Relato a tener en cuenta de Danuta Wolinska:
'No era ni muy pronto ni muy tarde. Era una reunión convocada por el Consejo de Periodistas de Berlín en la cual se iban a decidir algunas cosas como consecuencia de otras cosas. El tema que se decidía era muy importante. Me dijeron que debería acudir aunque no fuera berlinesa, pero trabajaba en Berlín y me conocía bastante gente. Fui. La reunión tenía lugar en uno de esos grandes pabellones deportivos que acogen algunas finales de la liga o la copa de balonmano. Estaba todo a reventar. El asunto que se decidía era ciertamente importante. Debíamos decidir si nos disolvíamos o continuábamos adelante. Cosa que ya se había discutido bastantes veces, pero que en esta ocasión se temía que se llevara adelante. Yo era partidaria de llevarlo adelante.
Había turno de palabras y pedí intervenir. Creo que hice una intervención brillante pero siempre me queda el regusto de saber que sé hablar mejor. De que puedo hacerlo mejor, pero que con las prisas y por que creo que estoy dando la paliza, no me acabo de...
Es igual. A todo el mundo le gustó lo que dije. Al acabar, se votó. Se consideró desmantelar el Consejo de Periodistas de Berlín y crear otro organismo que lo supliese. Mis compañeros y compañeras se reunían en pequeños corros comentando la jugada. Me uní a ellos. En todos los grupos tenía conocidos. En ningún grupo estuve demasiado tiempo.
Volví a casa y al día siguiente al trabajo. Fui a la redacción de Schrieben y me encontré con compañeros que estaban el día anterior en contra de mi postura. Ahora estaban contentos y reclamaban para sí que todo había ido bien. El director de la revista envió un mail diciendo, incluso, que todo aquello serviría seguro para colocar al gremio de la prensa berlinesa en una nueva posición. Sin olvidar el pasado.
Escribí un esbozo en torno a unas notas. Me volví a casa. Por primera vez en mucho tiempo nadie me había dicho nada al salir del trabajo, tomar una cerveza, algo.'
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lunes, 6 de julio de 2020
jueves, 2 de julio de 2020
Schrieben
Una nueva historia de Danuta Wolinska:
'El oficio de periodista me permitía conocer a personas de lo más variopintas. Sin embargo, escribir ficción me permitía sumergirme en mundos que desconocía por completo. Una de mis novelas preferidas siempre había sido '20 mil leguas de viaje submarino.' En general, me gustaba mucho todo lo de Julio Verne y de pequeña devoraba sus libros con fruición. Cuando escribí mi primera novela, no pude evitar tener como referencia aquellas novelas y a partir de ahí, mucha de mi producción novelística tiene que ver con los homenajes a las novelas de aventuras y de ciencia ficción que poblaron mi infancia. Lo curioso es que casi todas esas novelas no eran demasiado exitosas, aunque en ellas ponía yo lo mejor de mi sabiduría. Eran otras novelas, las que tenían que ver precisamente con hechos cotidianos novelados, las novelas que aprovechaban mi trabajo periodístico, las que me daban fama.
Una vez, la revista Schrieben me envió a Indonesia a realizar un reportaje sobre una monja berlinesa que había fundado una misión a 300 kilómetros de Yakarta, la hermana Maria. Sobre lo que viví allí hice un reportaje y me inspiró para una novela. Pensé que la ambientación indonesia, lo exótico y lo lejano, combinarían de manera excelente con el carácter de reportaje. A veces me imaginaba que era como esos periodistas con chalecos con muchos bolsillos que viajaban por el mundo y contaban en sus libros qué pasaba ahí fuera. Escribí el libro, protagonizado por la hermana Maria a la que cambié el nombre y llamé Maya y algo ocurrió. Durante un tiempo me volví loca.
Algo había pasado que no paraba de pensar en aquellas tierras, llené mi casa con motivos de aquel país, solo seis meses después estaba escribiendo otro libro ambientado en Indonesia. En esta ocasión, metía a mi protagonista, la hermana Maya, en toda una serie de aventuras en las que ella se enfrentaba con malvados potentados y multinacinales. La hermana Maya terminó protagonizando siete libros, que se vendieron estupendamente y a mí me consumieron. Durante unos años, viví como una nativa indonesia. Durante unos años, solo pensaba en esa lluvia que parece abarcarlo todo, en esas caras sonrientes, en el horror que podía desancadenarse en el momento más inesperado. Indonesia se metió en mi corazón y en mi cabeza. La hermana Maya protagonizó el último libro en el cual encontraba el amor en la persona de un antiguo alumno de su escuela que, ya adulto, se declaraba ante ella y ella no se podía resistir.
Fue un final absurdo, manido, tonto. Impropio de mi forma de pensar y de vivir. Yo, que me creía una mujer libre, ponía punto final a una historia palpitante de la manera más simple.
Pero también me sirvió para olvidarme de Indonesia. Indonesia, tan verde, tan linda.
'El oficio de periodista me permitía conocer a personas de lo más variopintas. Sin embargo, escribir ficción me permitía sumergirme en mundos que desconocía por completo. Una de mis novelas preferidas siempre había sido '20 mil leguas de viaje submarino.' En general, me gustaba mucho todo lo de Julio Verne y de pequeña devoraba sus libros con fruición. Cuando escribí mi primera novela, no pude evitar tener como referencia aquellas novelas y a partir de ahí, mucha de mi producción novelística tiene que ver con los homenajes a las novelas de aventuras y de ciencia ficción que poblaron mi infancia. Lo curioso es que casi todas esas novelas no eran demasiado exitosas, aunque en ellas ponía yo lo mejor de mi sabiduría. Eran otras novelas, las que tenían que ver precisamente con hechos cotidianos novelados, las novelas que aprovechaban mi trabajo periodístico, las que me daban fama.
Una vez, la revista Schrieben me envió a Indonesia a realizar un reportaje sobre una monja berlinesa que había fundado una misión a 300 kilómetros de Yakarta, la hermana Maria. Sobre lo que viví allí hice un reportaje y me inspiró para una novela. Pensé que la ambientación indonesia, lo exótico y lo lejano, combinarían de manera excelente con el carácter de reportaje. A veces me imaginaba que era como esos periodistas con chalecos con muchos bolsillos que viajaban por el mundo y contaban en sus libros qué pasaba ahí fuera. Escribí el libro, protagonizado por la hermana Maria a la que cambié el nombre y llamé Maya y algo ocurrió. Durante un tiempo me volví loca.
Algo había pasado que no paraba de pensar en aquellas tierras, llené mi casa con motivos de aquel país, solo seis meses después estaba escribiendo otro libro ambientado en Indonesia. En esta ocasión, metía a mi protagonista, la hermana Maya, en toda una serie de aventuras en las que ella se enfrentaba con malvados potentados y multinacinales. La hermana Maya terminó protagonizando siete libros, que se vendieron estupendamente y a mí me consumieron. Durante unos años, viví como una nativa indonesia. Durante unos años, solo pensaba en esa lluvia que parece abarcarlo todo, en esas caras sonrientes, en el horror que podía desancadenarse en el momento más inesperado. Indonesia se metió en mi corazón y en mi cabeza. La hermana Maya protagonizó el último libro en el cual encontraba el amor en la persona de un antiguo alumno de su escuela que, ya adulto, se declaraba ante ella y ella no se podía resistir.
Fue un final absurdo, manido, tonto. Impropio de mi forma de pensar y de vivir. Yo, que me creía una mujer libre, ponía punto final a una historia palpitante de la manera más simple.
Pero también me sirvió para olvidarme de Indonesia. Indonesia, tan verde, tan linda.
viernes, 26 de junio de 2020
Schrieben
De nuevo con Danuta Wolinska:
'Yo no me enamoro fácilmente. En Polonia tuve un novio, Koki Popieluzsko, que era más tonto que un zapato pero que me hacía reír. Duró hasta que dejó de hacerme reír. Cuando vine a Berlín hacía tiempo que no pensaba en nadie. Hay quien dice que siempre que te vas de un sitio es porque quieres olvidar. Yo quizás quería tener algo para recordar. A veces también digo estas cosas. En Berlín a veces quedaba con algunos compañeros, sobre todo de otras revistas, pero casi nunca pasaba nada. Tampoco yo ponía mucho interés y físicamente no creo que sea especialmente llamativa.
Un día, en una rueda de prensa de la Comunidad Católica de Berlín conocí a Utte. Utte se parecía mucho a Heike. Tenía una sonrisa que desarmaba. Utte era una seglar muy divertida que se encargaba de preparar las conferencias y las ruedas de prensa de la comunidad. La había visto pero nunca había hablado con ella. Al acabar le pedí una copia de la rueda de prensa, le dije que me había parecido muy interesante. Si quieres te la llevo a casa mañana, me contestó. La invité a cenar. Vino a casa, cenamos, fue una velada muy divertida. Utte se fue a su casa y quedamos en volver a repetir, pero esta vez en su casa.
Fui a su casa, una semana más tarde. Vivía en un pequeño apartamento cerca de la Iglesia del barrio. No tenía ningún símbolo que hiciera pensar que era una seglar, todo era bastante anodino. Algún poster de alguna película alemana de Wenders, una foto del Ché Guevara y un cuadro que representaba a unos guerrilleros, supongo que sudamericanos también. En su cuarto, sí que había un crucifijo encima de la mesita de noche. La cena fue igualmente muy agradable, divertida. Aunque yo estaba algo tensa. Pensaba que debía ser yo quien tomase la iniciativa pero no sabía cómo se lo iba a tomar. Vinos, un café, me preguntó si quería una copa, le pedí un schnapps y se le torció el gesto. Mi padre tomaba schnapps. ¿No te llevabas bien con tu padre?, le pregunté. No, no mucho. Me tomé el Schnapps y noté que se había cortado el rollo. Le dije que me iba. Me despidió en la puerta. Nos dimos dos besos.
Volví a coincidir con Utte un mes después en una conferencia que daba un cura jesuita sobre su experiencia en Colombia. Utte me atendió muy simpática. Le di bastantes vueltas al asunto. Debía proponerle quedar de nuevo o mejor no intentarlo. Lo intenté. Me acerqué a ella y le dije que si estaba libre podríamos quedar después de la conferencia para tomar algo. Me dijo que le parecía buena idea.
Fuimos a una cervecería, comimos unas salchichas en un puesto callejero, me lo estaba pasando en grande y solo quería que volviera a sonreír una y otra vez. Le contaba anécdotas de Polonia, de mi llegada a Berlín y de todos los personajes que me había ido encontrando con el tiempo. Sin pensarlo, le dije que si quería venir a casa a tomar la última. La última, me dijo.
Qué quieres, le pregunté. Una cerveza. Sin pensarlo yo me serví un schnapps.'
'Yo no me enamoro fácilmente. En Polonia tuve un novio, Koki Popieluzsko, que era más tonto que un zapato pero que me hacía reír. Duró hasta que dejó de hacerme reír. Cuando vine a Berlín hacía tiempo que no pensaba en nadie. Hay quien dice que siempre que te vas de un sitio es porque quieres olvidar. Yo quizás quería tener algo para recordar. A veces también digo estas cosas. En Berlín a veces quedaba con algunos compañeros, sobre todo de otras revistas, pero casi nunca pasaba nada. Tampoco yo ponía mucho interés y físicamente no creo que sea especialmente llamativa.
