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martes, 10 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos




Era tan tonto que cuando estaba contento se ponía a silbar la Marcha Radetzky. Le salía solo. Salía del trabajo, por ejemplo, que era su momento de máxima felicidad y le veías coger la chaqueta, quedarse parado esperando el ascensor, silbando. Alguna vez quise hablar con él y preguntarle por el tema. Supongo que no sabía que la Marcha Radetzky no solo era un bonito vals, sino que había sido compuesta en honor a un general austriaco que había sido el encargado de reprimir los movimientos revolucionarios del 1848 en Italia. ¿Y si lo sabía? El cuento, breve, podría acabar aquí. Pero le tuve que preguntar. Un día, precisamente delante del ascensor, le pregunté y me contestó que sí, que lo sabía, que lo sabía perfectamente, que su padre le había explicado la historia, que había leído sobre el tema, que no era la primera vez que alguien le venía a decir que porqué silbaba la Marcha Radetzky. El cuento seguirá siendo breve aunque continúe unas pocas líneas más. Me dijo que silbaba la Marcha Radetzky precisamente porque conocía la historia, porque se la había contado su padre, porque había leído sobre el tema y porque le gustaba el pan de Viena. Qué tonto. 

lunes, 9 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Uno de los momentos que más placer me proporcionan llega cuando puedo perderme por los callejones de la ciudad antigua de Praga y espero a que a la vuelta de cualquier esquina me sorprenda encontrándome con alguien que me coja del brazo y me diga qué es lo que tengo que hacer. No me ha ocurrido en demasiadas ocasiones, de hecho solo recuerdo que me haya pasado dos o tres veces. Sería bueno concretar, así que han sido dos veces. La primera vez fue una casualidad, no podía ser de otra manera, nadie hace estas cosas pensando que le van a pasar. Ni en Praga ni en cualquier otra parte. La segunda sí que fue intencionada. La primera vez que me ocurrió era yo muy joven y mataba mis días de soledad deambulando por las calles, consumiendo horas paseando y evitando concentrarme en nada. Un día, alguien una desconocida, me salió al encuentro en un pequeño recodo, bajo un soportal y me aleccionó sobre diversos aspectos de lo que debía ser mi futuro. Impresionado, no me quedó otra que hacer lo que eran unas instrucciones precisas. El efecto de lo que me dijo aquella desconocida duró unos cuantos años. Llegada la treintena, otro momento de crisis y el recuerdo de aquel paseo me llevó de nuevo a las calles de Praga. Recuerdo que una vez sorteé una presencia descomunal que presentí que no me iba a llevar a nada bueno. Y llegó, cruzando una callejuela oscura, alguien que me agarró por detrás y en un portal, delante de una tienducha de muñecos de madera, me aleccionó sobre qué era lo que yo necesitaba y qué tenía que hacer. De hecho, ya estaba hecho. Solo tenía que ir y presentar un par de papeles. Ya estaba. Todo tan fácil. Como un sueño. Si es que en los sueños alguien te dice que entregues un papel que ya está cumplimentado. En orden. Tal día a tal hora. Allí. Qué placer. Qué inmenso placer. Sin voluntad y sin complicaciones. Todo está en esos callejones de la ciudad antigua de Praga, al alcance de quien quiera verlo o el que haya sacado el tiquet o quien de la suficiente lástima o el que pise la baldosa adecuada que accione el mecanismo que posibilite que ese alguien que maneja los hilos desde los callejones de Praga atienda a tu momento de incertidumbre. Y qué placer. 

