaba cosas. Y yo a él. Me daba consejos, yo los escuchaba. Yo no hago muchas preguntas al respecto.
Por eso me extrañó que Jesús me dijera eso. Me dio que pensar. ¿Y si Jesús fuera real? Nunca le había tocado, por lo que me decidí a acercar mi mano a su hombro, para tener una prueba real de que estaba allí. No se me había ocurrido hasta entonces. Acerqué mi mano a su hombro y le toqué. ¿Qué haces?, me dijo. Tocarte, contesté. Pienso que si te toco y eres real, quizás tu crisis de fe venga relacionada con que no eres Jesús, sino alguien que cree ser Jesús.
Se enfadó. Se enfadó tanto que me dijo: si no te crees que soy Jesús, vas a ser tú Jesús. Y me puso en su lugar en la Catedral de Barcelona. El de la imagen, soy yo. Ahí estoy, clavado. Yo supongo que alguien se dará cuenta y dará la voz de alarma, pero nadie dice nada. A Jesús no se le pasa el enfado.
Cuadro de Antoni Boronat.
Por eso me extrañó que Jesús me dijera eso. Me dio que pensar. ¿Y si Jesús fuera real? Nunca le había tocado, por lo que me decidí a acercar mi mano a su hombro, para tener una prueba real de que estaba allí. No se me había ocurrido hasta entonces. Acerqué mi mano a su hombro y le toqué. ¿Qué haces?, me dijo. Tocarte, contesté. Pienso que si te toco y eres real, quizás tu crisis de fe venga relacionada con que no eres Jesús, sino alguien que cree ser Jesús.
Se enfadó. Se enfadó tanto que me dijo: si no te crees que soy Jesús, vas a ser tú Jesús. Y me puso en su lugar en la Catedral de Barcelona. El de la imagen, soy yo. Ahí estoy, clavado. Yo supongo que alguien se dará cuenta y dará la voz de alarma, pero nadie dice nada. A Jesús no se le pasa el enfado.
Cuadro de Antoni Boronat.
martes, 4 de diciembre de 2012
Caminando con Jesús
Caminando con Jesús la otra mañana le pregunté que qué tal. Y me contestó que de aquella manera. Y yo le dije que porqué. Y me contestó que no estaba bien. Le pregunté que si había pasado algo y me dijo que sí. Le pregunté que si quería hablar del tema. Me contestó que no sabía, que le daba un poco de cosa. Le dije que qué cosa le podía dar, si era Jesús, que nada malo podía haber hecho y que no entendía cómo alguien como él podía tener algo que ocultar. Pero me miró un poco de aquella manera y entendí que sí, que realmente algo había pasado. Me pidió que no se lo contara a nadie y yo le dije que siendo él Jesús, por mucho que yo lo callara, su padre se estaría enterando en ese mismo momento. Me dijo que, si, que ya lo sabía, pero que su padre tenía que... bueno. Que me empezó a contar.
'Estaba yo un día sentado en una piedra, cerca de la casa de mi padre, de mi padre José, cuando se me acercaron dos personas con un atuendo especial. En torno a sus hombros llevaban una suerte de chaleco adornado con unas bandas que parecían de plata. Ambos portaban largas túnicas como la que puedo llevar yo, pero encima se vestían con esos chalecos. En un momento, uno de ellos, cuando se encontraban a tan sólo dos metros de donde yo estaba meditando y cavilando sobre mi desdichado y a la vez glorioso porvenir, chasqueó los dedos y se hizo de noche. Alarmado, vi como los chalecos brillaban como si hubiesen tornado su material hacia otra cosa. No supe entender lo que era hasta que, omnisciente como mi otro padre, supe que aquello era un chaleco reflectante. El individuo, que todavía no sabía yo cómo se llamaba, pero que enseguida averigüé que su nombre era José Carlos Adamuz Reguera, natural de Cocentaina pero residente en El Prat del Llobregat, casado con Montserrat Fernández Fernánez y con dos hijas llamadas Alba y Marta, y que no sé cómo ni porqué había ido a parar a mi tiempo y a mi lugar, y se presentaba ante mí con un fuerte olor a anís saliendo de su espectro facial, chasqueó de nuevo los dedos y se hizo de día, con lo que el chaleco reflectante dejó de brillar. El tal José Carlos me miró y se rió. El otro individuo, al que no me tomé la molestia de tomar filiación alguna, se acercó a mí de la misma manera y chasqueó a su vez los dedos. Lo mismo, se hizo de noche inmediatamente y sus chalecos brillantes volvieron a hacer su efecto. Por allí no pasaba nadie a aquellas horas. Era por la tarde y todo el mundo estaba recogido en su casa. Pudieras pensar que estaba anocheciendo y que a ello se debía el numerito, pero no, no era tan tarde para eso. Ellos, con un chasquido de dedos provocaron en varias ocasiones que se hiciera de noche y que volviera a ser de día. Cuando se cansaron se saludaron chocándose las palmas de las manos sonoramente, se rieron sonoramente, y se marcharon caminando también sonoramente.