Un día, en una rueda de prensa de la Comunidad Católica de Berlín conocí a Utte. Utte se parecía mucho a Heike. Tenía una sonrisa que desarmaba. Utte era una seglar muy divertida que se encargaba de preparar las conferencias y las ruedas de prensa de la comunidad. La había visto pero nunca había hablado con ella. Al acabar le pedí una copia de la rueda de prensa, le dije que me había parecido muy interesante. Si quieres te la llevo a casa mañana, me contestó. La invité a cenar. Vino a casa, cenamos, fue una velada muy divertida. Utte se fue a su casa y quedamos en volver a repetir, pero esta vez en su casa.
Fui a su casa, una semana más tarde. Vivía en un pequeño apartamento cerca de la Iglesia del barrio. No tenía ningún símbolo que hiciera pensar que era una seglar, todo era bastante anodino. Algún poster de alguna película alemana de Wenders, una foto del Ché Guevara y un cuadro que representaba a unos guerrilleros, supongo que sudamericanos también. En su cuarto, sí que había un crucifijo encima de la mesita de noche. La cena fue igualmente muy agradable, divertida. Aunque yo estaba algo tensa. Pensaba que debía ser yo quien tomase la iniciativa pero no sabía cómo se lo iba a tomar. Vinos, un café, me preguntó si quería una copa, le pedí un schnapps y se le torció el gesto. Mi padre tomaba schnapps. ¿No te llevabas bien con tu padre?, le pregunté. No, no mucho. Me tomé el Schnapps y noté que se había cortado el rollo. Le dije que me iba. Me despidió en la puerta. Nos dimos dos besos.
Volví a coincidir con Utte un mes después en una conferencia que daba un cura jesuita sobre su experiencia en Colombia. Utte me atendió muy simpática. Le di bastantes vueltas al asunto. Debía proponerle quedar de nuevo o mejor no intentarlo. Lo intenté. Me acerqué a ella y le dije que si estaba libre podríamos quedar después de la conferencia para tomar algo. Me dijo que le parecía buena idea.
Fuimos a una cervecería, comimos unas salchichas en un puesto callejero, me lo estaba pasando en grande y solo quería que volviera a sonreír una y otra vez. Le contaba anécdotas de Polonia, de mi llegada a Berlín y de todos los personajes que me había ido encontrando con el tiempo. Sin pensarlo, le dije que si quería venir a casa a tomar la última. La última, me dijo.
Qué quieres, le pregunté. Una cerveza. Sin pensarlo yo me serví un schnapps.'
martes, 23 de junio de 2020
Schrieben
Una más de Danuta Wolinska:
'Visité una aldea perdida cerca de la frontera danesa. Se trataba de una pequeña aldea en la que se habían producido una serie de muertes misteriosas y se apuntaba al motivo religioso como posible causa de los crímenes. Había muerto un párroco protestante, una monja seglar, una profesora de religión y un gasolinero. El gasolinero era el único testigo de Jehová del pueblo. Me enviaron para hacer un reportaje y allí conocí a Heike.
Heike era una chica imponente, alta, fuerte, siempre sonriente, que regentaba una pequeña cervecería que se había convertido en el lugar de paso para todo aquel que quisiera saber algo de la aldea. El primer día pegamos hebra. Me dijo que me parecía a ella y que eso le hacía gracia. Me invitó a una cerveza y yo me pedí un par de schnapps. Le pregunté por el ambiente que se respiraba en el pueblo y no me pude resistir a pedirle una teoría sobre los asesinatos.
Y Heike me dijo que había sido ella la asesina, pero que nadie se la creía. Me lo dijo con una abierta risa con la que resultaba increíble identificar a su poseedora con una asesina. Yo me la creí. Viendo la población local, nadie más que Heike podría haber sido la asesina. Todos los muertos habían sido estrangulados. El perfil de los habitantes de la aldea era francamente rayano en la ancianidad y solo una walkiria como Heike parecía capaz de tener la fuerza suficiente para poder hacerlo. Lo que no me cuadraban eran los motivos. Heike me respondió que odiaba a los religiosos.
Parecía el motivo más burdo del mundo, pero también me parecía verosímil.
No me atreví a publicar aquella teoría y seguí haciendo mi reportaje, describiendo el lugar, a sus gentes, cómo aquellas muertes no habían molestado ni interrumpido el ritmo de vida del pueblo. La policía interrogó a Heike, como interrogó a todos los habitantes del pueblo y la dejaron en libertad.
Aún murió una persona más, asesinada, un hippie que vivía con su familia en una roulotte.
Al cabo de un tiempo, dejaron de producirse asesinatos en el pueblo y con mi trabajo hecho volví a Berlín.
Dos años más tarde, recibí una llamada de teléfono en la redacción. Era Heike, que venía a Berlín de visita y pensó que le hacía ilusión tomar algo conmigo.
La cité en una cafetería que regentaban unos polacos a los que conocía y que lo tenían todo decorado con fotos del Papa Wojtila y de la Virgen de Cestoscowa. Para provocar.'
'Visité una aldea perdida cerca de la frontera danesa. Se trataba de una pequeña aldea en la que se habían producido una serie de muertes misteriosas y se apuntaba al motivo religioso como posible causa de los crímenes. Había muerto un párroco protestante, una monja seglar, una profesora de religión y un gasolinero. El gasolinero era el único testigo de Jehová del pueblo. Me enviaron para hacer un reportaje y allí conocí a Heike.
Heike era una chica imponente, alta, fuerte, siempre sonriente, que regentaba una pequeña cervecería que se había convertido en el lugar de paso para todo aquel que quisiera saber algo de la aldea. El primer día pegamos hebra. Me dijo que me parecía a ella y que eso le hacía gracia. Me invitó a una cerveza y yo me pedí un par de schnapps. Le pregunté por el ambiente que se respiraba en el pueblo y no me pude resistir a pedirle una teoría sobre los asesinatos.
Y Heike me dijo que había sido ella la asesina, pero que nadie se la creía. Me lo dijo con una abierta risa con la que resultaba increíble identificar a su poseedora con una asesina. Yo me la creí. Viendo la población local, nadie más que Heike podría haber sido la asesina. Todos los muertos habían sido estrangulados. El perfil de los habitantes de la aldea era francamente rayano en la ancianidad y solo una walkiria como Heike parecía capaz de tener la fuerza suficiente para poder hacerlo. Lo que no me cuadraban eran los motivos. Heike me respondió que odiaba a los religiosos.
Parecía el motivo más burdo del mundo, pero también me parecía verosímil.
No me atreví a publicar aquella teoría y seguí haciendo mi reportaje, describiendo el lugar, a sus gentes, cómo aquellas muertes no habían molestado ni interrumpido el ritmo de vida del pueblo. La policía interrogó a Heike, como interrogó a todos los habitantes del pueblo y la dejaron en libertad.
Aún murió una persona más, asesinada, un hippie que vivía con su familia en una roulotte.
Al cabo de un tiempo, dejaron de producirse asesinatos en el pueblo y con mi trabajo hecho volví a Berlín.
Dos años más tarde, recibí una llamada de teléfono en la redacción. Era Heike, que venía a Berlín de visita y pensó que le hacía ilusión tomar algo conmigo.
La cité en una cafetería que regentaban unos polacos a los que conocía y que lo tenían todo decorado con fotos del Papa Wojtila y de la Virgen de Cestoscowa. Para provocar.'
viernes, 19 de junio de 2020
Schrieben
Telegráfica historia de Danuta Wolinska:
'Aquella reunión de redacción en Scrieben fue inolvidable. Fue el día en el que Christa Gaussmann se murió. A Christa Gaussmann la acabábamos de conocer, prácticamente. Había llegado hacía unos pocos meses a la revista, donde colaboraba haciendo artículos y reportajes sobre la noche berlinesa. Venía de escribir en una revista francesa que a todos nos gustaba mucho y sus dos o tres primeros reportajes fueron bastante interesantes. El cuarto reportaje, una pastelería donde hacían muffins, ya lo miraron y miramos con extrañeza. Se la dejamos pasar. El quinto reportaje, dedicado al CurryWurst, directamente nos pareció de mal gusto. Recuerdo que después de aquel consejo de redacción nos fuimos a cenar. Quería que le contara cosas de Polonia. Yo ya casi no recordaba cosas de Polonia. Quería que me contara cosas ella de Francia. Discutimos por algo de la comida. Lloró. Se fue a casa. El día de la reunión vino muy desmejorada y no atendió a nada de lo que se estaba tratando. Yo estaba proponiendo un reportaje sobre un párroco que había iniciado una campaña para recoger fondos para un hospicio y se le había ocurrido montar una banda de hip hop, cuando Christa comenzó a llorar. Le preguntamos qué le pasaba, pareció consolarse. Al rato, Fäber, de música, comentó que Scorpions se separaban definitivamente y que podríamos hacer algún reportaje sobre los heavys en Berlín. Hubo risas cuando alguien dijo 'y qué relación tiene Scorpions con el heavy'. Christa cayó al suelo fulminada.'
'Aquella reunión de redacción en Scrieben fue inolvidable. Fue el día en el que Christa Gaussmann se murió. A Christa Gaussmann la acabábamos de conocer, prácticamente. Había llegado hacía unos pocos meses a la revista, donde colaboraba haciendo artículos y reportajes sobre la noche berlinesa. Venía de escribir en una revista francesa que a todos nos gustaba mucho y sus dos o tres primeros reportajes fueron bastante interesantes. El cuarto reportaje, una pastelería donde hacían muffins, ya lo miraron y miramos con extrañeza. Se la dejamos pasar. El quinto reportaje, dedicado al CurryWurst, directamente nos pareció de mal gusto. Recuerdo que después de aquel consejo de redacción nos fuimos a cenar. Quería que le contara cosas de Polonia. Yo ya casi no recordaba cosas de Polonia. Quería que me contara cosas ella de Francia. Discutimos por algo de la comida. Lloró. Se fue a casa. El día de la reunión vino muy desmejorada y no atendió a nada de lo que se estaba tratando. Yo estaba proponiendo un reportaje sobre un párroco que había iniciado una campaña para recoger fondos para un hospicio y se le había ocurrido montar una banda de hip hop, cuando Christa comenzó a llorar. Le preguntamos qué le pasaba, pareció consolarse. Al rato, Fäber, de música, comentó que Scorpions se separaban definitivamente y que podríamos hacer algún reportaje sobre los heavys en Berlín. Hubo risas cuando alguien dijo 'y qué relación tiene Scorpions con el heavy'. Christa cayó al suelo fulminada.'
miércoles, 17 de junio de 2020
Schrieben
Una rápida de Danuta Wolinska:
'En el Dorado hacían conciertos. Una vez, con algunos compañeros de la redacción de Schrieben, fuimos a tomar algo. Los conciertos eran casi siempre de cantautores. En aquella ocasión, en la puerta anunciaban a Wolfgang Aufheller. Ni idea de quién era. Entramos y el tal Wolfgang estaba al fondo, sobre el escenario, con una guitarra acústica. Cantaba versiones de los sesenta en alemán. A la tercera canción, una de los Beatles, le dimos la espalda. Con la cuarta canción ya no le hacía caso nadie. Con la quinta, que creo que era una versión de los Beatles otra vez, noté algo raro. En la sexta canción, interrumpió el Love Me Do, otra vez de los Beatles, y se puso a hablar.
Empezó a contar que era su último concierto, que era la última vez que tocaba, que no podía soportar la indiferencia del público. Que su objetivo siempre había sido divulgar la música de los sesenta en alemán, un esfuerzo que a muchos les podría parecer anacrónico porque todo el mundo conoce el inglés pero a él le parecía interesante y sin embargo, veía que no era así, que todo era en vano. Anunció que la siguiente canción sería la última. Tocó Hey Jude, de los Beatles otra vez, y todos nos pusimos a cantar con él. Se animó y concluyó el concierto diciendo que había sido una noche maravillosa y que esto le daba fuerzas para seguir.