jueves, 5 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Siempre decía 'esta ciudad es insoportable'. O 'esta ciudad nos va a matar'. Con esto último yo le contestaba que 'por la tarde ya iba bien mamado'. Él no entendía la referencia porque venía de fuera, pero a mí me hacía gracia decírselo por si alguna vez escuchaba la canción. Bueno, que la canción tampoco dice eso, pero no sé, a mí me hacía gracia decirlo. Estábamos juntos tanto tiempo, pasábamos tantas horas uno con el otro, que al final yo esperaba que fuera como un amigo total, como una pareja sin serlo. Yo estaba casado y él también, pero intentaba que él fuera, no sé, como mi conexión especial. Ya he dicho que él no era de aquí, era bielorruso, hacía años que había venido a nuestro país y hablaba todos nuestros idiomas posibles estupendamente. Casi no parecía de fuera. Pero lo era. Pasábamos muchas horas juntos, pero no sabía muchas cosas de él. No sabía qué música le gustaba. Yo no dejaba de poner música a cada rato. Esperaba siempre una reacción, un gesto, un mohín de disgusto, que de golpe se pusiera a tararear. Nada. Ni qué programas de televisión había visto. Ni sus ideas políticas. Siempre creí que era de derechas, porque venía de Bielorrusia y si fuera de izquierdas se habría quedado en Bielorrusia ¿no? Leer libros tampoco sabía si leía libros, no traía libros al trabajo y no sé si leería en casa. Hablábamos de fútbol y creí entender que era del Real Madrid. Pero no mostraba sus cartas. Conocí a Jensi, que empezó a trabajar limpiando en la oficina, me enamoré de ella, dejé a mi mujer. Jensi era húngara. Él no dijo nada durante todo aquel tiempo, que fue muy complicado. Simplemente un día no vino a trabajar, me dijeron que había pedido la cuenta. Y no lo volví a ver. 

miércoles, 4 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos



La verdad es que todo era un poco ridículo. Éramos un grupo de cinco o seis amigos, todos éramos de la misma ciudad, todos éramos del mismo barrio, todos nos habíamos criado juntos, todos teníamos padres que jamás habían salido del país, todos teníamos familia que únicamente hablaba checo, todos teníamos abuelos que jamás habían conocido otra cosa que a checos y si habían conocido a otra gente no guardaban buen recuerdo de ello. Todos teníamos nombres checos o eslavos. Todos, sin excepción, hubiéramos sido reconocidos como perfectos hijos de la gran madre eslava. Todos hablábamos entre nosotros exclusivamente en checo. Únicamente Marek había viajado una vez a Berlín, durante un programa de su escuela, que aunque estaba en el barrio no era la misma escuela porque a esa escuela sólo iban los hijos de una empresa muy antigua. El caso es que fueron a Berlín y cuando Marek volvió, todo cambió. Fue el primero en querer ser inglés. No sé qué vio en Berlín, pero solo hablaba de Inglaterra, de su música, de su cultura, comenzó a vestir como si fuera un modelo de la Fred Perry. No sabíamos de dónde sacaba esa ropa. Nos contagió a todos. Éramos un grupo de cinco o seis amigos, todos de la misma ciudad, que nos creíamos ingleses. ¿Os ha pasado también a vosotros?

martes, 3 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Yo tengo más o menos las mismas vivencias que todo el mundo. Algunas cosas las he hecho, otras no, otras solo las he hecho yo o pienso que solo las he vivido yo pero estoy convencido de que son compartidas por el resto del entorno en el que me muevo. Si te cuento mi vida, verás que, aunque intente adornarla o tenga recursos que la hagan parecer más interesante, coincide con lo que ya habrás visto o escuchado en otros amigos nuestros, incluso en ti misma. Por ejemplo, aquella vez en la que saliendo de un concierto nos pilló la policía meando en la calle. A todos nos ha pasado. Yo la cuento de una manera que puede parecer graciosa, pero en realidad es la misma historia siempre.  Yo estaba meando en una esquina, no demasiado escondido de la gente, entre dos coches, y los colegas estaban allí, algunos meaban también o ya habían meado y levanté la vista y vi un coche de la policía municipal en la esquina opuesta. Estaban lejos, pensé. Me concentré en la meada y cuando levanté la vista allí otra vez, los policías estaban delante de mí y lógicamente me recriminaron, me pidieron el carnet y yo asumí la derrota y como estaba borracho intenté mostrar mi sorpresa y recuerdo que un amigo quiso salir en mi defensa pero ya daba igual. Lo cuento de una manera en la que parece excepcional, una anécdota vistosa, pintoresca, los policías no estaban y de repente estaban. Y nos fuimos de allí a otro sitio y a ese sitio no habíamos ido nunca y estuvimos bailando y creo que sentí algo especial. Ese algo especial no sabía lo que era, era algo que no sentía que me hubiera pasado antes. Ahora podría decir otra cosa, pero estoy convencido de que a todo el mundo le ha pasado que ha tenido 'esa noche' en la que parece que algo va a pasar. Naturalmente, no pasó nada. Eso también le pasa a todo el mundo. 