Fue entonces cuando un sentimiento desconocido se apoderó de mí. Me habían estado vacilando. ¿Tú sabes lo que es vacilar? ¿Que te vacilen? Pues eso. Así que me levanté y les llamé. 'Esperad un momento, que os voy a dar mi bendición, hermanos', les dije. Y me levanté y bueno... Ellos irán al cielo y yo, pues que el cielo me juzgue'.
Como ya habíamos llegado al sitio al que íba, le dije a Jesús que bueno, que esas cosas pasan y que tampoco tenía que preocuparse, que por una... y me dijo Jesús que si pero que 'se empieza con una y parar...'.
'Estaba yo un día sentado en una piedra, cerca de la casa de mi padre, de mi padre José, cuando se me acercaron dos personas con un atuendo especial. En torno a sus hombros llevaban una suerte de chaleco adornado con unas bandas que parecían de plata. Ambos portaban largas túnicas como la que puedo llevar yo, pero encima se vestían con esos chalecos. En un momento, uno de ellos, cuando se encontraban a tan sólo dos metros de donde yo estaba meditando y cavilando sobre mi desdichado y a la vez glorioso porvenir, chasqueó los dedos y se hizo de noche. Alarmado, vi como los chalecos brillaban como si hubiesen tornado su material hacia otra cosa. No supe entender lo que era hasta que, omnisciente como mi otro padre, supe que aquello era un chaleco reflectante. El individuo, que todavía no sabía yo cómo se llamaba, pero que enseguida averigüé que su nombre era José Carlos Adamuz Reguera, natural de Cocentaina pero residente en El Prat del Llobregat, casado con Montserrat Fernández Fernánez y con dos hijas llamadas Alba y Marta, y que no sé cómo ni porqué había ido a parar a mi tiempo y a mi lugar, y se presentaba ante mí con un fuerte olor a anís saliendo de su espectro facial, chasqueó de nuevo los dedos y se hizo de día, con lo que el chaleco reflectante dejó de brillar. El tal José Carlos me miró y se rió. El otro individuo, al que no me tomé la molestia de tomar filiación alguna, se acercó a mí de la misma manera y chasqueó a su vez los dedos. Lo mismo, se hizo de noche inmediatamente y sus chalecos brillantes volvieron a hacer su efecto. Por allí no pasaba nadie a aquellas horas. Era por la tarde y todo el mundo estaba recogido en su casa. Pudieras pensar que estaba anocheciendo y que a ello se debía el numerito, pero no, no era tan tarde para eso. Ellos, con un chasquido de dedos provocaron en varias ocasiones que se hiciera de noche y que volviera a ser de día. Cuando se cansaron se saludaron chocándose las palmas de las manos sonoramente, se rieron sonoramente, y se marcharon caminando también sonoramente.
Fue entonces cuando un sentimiento desconocido se apoderó de mí. Me habían estado vacilando. ¿Tú sabes lo que es vacilar? ¿Que te vacilen? Pues eso. Así que me levanté y les llamé. 'Esperad un momento, que os voy a dar mi bendición, hermanos', les dije. Y me levanté y bueno... Ellos irán al cielo y yo, pues que el cielo me juzgue'.
Como ya habíamos llegado al sitio al que íba, le dije a Jesús que bueno, que esas cosas pasan y que tampoco tenía que preocuparse, que por una... y me dijo Jesús que si pero que 'se empieza con una y parar...'.
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