Abandonó el escenario, recogió sus cosas, se fue del local.
Michele, el camarero y dueño del Dorado, cuando me acerqué a la barra a pedirle un schnapps y comentarle que a veces la vida tiene esas cosas y que siempre hay esperanza me dijo que sí 'que a veces la vida tiene esas cosas, y que cuando pasan muchas veces, es que hay un método'.
'En el Dorado hacían conciertos. Una vez, con algunos compañeros de la redacción de Schrieben, fuimos a tomar algo. Los conciertos eran casi siempre de cantautores. En aquella ocasión, en la puerta anunciaban a Wolfgang Aufheller. Ni idea de quién era. Entramos y el tal Wolfgang estaba al fondo, sobre el escenario, con una guitarra acústica. Cantaba versiones de los sesenta en alemán. A la tercera canción, una de los Beatles, le dimos la espalda. Con la cuarta canción ya no le hacía caso nadie. Con la quinta, que creo que era una versión de los Beatles otra vez, noté algo raro. En la sexta canción, interrumpió el Love Me Do, otra vez de los Beatles, y se puso a hablar.
Empezó a contar que era su último concierto, que era la última vez que tocaba, que no podía soportar la indiferencia del público. Que su objetivo siempre había sido divulgar la música de los sesenta en alemán, un esfuerzo que a muchos les podría parecer anacrónico porque todo el mundo conoce el inglés pero a él le parecía interesante y sin embargo, veía que no era así, que todo era en vano. Anunció que la siguiente canción sería la última. Tocó Hey Jude, de los Beatles otra vez, y todos nos pusimos a cantar con él. Se animó y concluyó el concierto diciendo que había sido una noche maravillosa y que esto le daba fuerzas para seguir.
Abandonó el escenario, recogió sus cosas, se fue del local.
Michele, el camarero y dueño del Dorado, cuando me acerqué a la barra a pedirle un schnapps y comentarle que a veces la vida tiene esas cosas y que siempre hay esperanza me dijo que sí 'que a veces la vida tiene esas cosas, y que cuando pasan muchas veces, es que hay un método'.
martes, 16 de junio de 2020
Schrieben
Una preciosa historia que nos cuenta Danuta Wolinska:
'Se celebraban unos campeonatos de atletismo, creo que eran unos europeos. En Schrieben me enviaron para saber cómo los atletas católicos vivían la competición, si tenían alguna competición especial, si había algún sentimiento comunidad. Me pareció un esperpento plantear un reportaje así, pero estaba en una época en la que todo me daba igual. Todo parecía llevarme de cabeza a confraternizar con la delegación polaca. Intenté establecer contacto con italianos, irlandeses, españoles, portugueses, pero no cuajó la historia. No me quedó más remedio que ir a la delegación polaca.
Allí se encontraba Casimiercz Witowlawski, entrenador (eso decía él) del equipo de lanzamiento de martillo. Un señor de unos 70 años, que fumaba sin parar, sentado en uno de los banquillos del estadio desde el que miraba cómo evolucionaban los atletas. Me senté con él y le pregunté cómo veía el campeonato, si era católico, qué diferencia había entre cómo era el deporte antes y ahora. Eso es lo que yo le pregunté. Esto es lo que él me contestó.
"Cada vez que venimos a Berlín me acuerdo de aquella vez que el gordo Boleslawjek se fue de la concentración 'a vivir la vida', como le gustaba decir. Se saltó todos los controles y le perdimos la pista durante tres días. Ni siquiera le vimos entrenar y pensamos que se había pasado al otro lado. El gordo Boleslawski no sabía nada de política y nos extrañaba que se le jugase por algo que a él no le preocupaba. De repente, a punto de comenzar su competición, le vemos aparecer con su equipación completa y dispuesto a competir. No nos quiso contar dónde había ido. Hizo un primer lanzamiento impresionante. Me fui hacia él y le miré a los ojos. Le pedí que me tirara el aliento. Olía a alcohol, cierto, pero quién no huele a alcohol antes de competir. Le pedí que me enseñara los dedos. Fue primero hasta que un bielorruso encontró la inspiración y le quitó el oro. Nos importó poco porque Boleslawski nunca había pasado del séptimo puesto y seguro que aquella iba a ser su última competición. El gordo Boleslawski ni se enteró. Renunció a tirar y se le veía amodorrado en un rincón. Anunciaron el resultado final. Plata y todos contentos. Al subir al podio miraba la bandera de Polonia como extrañado. Se bajó y le dije que cómo estaba, que parecía ido. Me contestó... 'Polonia, estamos en Polonia otra vez'. No, estamos en Berlín, en el campeonato, has quedado segundo. El primero ha sido Petchuk el camarada bielorruso. 'Si no estamos en Polonia, porqué está la bandera polaca ahí colgada'. Boleslawski regresó con el resto de la delegación en autobús. Pasó el viaje dormido. Cuando llegamos a Varsovia, estaba muerto. Su corazón dejó de funcionar."
Una historia fascinante, le dije al viejo Witowlaski.
"Unos años después volvimos a Berlín a unos campeonatos. Esta vez fue Maria Zulowska la que decidió escapar de la concentración. Maria sí que era alguien que podía encajar con el perfil de los que se iban. Era muy religiosa. No nos extrañó que se fuera. Pero volvió justo cuando empezaba la competición. Hizo un primer salto espantoso. En el segundo se salió y se puso en cabeza. De nuevo, una saltadora esta vez sueca, le quitó el primer puesto. Zulowska había sido subcampeona polaca y ya estaba también a punto de retirarse. No se enteró de nada. Dormitaba todo el rato. Ceremonia de entrega de medallas, y de nuevo mirada extrañada hacia la bandera nacional. Fui a ella y la miré a los ojos cuando bajó del podio. Maria, le dije, te vas a quedar aquí. No la subimos al autocar. Hablé con la embajada. Les expliqué la situación. Al cabo de dos días nos llamaron diciendo que Maria Zulowska estaba muerta."
Qué horrible, le dije al viejo Witowlaski.
"La siguiente vez que vinimos a Berlín, ya no había separación, me fui a dar una vuelta por la ciudad. Fui a un lugar que me sorprendió. Pequeña Wroclaw. Entré. Pedí algo de beber y algo de comer. Hablé con el camarero. Era de Wroclaw. Le hablé del gordo Boleslawski y de Maria Zulowska. Les recordaba. Qué tiempos."
Qué tiempos, le dije al viejo Witowlaski.
'Se celebraban unos campeonatos de atletismo, creo que eran unos europeos. En Schrieben me enviaron para saber cómo los atletas católicos vivían la competición, si tenían alguna competición especial, si había algún sentimiento comunidad. Me pareció un esperpento plantear un reportaje así, pero estaba en una época en la que todo me daba igual. Todo parecía llevarme de cabeza a confraternizar con la delegación polaca. Intenté establecer contacto con italianos, irlandeses, españoles, portugueses, pero no cuajó la historia. No me quedó más remedio que ir a la delegación polaca.
Allí se encontraba Casimiercz Witowlawski, entrenador (eso decía él) del equipo de lanzamiento de martillo. Un señor de unos 70 años, que fumaba sin parar, sentado en uno de los banquillos del estadio desde el que miraba cómo evolucionaban los atletas. Me senté con él y le pregunté cómo veía el campeonato, si era católico, qué diferencia había entre cómo era el deporte antes y ahora. Eso es lo que yo le pregunté. Esto es lo que él me contestó.
"Cada vez que venimos a Berlín me acuerdo de aquella vez que el gordo Boleslawjek se fue de la concentración 'a vivir la vida', como le gustaba decir. Se saltó todos los controles y le perdimos la pista durante tres días. Ni siquiera le vimos entrenar y pensamos que se había pasado al otro lado. El gordo Boleslawski no sabía nada de política y nos extrañaba que se le jugase por algo que a él no le preocupaba. De repente, a punto de comenzar su competición, le vemos aparecer con su equipación completa y dispuesto a competir. No nos quiso contar dónde había ido. Hizo un primer lanzamiento impresionante. Me fui hacia él y le miré a los ojos. Le pedí que me tirara el aliento. Olía a alcohol, cierto, pero quién no huele a alcohol antes de competir. Le pedí que me enseñara los dedos. Fue primero hasta que un bielorruso encontró la inspiración y le quitó el oro. Nos importó poco porque Boleslawski nunca había pasado del séptimo puesto y seguro que aquella iba a ser su última competición. El gordo Boleslawski ni se enteró. Renunció a tirar y se le veía amodorrado en un rincón. Anunciaron el resultado final. Plata y todos contentos. Al subir al podio miraba la bandera de Polonia como extrañado. Se bajó y le dije que cómo estaba, que parecía ido. Me contestó... 'Polonia, estamos en Polonia otra vez'. No, estamos en Berlín, en el campeonato, has quedado segundo. El primero ha sido Petchuk el camarada bielorruso. 'Si no estamos en Polonia, porqué está la bandera polaca ahí colgada'. Boleslawski regresó con el resto de la delegación en autobús. Pasó el viaje dormido. Cuando llegamos a Varsovia, estaba muerto. Su corazón dejó de funcionar."
Una historia fascinante, le dije al viejo Witowlaski.
"Unos años después volvimos a Berlín a unos campeonatos. Esta vez fue Maria Zulowska la que decidió escapar de la concentración. Maria sí que era alguien que podía encajar con el perfil de los que se iban. Era muy religiosa. No nos extrañó que se fuera. Pero volvió justo cuando empezaba la competición. Hizo un primer salto espantoso. En el segundo se salió y se puso en cabeza. De nuevo, una saltadora esta vez sueca, le quitó el primer puesto. Zulowska había sido subcampeona polaca y ya estaba también a punto de retirarse. No se enteró de nada. Dormitaba todo el rato. Ceremonia de entrega de medallas, y de nuevo mirada extrañada hacia la bandera nacional. Fui a ella y la miré a los ojos cuando bajó del podio. Maria, le dije, te vas a quedar aquí. No la subimos al autocar. Hablé con la embajada. Les expliqué la situación. Al cabo de dos días nos llamaron diciendo que Maria Zulowska estaba muerta."
Qué horrible, le dije al viejo Witowlaski.
"La siguiente vez que vinimos a Berlín, ya no había separación, me fui a dar una vuelta por la ciudad. Fui a un lugar que me sorprendió. Pequeña Wroclaw. Entré. Pedí algo de beber y algo de comer. Hablé con el camarero. Era de Wroclaw. Le hablé del gordo Boleslawski y de Maria Zulowska. Les recordaba. Qué tiempos."
Qué tiempos, le dije al viejo Witowlaski.
sábado, 13 de junio de 2020
Schrieben
Tenemos el placer de presentar otro texto de Danuta Wolinska:
'Había dejado de escribir durante un tiempo. Fue cuando tuve mi famosa crisis. No sé o sí lo sé. Creo que fue cuando me enteré de que pensaban encargarme un trabajo sobre la emigración. Me iba a alejar de mis trabajos con la comunidad católica y me daba miedo lo nuevo. Creo que fue eso. Me bloqueé y dejé de escribir. Perdí el trabajo en Schrieben y sentí como que me perdía. Quise buscar otro trabajo que no tuviera nada que ver con escribir. Pensé en dar clases. Clases de polaco. No me salió nada. Pensé en hacer un pequeño viaje para aclarar ideas. No conocía Francia y reservé un billete para ir en tren hasta Marsella, atravesando el país.