lunes, 2 de diciembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Aquellos cuentos que había escrito casi inconscientemente, sin pensarlo, como un pasatiempo simplemente, le habían dado la popularidad que siempre había ansiado y que con sus ensayos e incluso sus dos novelas no había llegado ni a imaginar. Cuentos escritos como a salto de mata, sin otro interés para él que mantener viva la cosa de la escritura. Eran cuentos en los que quería emular a sus referentes más queridos, los escritores centroeuropeos que siempre le habían entusiasmado. Incluso había escritores de su tierra que habían adoptado claramente aquellos referentes y también a él le habían influido. Así, sin proponérselo, fue escribiendo estos cuentos de manera un tanto desordenada y, cuando vio que ya había reunido un volumen suficiente, los ofreció para su publicación. El libro se publicó y fue todo un éxito. Pero no fue hasta que pasó un tiempo que, un día, revisando unos volúmenes en su casa, no se dio cuenta de algo que, quizás, tuvo que ver con el éxito de aquel volumen que él había titulado 'Pequeños cuentos centroeuropeos' y que, por algún motivo, quizás por ese poco cuidado y ligereza, había entregado como 'Pequeños centros europeos'. 

Pequeños cuentos centroeuropeos


Todos nos conocíamos pero no nos conocíamos por lo mismo. Algunos éramos y otros no, unos venían y otros no, otros se sentían y aquellos no, pero estábamos allí y hablábamos entre nosotros, nos reíamos, comentábamos y Zdenek me tocó la espalda y me preguntó si podíamos hablar un momento. Nos apartamos un poco del resto de la gente y empezó a contarme que no estaba en un buen momento, que había dejado el trabajo y que tenía un proyecto en la cabeza pero necesitaba un poco de ayuda y si yo le podía prestar al menos un poco de atención porque tenía en mucho mi opinión. Su idea era mi idea. En cuanto comenzó a decirme qué es lo que tenía pensado hice repaso de las veces que había hablado de mi deseo con el resto de colegas. Quizás a alguno de ellos, o a alguna de ellas, en alguna ocasión y con alcohol de por medio, les había dicho que en realidad, la ilusión de mi vida era... pero no tenía conciencia de haberlo hablado alguna vez con Zdenek y no creo que alguien hubiera llegado a Zdenek y le hubiera comentado eso. Aquí me acordé del cuento aquel en el que alguien descubre un hecho maravilloso y se lo comenta a una persona que cree su amiga pero que en realidad es un competidor y este, en un arranque de egoísmo, no da importancia al hecho. Pensé en hacer lo mismo. Pero no lo hice. Le dije a Zdenek que me parecía una idea muy original y que no se preocupara, que seguro que le iría bien. No le fue bien. 