En el vagón del tren coincidí con un ruso. Era representante de jugadores de fútbol y tenía que llegar a Marsella porque uno de sus jugadores estaba en crisis. Me contó que el chico era muy joven, que había jugado en un equipo serbio y que allí había triunfado o le habían dicho que había triunfado y aceptó enseguida una oferte del Marsella. Y a los dos días de estar en Marsella había entrado en una fase de bloqueo. El ruso era algo mayor que yo, pero tenía pinta de cualquier cosa menos de representante. Vestía como un surfero. Surfero ruso. Y me cayó bien. Vitali Varaniuk. Le dije que yo estaba en un momento muy parecido en mi vida. Que la perspectiva de cambio me había bloqueado también y que estaba haciendo ese viaje para intentar oxigenarme.
"¿Y eso qué tiene que ver con mi chico?", me contestó.
Así son los rusos.'
miércoles, 10 de junio de 2020
Schrieben
Un nuevo texto de Danuta Wolinska:
'"Danuta. Te llamas Danuta de verdad. Yo pensaba que era..." Esto fue lo primero que me dijo. Al parecer ya me había visto en un espacio semejante y se había quedado con mi nombre, pero no creía que era mi nombre, pensaba que era Danuta. Siempre, o muchas veces, he tenido problemas con mi nombre. Si me hubiera llamado John Lennon o Maria Poniatowska, otro gallo hubiera cantado. Pero me llamo Danuta. Danuta Wolinska. El apellido ha dado igual. Nunca quise saber de la otra Danuta. Ya me lo recordaban todos los días. Pero no esperaba que él, Rudiger Grossmann, el gentleman, el dandy, el caballero por excelencia de las letras germanas, el berlinés más universal, tuviera también el lamentable gesto de recordar mi nombre y asociarlo a...
Le dije que sí. Encima le seguí la corriente. 'Qué pensaba'. Porque de ninguna manera me parezco a Danuta, le dije, orgullosa. Grossmann se rió sonoramente y me invitó a una copa de vino. El salón de la Biblioteca Municipal estaba a reventar de gente y yo estaba tomando una copa de vino con Rudiger Grossmann, que acababa de dar una conferencia sobre 'Lo bostoniano', que me había dejado boquiabierta. Porque durante dos horas se dedicó a hablar de calles, algún que otro establecimiento donde aún se vendía comida, un par de cafeterías y la librería antigua de rigor para darle poso intelectual al relato, y verdaderamente no dijo nada. Me tenía fascinada. Reconozco que me perdía esa afectación, esa elegancia exagerada, esa significación por encima de los demás. Me tenía rendida. Y entonces dijo eso. Danuta. Te llamas Danuta de verdad. Yo pensaba que era.... Zozobré. Aquel hombre tan encantador, aquel especímen áureo se tambaleaba ante mí. Era de carne y hueso. Conocía a la otra Danuta.
La copa de vino sirvió para que Grossman recuperase el terreno que había perdido. Volvió a ser el elegante conversador, atrevido, chispeante, provocador, versátil, que me tenía loca perdida. Una copa, dos copas de vino. Una tercera. Mi cuerpo estaba acostumbrado al schnapps y aquel vino Gewurztraminer era una puta broma. Le iba a aguantar todos los asaltos que me propusiera Grossman. Cuarta copa de vino y la conversación pasó por la música alemana de los 70. Me preguntó si conocía Cluster. Le dije que me había aficionado a Cluster gracias a Brian Eno. Me preguntó si era fan de Roxy Music. Le dije que por supuesto. Estaba guapo con aquel traje oscuro, que no parecía nuevo, desgastado adrede, una corbata también negra, camisa marrón oscuro. Botas de la marca que todos imagináis. Me parecía irresistible.
Me preguntó si nos íbamos de allí.
Me miró el escote disimuladamente, sonriendo.
No le contesté. Saqué una petaquita con schnapps, me la bebí de un trago, eructé en su cara... en fin'.
'"Danuta. Te llamas Danuta de verdad. Yo pensaba que era..." Esto fue lo primero que me dijo. Al parecer ya me había visto en un espacio semejante y se había quedado con mi nombre, pero no creía que era mi nombre, pensaba que era Danuta. Siempre, o muchas veces, he tenido problemas con mi nombre. Si me hubiera llamado John Lennon o Maria Poniatowska, otro gallo hubiera cantado. Pero me llamo Danuta. Danuta Wolinska. El apellido ha dado igual. Nunca quise saber de la otra Danuta. Ya me lo recordaban todos los días. Pero no esperaba que él, Rudiger Grossmann, el gentleman, el dandy, el caballero por excelencia de las letras germanas, el berlinés más universal, tuviera también el lamentable gesto de recordar mi nombre y asociarlo a...
Le dije que sí. Encima le seguí la corriente. 'Qué pensaba'. Porque de ninguna manera me parezco a Danuta, le dije, orgullosa. Grossmann se rió sonoramente y me invitó a una copa de vino. El salón de la Biblioteca Municipal estaba a reventar de gente y yo estaba tomando una copa de vino con Rudiger Grossmann, que acababa de dar una conferencia sobre 'Lo bostoniano', que me había dejado boquiabierta. Porque durante dos horas se dedicó a hablar de calles, algún que otro establecimiento donde aún se vendía comida, un par de cafeterías y la librería antigua de rigor para darle poso intelectual al relato, y verdaderamente no dijo nada. Me tenía fascinada. Reconozco que me perdía esa afectación, esa elegancia exagerada, esa significación por encima de los demás. Me tenía rendida. Y entonces dijo eso. Danuta. Te llamas Danuta de verdad. Yo pensaba que era.... Zozobré. Aquel hombre tan encantador, aquel especímen áureo se tambaleaba ante mí. Era de carne y hueso. Conocía a la otra Danuta.
La copa de vino sirvió para que Grossman recuperase el terreno que había perdido. Volvió a ser el elegante conversador, atrevido, chispeante, provocador, versátil, que me tenía loca perdida. Una copa, dos copas de vino. Una tercera. Mi cuerpo estaba acostumbrado al schnapps y aquel vino Gewurztraminer era una puta broma. Le iba a aguantar todos los asaltos que me propusiera Grossman. Cuarta copa de vino y la conversación pasó por la música alemana de los 70. Me preguntó si conocía Cluster. Le dije que me había aficionado a Cluster gracias a Brian Eno. Me preguntó si era fan de Roxy Music. Le dije que por supuesto. Estaba guapo con aquel traje oscuro, que no parecía nuevo, desgastado adrede, una corbata también negra, camisa marrón oscuro. Botas de la marca que todos imagináis. Me parecía irresistible.
Me preguntó si nos íbamos de allí.
Me miró el escote disimuladamente, sonriendo.
No le contesté. Saqué una petaquita con schnapps, me la bebí de un trago, eructé en su cara... en fin'.
lunes, 8 de junio de 2020
Schrieben
Algo más de Danuta Wolinska:
'De la revista Jesus out of the Church. De allí venían. Eran unos quince o veinte. Invitados por alguien de la diócesis, llegaron a Berlín y desde Schrieben me dijeron que porqué no organizábamos algo. Un encuentro, unas charlas, la experiencia católica norteamericana, etc. Así lo hice. Y juntamos a gente de la suya y gente católica alemana y montamos una semana de debates y conferencias. Fue muy interesante. En una de estas conferencias participó Lea Martinski. Su familia era polaca emigrada y ella era una seglar que había alcanzado cierto prestigio como polemista por sus ideas sobre el celibato y la ordenación de mujeres. Lea Martinski participó en una charla sobre, precisamente, su tema. Y se explayó. La comunidad católica berlinesa era entonces muy reacia a aquellas ideas y su charla fue muy polémica. Generó un debate bastante extenso y hubo congregaciones que llegaron a contar enfrentamientos bastante importante entre sus miembros. Lea Martinski se quedó en Berlín unos días más para pasar después a Polonia a buscar sus orígenes familiares. Como yo era polaca, contactó conmigo y quedamos para charlar. En un primer momento Lea Martinski me recordó a alguien. No la supe ubicar. Fuimos a un restaurante a cenar y luego a un café que se llamaba, entonces, Luzern y que ahora se llama Sweenie. Cuando era Luzern era mejor que como Sweenie, pero como Sweenie tiene más éxito. Supongo que la gente va buscando el morbo y se imaginan que esos pastelitos que venden para acompañar el café están hechos de...
El Luzern era un café que quería ser como los de antes. Con su música en vivo, alguien al piano, o al violín, o al piano y al violín, pocas veces un cantante. Lea Martinski era muy apasionada al hablar. No era muy alta, llevaba el pelo cortado como un tazón y unas gafitas pequeñas. Cuando hablaba, parecía que chillaba. Sus argumentos me parecían irrefutables y lo único que hacía era darle la razón. Se puso pesadísima hablándome de Philly. O Phylli. No sé. Philadelphia. Su ciudad. Echaba pestes de los 'traidores' decía, que hablaban mal de la ciudad. Que no era cierto que fuera violenta, que lo que pasaba es que... y me narró la historia de la ciudad vista desde el punto de vista del emigrante bueno que asume su condición y no da problemas. Se pidió un schnapps como yo. Decía que su padre bebía schnapps también. Su padre, decía, siempre habló bien de Alemania. '¿Y porqué se fue a América?'. 'No, mi padre no vino a América, fue mi abuelo. Mi abuelo vino a América porque era músico y llegó con una orquesta a los Estados Unidos y ya se quedó'. Su padre, siguió contando, había crecido pensando que su padre a su vez era alemán. No quería creer que era polaco. Y ella, de pequeña, también pensó que era de origen alemán. Su abuelo un día le desveló la verdad. Una verdad que tampoco era nada dolorosa, pero su padre se disgustó.
Cuando salimos de la cafetería Lea Martinski me preguntó por Polonia, cómo era, qué se encontraría. Íbamos paseando y me repetía que le gustaba Berlín. Que era una lástima que hubiera barrios que se hubieran despersonalizado tanto que parecieran...
Al cabo de un mes me llegó una postal a la revista desde Varsovia. Lea Martinski me contaba que estaba reencontrándose con algo que pensaba oculto y lo tenía dentro. Que estaba en ella. Algo le había pasado.
Un año después, me llegó un libro también a la redacción de Schrieben 'Jesús era Jesús'. Y sí, había cambiado. Mucho. En el libro, una dedicatoria. 'Para una mujer cristiana polaca'. Tres dedos de polvo tiene el libro. Los tenía incluso cuando me llegó desde Phylly.'
'De la revista Jesus out of the Church. De allí venían. Eran unos quince o veinte. Invitados por alguien de la diócesis, llegaron a Berlín y desde Schrieben me dijeron que porqué no organizábamos algo. Un encuentro, unas charlas, la experiencia católica norteamericana, etc. Así lo hice. Y juntamos a gente de la suya y gente católica alemana y montamos una semana de debates y conferencias. Fue muy interesante. En una de estas conferencias participó Lea Martinski. Su familia era polaca emigrada y ella era una seglar que había alcanzado cierto prestigio como polemista por sus ideas sobre el celibato y la ordenación de mujeres. Lea Martinski participó en una charla sobre, precisamente, su tema. Y se explayó. La comunidad católica berlinesa era entonces muy reacia a aquellas ideas y su charla fue muy polémica. Generó un debate bastante extenso y hubo congregaciones que llegaron a contar enfrentamientos bastante importante entre sus miembros. Lea Martinski se quedó en Berlín unos días más para pasar después a Polonia a buscar sus orígenes familiares. Como yo era polaca, contactó conmigo y quedamos para charlar. En un primer momento Lea Martinski me recordó a alguien. No la supe ubicar. Fuimos a un restaurante a cenar y luego a un café que se llamaba, entonces, Luzern y que ahora se llama Sweenie. Cuando era Luzern era mejor que como Sweenie, pero como Sweenie tiene más éxito. Supongo que la gente va buscando el morbo y se imaginan que esos pastelitos que venden para acompañar el café están hechos de...
El Luzern era un café que quería ser como los de antes. Con su música en vivo, alguien al piano, o al violín, o al piano y al violín, pocas veces un cantante. Lea Martinski era muy apasionada al hablar. No era muy alta, llevaba el pelo cortado como un tazón y unas gafitas pequeñas. Cuando hablaba, parecía que chillaba. Sus argumentos me parecían irrefutables y lo único que hacía era darle la razón. Se puso pesadísima hablándome de Philly. O Phylli. No sé. Philadelphia. Su ciudad. Echaba pestes de los 'traidores' decía, que hablaban mal de la ciudad. Que no era cierto que fuera violenta, que lo que pasaba es que... y me narró la historia de la ciudad vista desde el punto de vista del emigrante bueno que asume su condición y no da problemas. Se pidió un schnapps como yo. Decía que su padre bebía schnapps también. Su padre, decía, siempre habló bien de Alemania. '¿Y porqué se fue a América?'. 'No, mi padre no vino a América, fue mi abuelo. Mi abuelo vino a América porque era músico y llegó con una orquesta a los Estados Unidos y ya se quedó'. Su padre, siguió contando, había crecido pensando que su padre a su vez era alemán. No quería creer que era polaco. Y ella, de pequeña, también pensó que era de origen alemán. Su abuelo un día le desveló la verdad. Una verdad que tampoco era nada dolorosa, pero su padre se disgustó.
Cuando salimos de la cafetería Lea Martinski me preguntó por Polonia, cómo era, qué se encontraría. Íbamos paseando y me repetía que le gustaba Berlín. Que era una lástima que hubiera barrios que se hubieran despersonalizado tanto que parecieran...
Al cabo de un mes me llegó una postal a la revista desde Varsovia. Lea Martinski me contaba que estaba reencontrándose con algo que pensaba oculto y lo tenía dentro. Que estaba en ella. Algo le había pasado.
Un año después, me llegó un libro también a la redacción de Schrieben 'Jesús era Jesús'. Y sí, había cambiado. Mucho. En el libro, una dedicatoria. 'Para una mujer cristiana polaca'. Tres dedos de polvo tiene el libro. Los tenía incluso cuando me llegó desde Phylly.'
viernes, 5 de junio de 2020
Schrieben
Qué delicia los escritos de Danuta Wolinska:
'Un día salí de una entrevista con un personaje que me puso muy nerviosa y necesitaba que me diera el aire. Aunque fuera hacía un frío helador, necesitaba caminar. El entrevistado, no diré el nombre, era un infecto profesor universitario que se tenía por filósofo y que se dedicó a darle la vuelta a todo nuestro sistema de valores para convertir el mundo en el que vivíamos en una suerte de conjunto de imbéciles al servicio de algo que él se empeñaba en considerar eliminable y que quizás era lo más sano que yo conocía de la sociedad. No sé porqué, aborrecí el mundo. Aborrecí Berlín. Aborrecí nuestra vida que posibilitaba a imbéciles como aquel pontificar y sembrar la semilla de la idiocia entre la gente. Callejeando sin sentido, aterida pero rabiosa, encontré una especie de local, bar, pub, no sé definirlo. Un local. El local se llamaba Nostalgia. Tuve que entrar. El bar era un bar de nostálgicos. No de un solo tipo de nostálgicos. No de nostálgicos de algo en concreto. No había simbología rancia, ni parafernalia de tal o cual signo. Había ido a bares o locales que remedaban la antigua Berlín Oriental y otros de dudosísimo gusto que 'denunciaban' los años más oscuros de Berlín rayando las prohibiciones legales germanas. Aquel bar era otra cosa. La música no era música. Era algo indefinible que te llamaba a sentarte en algún sitio y dejar la mirada perdida.
Allí te conocí.
Me senté en una butaca al lado de la pared, junto a una pequeña mesita alta y pedí un schnapps. El schapps, el tercer schnapps me hizo evocar un partido de balonmano en Lodz contra el equipo de las enfermeras del hospital, cuando yo tenía 16 años. Marqué tres goles. Jugaba de extremo. Me encantaba la sensación de saltar y caer desde la punta del terreno de juego y estrellarme contra el suelo. Recordé la sensación de jugar un partido importante, que perdimos, porque las enfermeras eran mayores. Tenían a una enfermera soviética, Olenka, jugaba de pivote, nos sacaba la cabeza a todas y no éramos bajitas precisamente. Olenka parecía venir de Uzbekistán, o Kazajstán o... Nos pulverizó. Al final del partido nos saludamos todas y ella nos dijo algo en algún idioma que no era ruso.
Nunca lo había vuelto a escuchar hasta que te conocí.'
'Un día salí de una entrevista con un personaje que me puso muy nerviosa y necesitaba que me diera el aire. Aunque fuera hacía un frío helador, necesitaba caminar. El entrevistado, no diré el nombre, era un infecto profesor universitario que se tenía por filósofo y que se dedicó a darle la vuelta a todo nuestro sistema de valores para convertir el mundo en el que vivíamos en una suerte de conjunto de imbéciles al servicio de algo que él se empeñaba en considerar eliminable y que quizás era lo más sano que yo conocía de la sociedad. No sé porqué, aborrecí el mundo. Aborrecí Berlín. Aborrecí nuestra vida que posibilitaba a imbéciles como aquel pontificar y sembrar la semilla de la idiocia entre la gente. Callejeando sin sentido, aterida pero rabiosa, encontré una especie de local, bar, pub, no sé definirlo. Un local. El local se llamaba Nostalgia. Tuve que entrar. El bar era un bar de nostálgicos. No de un solo tipo de nostálgicos. No de nostálgicos de algo en concreto. No había simbología rancia, ni parafernalia de tal o cual signo. Había ido a bares o locales que remedaban la antigua Berlín Oriental y otros de dudosísimo gusto que 'denunciaban' los años más oscuros de Berlín rayando las prohibiciones legales germanas. Aquel bar era otra cosa. La música no era música. Era algo indefinible que te llamaba a sentarte en algún sitio y dejar la mirada perdida.
Allí te conocí.
Me senté en una butaca al lado de la pared, junto a una pequeña mesita alta y pedí un schnapps. El schapps, el tercer schnapps me hizo evocar un partido de balonmano en Lodz contra el equipo de las enfermeras del hospital, cuando yo tenía 16 años. Marqué tres goles. Jugaba de extremo. Me encantaba la sensación de saltar y caer desde la punta del terreno de juego y estrellarme contra el suelo. Recordé la sensación de jugar un partido importante, que perdimos, porque las enfermeras eran mayores. Tenían a una enfermera soviética, Olenka, jugaba de pivote, nos sacaba la cabeza a todas y no éramos bajitas precisamente. Olenka parecía venir de Uzbekistán, o Kazajstán o... Nos pulverizó. Al final del partido nos saludamos todas y ella nos dijo algo en algún idioma que no era ruso.
Nunca lo había vuelto a escuchar hasta que te conocí.'
jueves, 4 de junio de 2020
Schrieben
Abundando en Danuta Wolinska:
'Una de las cosas que más me gustaron de Berlín fue ir en transporte público. En todas las ciudades hay transporte público y en todas las ciudades te puedes montar en un autobús o en un tranvía, eso es más o menos normal. Pero en Berlín, el transporte público te lleva a lugares berlineses. Y me encantaba mucho más que los transportes públicos, el metro por ejemplo, te llevara a lugares de Berlín. Me pasaba horas extasiada escuchando cómo anunciaban las paradas. Los nombres de cada parada. Ver aparecer el cartel de la parada. Yo estaba allí. Un día, se sentó a mi lado un chico. Me acompañó durante todo el trayecto que hice. Yo no iba a ningún sitio. Al día siguiente, volviendo de algún sitio, me volví a meter en el metro por el placer de ir en metro y al cabo de un rato apareció el chico, que volvió a sentarse a mi lado. Hizo el mismo trayecto que yo. Dos días después me metí en el metro camino de un partido de fútbol benéfico que jugaban... y allí estaba el chico. Esta vez fui yo la que se sentó a su lado. Cuando el chico se levantó, hice lo mismo. No nos miramos ni nos saludamos. La cuarta ocasión, los dos entramos en el metro a la vez e hicimos ademán de dirigirnos al mismo asiento. En realidad eran dos asientos. Desde fuera debíamos parecer pareja. En un momento, él se lanzó y dijo el nombre de la parada siguiente. Estaba allí por lo mismo que yo.
Hicimos el trayecto juntos y fue él el que se levantó para bajarse. Esta vez me quedé hasta dirigirme a un encuentro con Magdalena Szimborska, una teóloga que iba a dar una conferencia en Berlín sobre el nuevo poder evangelista en los países del Este. Al parecer, desde que yo ya no vivía en Polonia, la situación había cambiado y muchos evangelistas habían comenzado a predicar con cierto éxito, preocupando a la curia sacerdotal de Polonia. Quería hablar con ella, escucharla y luego invitarla a cenar, ya que a Magdalena la conocía desde hacía mucho y habíamos coincidido tanto en Polonia como ya en Berlín en otros muchos momentos. Me gustó mucho la conferencia, Magdalena es muy divertida y sabe hacer interesante y ameno cualquier tema por farragoso que parezca. Nos fuimos a cenar, cogimos un taxi y fuimos a parar a un restaurante italiano del que me habían hablado muy bien que se llamaba la Santa Sede. Cenamos muy bien. Yo me pedí un risotto de primero y luego compartimos una pizza. Vino tinto y de postre un pastelito que ahora no recuerdo cómo se llamaba. Magdalena me dijo de continuar la velada con una copa en algún sitio. Fuimos a una cervecería donde ponían música electrónica ambiental, una cosa rara y aburrida, pero que a mí me gustaba porque me relajaba bastante y podríamos seguir hablando. Magdalena me contó que pensaba irse a vivir a los Estados Unidos, que le habían ofrecido trabajo en una Universidad y le contesté que me parecía la historia más tópica del mundo y que aquello no podía estar pasando. Me dijo que sí y que ya lo tenía decidido y que no era la historia más tópica del mundo. Que era una historia normal. Le dije si había conocido a alguien en Estados Unidos. Me dijo que no, que eso sí que sería tópico. Qué divertida Magdalena. Al acabar, eran las tres de la madrugada, Magdalena cogió un taxi y me preguntó si me llevaba a casa. Le dije que no, que prefería volver en metro.
Volvimos en el metro anunciando las paradas, una él, una yo. Al llegar al final del trayecto le pregunté cómo se llamaba. 'Moussa', me dijo. Algo así me imaginaba.'
'Una de las cosas que más me gustaron de Berlín fue ir en transporte público. En todas las ciudades hay transporte público y en todas las ciudades te puedes montar en un autobús o en un tranvía, eso es más o menos normal. Pero en Berlín, el transporte público te lleva a lugares berlineses. Y me encantaba mucho más que los transportes públicos, el metro por ejemplo, te llevara a lugares de Berlín. Me pasaba horas extasiada escuchando cómo anunciaban las paradas. Los nombres de cada parada. Ver aparecer el cartel de la parada. Yo estaba allí. Un día, se sentó a mi lado un chico. Me acompañó durante todo el trayecto que hice. Yo no iba a ningún sitio. Al día siguiente, volviendo de algún sitio, me volví a meter en el metro por el placer de ir en metro y al cabo de un rato apareció el chico, que volvió a sentarse a mi lado. Hizo el mismo trayecto que yo. Dos días después me metí en el metro camino de un partido de fútbol benéfico que jugaban... y allí estaba el chico. Esta vez fui yo la que se sentó a su lado. Cuando el chico se levantó, hice lo mismo. No nos miramos ni nos saludamos. La cuarta ocasión, los dos entramos en el metro a la vez e hicimos ademán de dirigirnos al mismo asiento. En realidad eran dos asientos. Desde fuera debíamos parecer pareja. En un momento, él se lanzó y dijo el nombre de la parada siguiente. Estaba allí por lo mismo que yo.
Hicimos el trayecto juntos y fue él el que se levantó para bajarse. Esta vez me quedé hasta dirigirme a un encuentro con Magdalena Szimborska, una teóloga que iba a dar una conferencia en Berlín sobre el nuevo poder evangelista en los países del Este. Al parecer, desde que yo ya no vivía en Polonia, la situación había cambiado y muchos evangelistas habían comenzado a predicar con cierto éxito, preocupando a la curia sacerdotal de Polonia. Quería hablar con ella, escucharla y luego invitarla a cenar, ya que a Magdalena la conocía desde hacía mucho y habíamos coincidido tanto en Polonia como ya en Berlín en otros muchos momentos. Me gustó mucho la conferencia, Magdalena es muy divertida y sabe hacer interesante y ameno cualquier tema por farragoso que parezca. Nos fuimos a cenar, cogimos un taxi y fuimos a parar a un restaurante italiano del que me habían hablado muy bien que se llamaba la Santa Sede. Cenamos muy bien. Yo me pedí un risotto de primero y luego compartimos una pizza. Vino tinto y de postre un pastelito que ahora no recuerdo cómo se llamaba. Magdalena me dijo de continuar la velada con una copa en algún sitio. Fuimos a una cervecería donde ponían música electrónica ambiental, una cosa rara y aburrida, pero que a mí me gustaba porque me relajaba bastante y podríamos seguir hablando. Magdalena me contó que pensaba irse a vivir a los Estados Unidos, que le habían ofrecido trabajo en una Universidad y le contesté que me parecía la historia más tópica del mundo y que aquello no podía estar pasando. Me dijo que sí y que ya lo tenía decidido y que no era la historia más tópica del mundo. Que era una historia normal. Le dije si había conocido a alguien en Estados Unidos. Me dijo que no, que eso sí que sería tópico. Qué divertida Magdalena. Al acabar, eran las tres de la madrugada, Magdalena cogió un taxi y me preguntó si me llevaba a casa. Le dije que no, que prefería volver en metro.
Volvimos en el metro anunciando las paradas, una él, una yo. Al llegar al final del trayecto le pregunté cómo se llamaba. 'Moussa', me dijo. Algo así me imaginaba.'
miércoles, 3 de junio de 2020
Schrieben
De nuevo Danuta Wolinska:
'En aquellos años en Schrieben coincidí con un redactor de deportes que se llamaba Volker Hanschrig. Volker era un fenómeno que despreciaba al Hertha de Berlín y al que solo le interesaba el atletismo. Consideraba que era el deporte, El deporte, y que el fútbol era un veneno introducido en la sociedad para desviarlo del verdadero propósito de la actividad física, del deporte, que era el enriquecimiento colectivo, el bienestar personal, etc. Volker Hanschrig medía un metro ochenta y pesaba unos 120 kilos. Digamos que su físico no se correspondía con sus creencias. Una vez, después de una reunión en la revista, nos fuimos a tomar algo. Estuvimos en una cervecería y después de preguntarme por algunas cosas de Polonia, la conversación se agotó deprisa y nos encontramos yo bebiendo schnapps sin parar y él atizándose las cervezas sin conocimiento. Nos íbamos a despedir cuando me dijo que me tenía que presentar a una prima suya que seguro que me iba a caer bien. Apenas le entendí cuando me dijo eso porque ni yo escuchaba bien ni él entonaba perfectamente. Al cabo de unos días, Volker me dijo que había hablado con su prima y me preguntó si tenía inconveniente en que nos encontrásemos con ella al salir de la siguiente reunión de la redacción. No tengo nunca nada mejor que hacer que cualquier cosa que se me ofrezca así que acudí. Volker me dijo que su prima se llamaba Jana Liptek y que era hija de su tía Jelena. Le pregunté si eran polacos y meneando la cabeza, sonrió. Llegamos a una cafetería frecuentada por gente mayor, muchos de ellos eran conocidos de la comunidad, gente que yo conocía de mis reportajes, en un mesa, sola, una mujer que parecía mayor pero que era joven, vestida como la más recalcitrante integrista que jamás hubiera visto. Un suéter de color beige, una falda ancha hasta los mismos pies, de color indeterminado, unos zapatos gruesos de factura casi industrial, ningún signo de maquillaje ni de interés por el cuidado personal, el pelo largo recogido en una coleta, unas gafas de montura de pasta, viejas, por encima del suéter una cruz. Su cara, sin embargo, reflejaba una alegría, una excitación más bien, que contrastaba con lo rancio de su vestimenta. Volker pidió una cerveza, le pusieron pegas, se la pusieron, se la bebió de un trago y se largó. Jana Liptek resultó ser una fanática de Polonia. Intentó incluso hablarme en polaco. Me preguntó por Polonia, por la comunidad católica en Polonia, y dedicó buen parte de nuestro encuentro a contarme cosas de Polonia que yo conocía, muchas, y otras que no tanto y supongo que había algún motivo para ello. Jana Liptek, con la segunda camomilla, me contó que siempre pensó que su madre Jana quería que ella fuera polaca, que ella misma se llamaba Jelena porque su abuela, Magdalena, provenía de la Prusia Oriental y ella siempre había pensado que alguno de sus ancestros era polaco que emparentó con los alemanes y de ahí que ella se sintiese, desde siempre, más polaca que alemana. Cada año iba en peregrinación a ver la Virgen De Czestozcowa, allí recorría algunas iglesias y hablaba con feligreses, se traía reliquias, crucifijos, consideraba que el Papa Juan Pablo II era sin duda la mayor personalidad del siglo. Decía que admiraba de nosotros que habíamos conservado incluso bajo el terror comunista, nuestra fe con mayor fuerza que ninguno de los otros países, que sentía, al estar en Polonia, que se encontraba mucho más cerca de Dios que en cualquier otro sitio. Que cuando volvía a Berlín, notaba que algo no funcionaba, que todo se volvía impuro. Toda la ropa que llevaba la había comprado en Polonia, me enseñó las etiquetas en polaco. Me preguntó si yo iba mucho por Polonia. Me inventé que iba cada año a ver a mis padres y que un vez allí también aprovechaba para visitar a mi confesor. Me pidió la fechas de mi viaje para saber si podría acompañarme y le dije que no podía decirle nada seguro y lo entendió. Le pregunté si había hecho votos, si era seglar, me dijo que no, que quería casarse y tener hijos, que su sangre polaca no se perdiera. Intenté reprimir las ganas de un nuevo vasito de schnapps. Seguimos hablando y cuando se hizo de noche, me dijo que se tenía que marchar. Que le gustaría seguir hablando conmigo, que se había sentido muy cerca de mí. Que podríamos quedar otra vez.
Volker cada Navidad, cada Semana Santa, cada... me da una postal de Czestozcowa de parte de su prima.'
'En aquellos años en Schrieben coincidí con un redactor de deportes que se llamaba Volker Hanschrig. Volker era un fenómeno que despreciaba al Hertha de Berlín y al que solo le interesaba el atletismo. Consideraba que era el deporte, El deporte, y que el fútbol era un veneno introducido en la sociedad para desviarlo del verdadero propósito de la actividad física, del deporte, que era el enriquecimiento colectivo, el bienestar personal, etc. Volker Hanschrig medía un metro ochenta y pesaba unos 120 kilos. Digamos que su físico no se correspondía con sus creencias. Una vez, después de una reunión en la revista, nos fuimos a tomar algo. Estuvimos en una cervecería y después de preguntarme por algunas cosas de Polonia, la conversación se agotó deprisa y nos encontramos yo bebiendo schnapps sin parar y él atizándose las cervezas sin conocimiento. Nos íbamos a despedir cuando me dijo que me tenía que presentar a una prima suya que seguro que me iba a caer bien. Apenas le entendí cuando me dijo eso porque ni yo escuchaba bien ni él entonaba perfectamente. Al cabo de unos días, Volker me dijo que había hablado con su prima y me preguntó si tenía inconveniente en que nos encontrásemos con ella al salir de la siguiente reunión de la redacción. No tengo nunca nada mejor que hacer que cualquier cosa que se me ofrezca así que acudí. Volker me dijo que su prima se llamaba Jana Liptek y que era hija de su tía Jelena. Le pregunté si eran polacos y meneando la cabeza, sonrió. Llegamos a una cafetería frecuentada por gente mayor, muchos de ellos eran conocidos de la comunidad, gente que yo conocía de mis reportajes, en un mesa, sola, una mujer que parecía mayor pero que era joven, vestida como la más recalcitrante integrista que jamás hubiera visto. Un suéter de color beige, una falda ancha hasta los mismos pies, de color indeterminado, unos zapatos gruesos de factura casi industrial, ningún signo de maquillaje ni de interés por el cuidado personal, el pelo largo recogido en una coleta, unas gafas de montura de pasta, viejas, por encima del suéter una cruz. Su cara, sin embargo, reflejaba una alegría, una excitación más bien, que contrastaba con lo rancio de su vestimenta. Volker pidió una cerveza, le pusieron pegas, se la pusieron, se la bebió de un trago y se largó. Jana Liptek resultó ser una fanática de Polonia. Intentó incluso hablarme en polaco. Me preguntó por Polonia, por la comunidad católica en Polonia, y dedicó buen parte de nuestro encuentro a contarme cosas de Polonia que yo conocía, muchas, y otras que no tanto y supongo que había algún motivo para ello. Jana Liptek, con la segunda camomilla, me contó que siempre pensó que su madre Jana quería que ella fuera polaca, que ella misma se llamaba Jelena porque su abuela, Magdalena, provenía de la Prusia Oriental y ella siempre había pensado que alguno de sus ancestros era polaco que emparentó con los alemanes y de ahí que ella se sintiese, desde siempre, más polaca que alemana. Cada año iba en peregrinación a ver la Virgen De Czestozcowa, allí recorría algunas iglesias y hablaba con feligreses, se traía reliquias, crucifijos, consideraba que el Papa Juan Pablo II era sin duda la mayor personalidad del siglo. Decía que admiraba de nosotros que habíamos conservado incluso bajo el terror comunista, nuestra fe con mayor fuerza que ninguno de los otros países, que sentía, al estar en Polonia, que se encontraba mucho más cerca de Dios que en cualquier otro sitio. Que cuando volvía a Berlín, notaba que algo no funcionaba, que todo se volvía impuro. Toda la ropa que llevaba la había comprado en Polonia, me enseñó las etiquetas en polaco. Me preguntó si yo iba mucho por Polonia. Me inventé que iba cada año a ver a mis padres y que un vez allí también aprovechaba para visitar a mi confesor. Me pidió la fechas de mi viaje para saber si podría acompañarme y le dije que no podía decirle nada seguro y lo entendió. Le pregunté si había hecho votos, si era seglar, me dijo que no, que quería casarse y tener hijos, que su sangre polaca no se perdiera. Intenté reprimir las ganas de un nuevo vasito de schnapps. Seguimos hablando y cuando se hizo de noche, me dijo que se tenía que marchar. Que le gustaría seguir hablando conmigo, que se había sentido muy cerca de mí. Que podríamos quedar otra vez.
Volker cada Navidad, cada Semana Santa, cada... me da una postal de Czestozcowa de parte de su prima.'
martes, 2 de junio de 2020
Schrieben
Continúa Danuta Wolinska:
'Comencé a escribir para la revista Schrieben crónicas de la vida católica en Berlín. Me entrevistaba con los miembros de la comunidad, asistía a sus eventos, estaba presente en la vida cotidiana de muchos de sus integrantes. Notaba grandes diferencias con la comunidad de Lodz y ese enfoque de polaca católica sorprendida por la vida y la religiosidad de otros católicos me ayudó mucho a la hora de escribir. Schrieben era una revista de cierto prestigio que trataba temas variopintos pero siempre desde el rigor conjugado con la experiencia personal del periodista. El director de la revista era Gunnar Bermann, que había heredado el puesto de su padre, Olaf Bermann. Lo primero que pregunté al llegar fue sobre el origen sueco de los Bermann, pero resultó que no tenían ninguna relación con Suecia. Durante la entrevista con Gunnar Bermann me extrañó que no me preguntara sobre mi experiencia en Polonia y sí mucho sobre mi vida berlinesa. Pensé que le interesaba más a quién conocía, y cómo podría desenvolverme en el medio antes que mi vida como católica polaca, pero lo que me hizo prosperar fue precisamente lo segundo. En fin.
Conocí en un encuentro ínter religioso a una señora que se llamaba Freda Jansen. El encuentro reunía a musulmanes, protestantes, judíos e hindúes, que discutían sobre diversos aspectos. Al acabar el encuentro se sirvieron bebidas y pegué hebra con la señora Jansen. Me contó su vida, los años de la guerra cuando era pequeña, la juventud, su noviazgo con un emigrante español, la separación cuando el emigrante quiso volver a su país, su refugio en la comunidad y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Su historia me conmovió. No era una gran historia, pero algo me tocó. La vi de nuevo en una fiesta de celebración de San Andrés en una parroquia. Volví a hablar con ella. En cuanto la vi, me dirigí a saludarla, me reconoció y nos servimos algo de vino. Me contó su vida, los años de la guerra cuando era pequeña, su juventud, el noviazgo con un joven que había luchado en la guerra y que se había vuelto medio loco, el suicidio del novio, el encuentro de refugio en la comunidad y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Me dio mucha pena, pobrecita, no estaba bien. Al cabo de unas semanas me encontré con ella en un oficio que se daba en memoria de un párroco local. Al acabar fui a hablar con la señora Jansen, que me reconoció y se alegró de verme. Me preguntó por el trabajo y me contó su vida. Los años de la guerra cuando era pequeña, la juventud, su relación con una compañera de la universidad que se hizo misionera, lo dura que fue la separación, cómo encontró refugio en la comunidad, y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Yo seguía con mi vida, los reportajes en Schrieben eran muy bien recibidos y en alguna ocasión, Gunnar Bermann me dijo que quizás, podría...
Al cabo de un tiempo me llegó la noticia de que la señora Jansen había muerto. Fui al entierro. Había mucha gente. Me di cuenta de que sentados en los primeros bancos había mucha gente llorando. Pregunté. Es el marido de la señora Jansen y sus hijos y nietos, me dijeron. Gunnar Bermann, que también fue a la ceremonia, me vio y me preguntó si conocía a la señora Jansen. Le dije que sí, un poco sorprendida... Bermann me contó la vida de la señora Jansen. Los años de la guerra en Suecia, la juventud, su relación con un directivo de la Mercedes en Estocolmo, la separación cuando el directivo volvió a Alemania, su refugio en la comunidad cristiana, y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe'.
'Comencé a escribir para la revista Schrieben crónicas de la vida católica en Berlín. Me entrevistaba con los miembros de la comunidad, asistía a sus eventos, estaba presente en la vida cotidiana de muchos de sus integrantes. Notaba grandes diferencias con la comunidad de Lodz y ese enfoque de polaca católica sorprendida por la vida y la religiosidad de otros católicos me ayudó mucho a la hora de escribir. Schrieben era una revista de cierto prestigio que trataba temas variopintos pero siempre desde el rigor conjugado con la experiencia personal del periodista. El director de la revista era Gunnar Bermann, que había heredado el puesto de su padre, Olaf Bermann. Lo primero que pregunté al llegar fue sobre el origen sueco de los Bermann, pero resultó que no tenían ninguna relación con Suecia. Durante la entrevista con Gunnar Bermann me extrañó que no me preguntara sobre mi experiencia en Polonia y sí mucho sobre mi vida berlinesa. Pensé que le interesaba más a quién conocía, y cómo podría desenvolverme en el medio antes que mi vida como católica polaca, pero lo que me hizo prosperar fue precisamente lo segundo. En fin.
Conocí en un encuentro ínter religioso a una señora que se llamaba Freda Jansen. El encuentro reunía a musulmanes, protestantes, judíos e hindúes, que discutían sobre diversos aspectos. Al acabar el encuentro se sirvieron bebidas y pegué hebra con la señora Jansen. Me contó su vida, los años de la guerra cuando era pequeña, la juventud, su noviazgo con un emigrante español, la separación cuando el emigrante quiso volver a su país, su refugio en la comunidad y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Su historia me conmovió. No era una gran historia, pero algo me tocó. La vi de nuevo en una fiesta de celebración de San Andrés en una parroquia. Volví a hablar con ella. En cuanto la vi, me dirigí a saludarla, me reconoció y nos servimos algo de vino. Me contó su vida, los años de la guerra cuando era pequeña, su juventud, el noviazgo con un joven que había luchado en la guerra y que se había vuelto medio loco, el suicidio del novio, el encuentro de refugio en la comunidad y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Me dio mucha pena, pobrecita, no estaba bien. Al cabo de unas semanas me encontré con ella en un oficio que se daba en memoria de un párroco local. Al acabar fui a hablar con la señora Jansen, que me reconoció y se alegró de verme. Me preguntó por el trabajo y me contó su vida. Los años de la guerra cuando era pequeña, la juventud, su relación con una compañera de la universidad que se hizo misionera, lo dura que fue la separación, cómo encontró refugio en la comunidad, y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe. Yo seguía con mi vida, los reportajes en Schrieben eran muy bien recibidos y en alguna ocasión, Gunnar Bermann me dijo que quizás, podría...
Al cabo de un tiempo me llegó la noticia de que la señora Jansen había muerto. Fui al entierro. Había mucha gente. Me di cuenta de que sentados en los primeros bancos había mucha gente llorando. Pregunté. Es el marido de la señora Jansen y sus hijos y nietos, me dijeron. Gunnar Bermann, que también fue a la ceremonia, me vio y me preguntó si conocía a la señora Jansen. Le dije que sí, un poco sorprendida... Bermann me contó la vida de la señora Jansen. Los años de la guerra en Suecia, la juventud, su relación con un directivo de la Mercedes en Estocolmo, la separación cuando el directivo volvió a Alemania, su refugio en la comunidad cristiana, y cómo en la comunidad había encontrado un nuevo amor, la Fe'.
lunes, 1 de junio de 2020
Schrieben
Cuenta Danuta Wolinska:
'Tiempo después, me aficioné al schnapps. Primero como una broma, luego como una forma de tener alguna característica distintiva, luego como vicio. Hasta que lo dejé. Recuerdo que nadie pedía schnapps y yo pedía schnapps y me hacía sentir diferente. Ya era diferente, era una polaca en Berlín, pero éramos muchos polacos en Berlín y todos hacíamos lo posible por seguir pareciendo polacos o muy berlineses, pero nadie pedía schnapps. Pedir schnapps era algo extemporáneo, viejo, rancio. Algunos traían botellas de bebidas polacas y yo nunca quise. Recuerdo, en Lodz, tras una reunión del diario, que nos fuimos a tomar algo a un bar. Pedí una cerveza y detrás de aquella cerveza un licor de manzana. Creí morir. Desde entonces le guardo un tremendo rencor a las bebidas polacas. En cambio, con el schnapps no tuve ningún problema. Los primeros días no podía disimular la embriaguez cansina, la lengua estropajosa, el hablar vociferante, los himnos, cantar. Pero poco a poco fui dominándome y el schnapps y yo nos acomodamos el uno al otro como si fuéramos (...).
Un día, Witold Juralscwicz, que venía de hacer una gira de conciertos con el piano por Francia y que pensaba quedarse a vivir allí porque además había conocido a una chica descendiente de polacos también y se pensaba casar, nos llamó a todos para quedar para cenar. Fuimos a un restaurante que regentaban unos turcos pero que estaba decorado con herramientas del campo recogidas de algunas granjas y siempre acabábamos discutiendo si esas granjas estaban en la Prusia ahora polaca o si eran polacas o si eran alemanas. Nunca me interesó esa discusión. Los turcos eran muy simpáticos, menos uno, el dueño, Alpay, que siempre quería que nos marchásemos pronto a casa. 'Los alemanes no dan problemas, pero vosotros sois unos borrachos que solo sabéis llorar y beber'. Aquella noche hicimos lo que mejor se nos daba, llorar y beber y hablar de nuestro país. Y sobre todo, hablar de lo bien que nos iba fuera de nuestro país. Witold quiso hablar conmigo y por algún extraño motivo me dio la impresión de que me estaba intentando tirar la caña. También aquella noche había apostado por el schnapps y por aquella época fumaba bastante y mi voz se había transformado en una cosa gutural y extrañamente seductora sobre todo para personas sensibles. Witold lo era. Me habló de la sensación de final de camino, de que su tiempo de artista iba a cambiar, de aprovechar el momento. Yo le contestaba con monosílabos, frases inconexas que dejaba intencionadamente sin terminar, le miraba con profundo desprecio porque sabía lo que estaba buscando.
A la mañana siguiente me desperté sola en la cama. No recordaba si había dormido con Witold o sola. No recordaba nada. Alguien lloraba en el cuarto de baño.'
'Tiempo después, me aficioné al schnapps. Primero como una broma, luego como una forma de tener alguna característica distintiva, luego como vicio. Hasta que lo dejé. Recuerdo que nadie pedía schnapps y yo pedía schnapps y me hacía sentir diferente. Ya era diferente, era una polaca en Berlín, pero éramos muchos polacos en Berlín y todos hacíamos lo posible por seguir pareciendo polacos o muy berlineses, pero nadie pedía schnapps. Pedir schnapps era algo extemporáneo, viejo, rancio. Algunos traían botellas de bebidas polacas y yo nunca quise. Recuerdo, en Lodz, tras una reunión del diario, que nos fuimos a tomar algo a un bar. Pedí una cerveza y detrás de aquella cerveza un licor de manzana. Creí morir. Desde entonces le guardo un tremendo rencor a las bebidas polacas. En cambio, con el schnapps no tuve ningún problema. Los primeros días no podía disimular la embriaguez cansina, la lengua estropajosa, el hablar vociferante, los himnos, cantar. Pero poco a poco fui dominándome y el schnapps y yo nos acomodamos el uno al otro como si fuéramos (...).
Un día, Witold Juralscwicz, que venía de hacer una gira de conciertos con el piano por Francia y que pensaba quedarse a vivir allí porque además había conocido a una chica descendiente de polacos también y se pensaba casar, nos llamó a todos para quedar para cenar. Fuimos a un restaurante que regentaban unos turcos pero que estaba decorado con herramientas del campo recogidas de algunas granjas y siempre acabábamos discutiendo si esas granjas estaban en la Prusia ahora polaca o si eran polacas o si eran alemanas. Nunca me interesó esa discusión. Los turcos eran muy simpáticos, menos uno, el dueño, Alpay, que siempre quería que nos marchásemos pronto a casa. 'Los alemanes no dan problemas, pero vosotros sois unos borrachos que solo sabéis llorar y beber'. Aquella noche hicimos lo que mejor se nos daba, llorar y beber y hablar de nuestro país. Y sobre todo, hablar de lo bien que nos iba fuera de nuestro país. Witold quiso hablar conmigo y por algún extraño motivo me dio la impresión de que me estaba intentando tirar la caña. También aquella noche había apostado por el schnapps y por aquella época fumaba bastante y mi voz se había transformado en una cosa gutural y extrañamente seductora sobre todo para personas sensibles. Witold lo era. Me habló de la sensación de final de camino, de que su tiempo de artista iba a cambiar, de aprovechar el momento. Yo le contestaba con monosílabos, frases inconexas que dejaba intencionadamente sin terminar, le miraba con profundo desprecio porque sabía lo que estaba buscando.
A la mañana siguiente me desperté sola en la cama. No recordaba si había dormido con Witold o sola. No recordaba nada. Alguien lloraba en el cuarto de baño.'
viernes, 29 de mayo de 2020
Schrieben
Más en torno a los textos de Danuta Wolinska, en esta ocasión sin ningún otro particular.
'Goretti Zielinska llegó a Berlín previo paso por Hamburgo, ciudad a la que llegó proveniente de Lodz. En Lodz había sido amiga de la infancia, coincidimos en la misma escuela y llegamos a jugar juntas en el equipo de balonmano del Instituto. Cuando yo decidí estudiar periodismo ella, con mejores notas, dirigió sus pasos hacia el Derecho. A los pocos meses de comenzar la carrera, Goretti ya trabajaba en un pequeño diario local haciendo crónica política. Mientras tanto yo todavía no había comenzado a trabajar en ningún medio. Al acabar la carrera pude ir poco a poco hasta que, bueno, llegué a Berlín, ya saben. No quise saber nada más de Goretti Zielinska aunque sabía todo acerca de Goretti Zielinska. Era una celebridad local. Se casó con Szimon Grotowski y ambos, destacados miembros de la sociedad de Lodz, parecían el ideal de la nueva Polonia. Pero Szimon se cansó pronto de Goretti y poco menos que la repudió. Ella se tuvo que marchar a buscarse la vida en una empresa de comunicación en Hamburgo, donde pronto destacó y de ahí la enviaron a la central en Berlín. Llevaba en principio temas legales aunque también participaba en decisiones creativas. Un día, paseando por una avenida de Berlín, no sé exactamente cual, me tropecé con ella. Sospecho que ella me estaba buscando. Fuimos a tomar un café. Me explicó su vida, Szimon, el periodismo, el vértigo de la vida en Berlín.
Nos fuimos a dar un paseo.
No sé cómo fuimos a dar a un terraplén al lado de una vía del tren a las afueras de la ciudad. Aunque el día había amanecido caluroso y en lugar de un café quizás hubiera apetecido un helado, a esa hora, en el terraplén, temí por que nos cayera una manta de agua.
En el terraplén, con las primeras gotas de lluvia cayéndonos por la cara, le confesé que me daba asco. Su vida, su éxito, sus cuitas amorosas con Szimon, el propio Szimon, que hubiera triunfado en el periodismo y que fuera abogada, que estuviera en Berlín, que estuviera allí, tumbada boca arriba, con el traje chaqueta desordenado y despeinada en ese terraplén mientras esperábamos a que pasara el tren, el mismo tren que venía de Varsovia y que me había traído a mí. Le dije que me enfermaba pensar en que ahora íbamos a coincidir durante mucho tiempo en Berlín y que no dudaba que en cuanto supiera que yo ahora era una escritora de éxito, ella iba a encaminarse hacia el mismo sitio.
Goretti se incorporó un poco y me miró a los ojos. Me dijo. 'No sabía que escribías'.
No me había estado escuchando'.
'Goretti Zielinska llegó a Berlín previo paso por Hamburgo, ciudad a la que llegó proveniente de Lodz. En Lodz había sido amiga de la infancia, coincidimos en la misma escuela y llegamos a jugar juntas en el equipo de balonmano del Instituto. Cuando yo decidí estudiar periodismo ella, con mejores notas, dirigió sus pasos hacia el Derecho. A los pocos meses de comenzar la carrera, Goretti ya trabajaba en un pequeño diario local haciendo crónica política. Mientras tanto yo todavía no había comenzado a trabajar en ningún medio. Al acabar la carrera pude ir poco a poco hasta que, bueno, llegué a Berlín, ya saben. No quise saber nada más de Goretti Zielinska aunque sabía todo acerca de Goretti Zielinska. Era una celebridad local. Se casó con Szimon Grotowski y ambos, destacados miembros de la sociedad de Lodz, parecían el ideal de la nueva Polonia. Pero Szimon se cansó pronto de Goretti y poco menos que la repudió. Ella se tuvo que marchar a buscarse la vida en una empresa de comunicación en Hamburgo, donde pronto destacó y de ahí la enviaron a la central en Berlín. Llevaba en principio temas legales aunque también participaba en decisiones creativas. Un día, paseando por una avenida de Berlín, no sé exactamente cual, me tropecé con ella. Sospecho que ella me estaba buscando. Fuimos a tomar un café. Me explicó su vida, Szimon, el periodismo, el vértigo de la vida en Berlín.
Nos fuimos a dar un paseo.
No sé cómo fuimos a dar a un terraplén al lado de una vía del tren a las afueras de la ciudad. Aunque el día había amanecido caluroso y en lugar de un café quizás hubiera apetecido un helado, a esa hora, en el terraplén, temí por que nos cayera una manta de agua.
En el terraplén, con las primeras gotas de lluvia cayéndonos por la cara, le confesé que me daba asco. Su vida, su éxito, sus cuitas amorosas con Szimon, el propio Szimon, que hubiera triunfado en el periodismo y que fuera abogada, que estuviera en Berlín, que estuviera allí, tumbada boca arriba, con el traje chaqueta desordenado y despeinada en ese terraplén mientras esperábamos a que pasara el tren, el mismo tren que venía de Varsovia y que me había traído a mí. Le dije que me enfermaba pensar en que ahora íbamos a coincidir durante mucho tiempo en Berlín y que no dudaba que en cuanto supiera que yo ahora era una escritora de éxito, ella iba a encaminarse hacia el mismo sitio.
Goretti se incorporó un poco y me miró a los ojos. Me dijo. 'No sabía que escribías'.
No me había estado escuchando'.
domingo, 17 de mayo de 2020
Schrieben
Entre los papeles de Danuta Wolinska encontramos este descarnado texto sobre la pasión. Cualquier pasión. Enfermiza.
'Acababa de llegar a Berlín, donde pretendía residir, escribir, ser protagonista de mi propio relato. Una mujer venida de Lodz, una polaca que quería vivir en la capital de Europa, en el foco de civilización y de destrucción, ser una escritora, ser y parecer lo que en Lodz ya no podía ser de la manera que yo quería. Me instalé en un sucio piso ubicado en un edificio de un barrio a las afueras. Nunca fui buena con las ubicaciones. Compartía piso con una pareja de funcionarios del Ayuntamiento. Ellos habían viajado a Polonia con motivo de una de las visitas del Papa y yo, que había acudido a aquel encuentro de fieles como periodista, me hice amiga de ellos por motivos que no vienen al caso. Bueno, los encontré en un bar y la curiosidad por aquella pareja alemana entre fervorosos polacos me llamó la atención. Grethe y Hansi eran buenos como pan caliente. Me dejaron su tarjeta y para lo que quisiera. Quise. Los primeros días los dediqué a ubicarme, a estar, a vivir la ciudad como pensaba que debía vivirse. Contacté con amigos polacos, hice mi primer círculo de amistades. Volvía a casa con muchas ideas para escribir. Me iba a la cama y a la mañana siguiente la vida berlinesa me volvía a devorar.
El primer mes transcurrió así y trabajando. Conseguí trabajo en una papelería, quiosco, y pequeña tienda de comestibles rápidos. Cuando acababa de trabajar, bares, amigos, hablar de escribir. Escribía en mi cabeza comienzos de historias, romances tormentosos, me enamoré del amigo checo de una amiga, él nunca lo supo. Todos me preguntaban cuándo podrían ver algo de lo que estaba escribiendo.
Un día, llegó a Berlín un chico nuevo. Polaco. De Lodz. Adam Polanski. Cuando le conocí no me llamó excesivamente la atención. Quizás sí. Como todos, le preguntamos si era pariente del director de cine. Ingenioso, respondía siempre con alguna ocurrencia. Se acopló enseguida al grupo de amigos y amigas. Una de esas tardes en las que crees que la vida es sencilla y que solo se romperá cuando tú y solo tú lo decidas, llegué a la cafetería donde nos reuníamos y Adam estaba leyendo en voz alta algo que había escrito. No escuché nada.
Me volví al piso.
Lo demás está escrito.'
'Acababa de llegar a Berlín, donde pretendía residir, escribir, ser protagonista de mi propio relato. Una mujer venida de Lodz, una polaca que quería vivir en la capital de Europa, en el foco de civilización y de destrucción, ser una escritora, ser y parecer lo que en Lodz ya no podía ser de la manera que yo quería. Me instalé en un sucio piso ubicado en un edificio de un barrio a las afueras. Nunca fui buena con las ubicaciones. Compartía piso con una pareja de funcionarios del Ayuntamiento. Ellos habían viajado a Polonia con motivo de una de las visitas del Papa y yo, que había acudido a aquel encuentro de fieles como periodista, me hice amiga de ellos por motivos que no vienen al caso. Bueno, los encontré en un bar y la curiosidad por aquella pareja alemana entre fervorosos polacos me llamó la atención. Grethe y Hansi eran buenos como pan caliente. Me dejaron su tarjeta y para lo que quisiera. Quise. Los primeros días los dediqué a ubicarme, a estar, a vivir la ciudad como pensaba que debía vivirse. Contacté con amigos polacos, hice mi primer círculo de amistades. Volvía a casa con muchas ideas para escribir. Me iba a la cama y a la mañana siguiente la vida berlinesa me volvía a devorar.
El primer mes transcurrió así y trabajando. Conseguí trabajo en una papelería, quiosco, y pequeña tienda de comestibles rápidos. Cuando acababa de trabajar, bares, amigos, hablar de escribir. Escribía en mi cabeza comienzos de historias, romances tormentosos, me enamoré del amigo checo de una amiga, él nunca lo supo. Todos me preguntaban cuándo podrían ver algo de lo que estaba escribiendo.
Un día, llegó a Berlín un chico nuevo. Polaco. De Lodz. Adam Polanski. Cuando le conocí no me llamó excesivamente la atención. Quizás sí. Como todos, le preguntamos si era pariente del director de cine. Ingenioso, respondía siempre con alguna ocurrencia. Se acopló enseguida al grupo de amigos y amigas. Una de esas tardes en las que crees que la vida es sencilla y que solo se romperá cuando tú y solo tú lo decidas, llegué a la cafetería donde nos reuníamos y Adam estaba leyendo en voz alta algo que había escrito. No escuché nada.
Me volví al piso.
Lo demás está escrito.'
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