jueves, 28 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Llegó a Praga después de una serie de vicisitudes que por poco le cuestan la pellica. Pero llegó a Praga y en Praga encontró un trabajo. El trabajo era lo de menos, el caso es que encontró algo. Ese algo ya era algo, porque el viaje hasta llegar a Praga había sido tan duro que no os podéis imaginar lo que es llegar a Praga, por ejemplo, y que Praga te parezca maravilloso. Incluso barrios alejados del centro, del puente de Carlos, de la iglesia de San Wenceslao, del cementerio judío. Todo le parecía bien. Mutawakkil no era demasiado exigente. Por las tardes, muy tarde, cuando terminaba de trabajar, no sabía que hacer en Praga, porque en Praga, en esa parte de Praga donde vivía, no había nada que hacer. Un tipo que era de algún lugar que parecía tener algo que ver con su lugar de origen, pero que ni él mismo sabía precisar con seguridad, había montado una peluquería. Y Mutawakkil pasaba allí el rato. Cuando se aburría de las conversaciones que tenían entre gente a la que consideraba paisana, se volvía a su casa. Veía vídeos en el móvil. Un día entabló conversación con un checo que sabía algo de francés. Era comercial de la empresa donde trabajaba. El checo se llamaba Karel. Mutawakkil se lo encontró por la empresa algunas veces, hicieron buenas migas. Se encontraron alguna vez en una taberna, una cafetería cercana a la empresa. Mutawakkil ya hablaba algo de checo. Los amigos de Karel miraban a Mutawakkil con reparo. Los compañeros del turno de Mutawakkil pensaban que Mutawakkil quería ascender en la empresa. Mutawakkil dejó de ver al checo durante unos meses. Un día, en la peluquería, escuchó una historia que contó el propio peluquero, sobre alguien que había viajado desde África a Suecia y que siempre decía que en Suecia hacía frío, pero el mismo frío que hacía en su tierra y que los suecos no eran tan distintos a sus vecinos y su familia allá en... Mutawakkil escuchaba y pensaba que esa historia era verdad. Hasta que lo dijo en voz alta. 

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Pensarás que nadie nos tiene en cuenta. La mayoría de nosotros no sabemos a qué hora aparecimos aquí, no sabemos tampoco cuándo nos vamos a ir. Algunos recordamos estar casados, tener hijos, hijos que a veces nos encontramos también en la barra, les reconocemos, o no, seguimos mirando hacia otra parte. Otros ya no recuerdan nada. Saben que han venido a una hora, era temprano, salen de vez en cuando a la puerta, la gente hace como que no nos ve. Nos huele la ropa pero nosotros ya hace tiempo que no olemos nada. Nos huele todo. Venimos limpios, nos vamos sucios. Hablamos cosas entre nosotros, cosas que no entendéis, tampoco a nosotros nos importa lo más mínimo. No miramos el fondo de la botella, al final del vaso no estás tú, no hay ningún mensaje, no existe. Hay una televisión encendida. Tenemos una opinión. Yo casi nunca digo nada. De vez en cuando gruño, o levanto una ceja si veo a alguien en la calle que reconozco. No sé porqué comencé a venir. No me gusta jugar a las máquinas, no me gusta distraerme viendo jugar a otros. Soy de los que les gusta leer el periódico, el diario deportivo. Me gusta que piensen que soy un intelectual. Que no tendría que estar aquí. No tenemos una opinión formada de las cosas, pero sabemos cómo son las cosas. A veces opinamos. Y esa opinión vale, cuenta. Estamos aquí, al fondo, sentados, o de pie en la puerta tomando el sol, hablando con la hija del dueño del bar, preguntándole cuántas le han quedado. La hija del dueño del bar es muy lista y nunca le queda nada. Seguramente no trabajará en el bar cuando sea mayor. Ya no nos asusta. Asustan otras cosas. 

lunes, 25 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Nos dijeron un día que teníamos que ir a ver un espectáculo de danza y allí que fuimos y no os puedo decir otra cosa que al cabo de un rato ya estábamos aburridos y pensamos que nos queríamos ir y no sabíamos si nos iban a dejar y para matar el tiempo hablando de algo me puse a contarles toda esa teoría sobre el desprecio a las tradiciones y cómo lo que intentamos hacer cuando nos ponemos nostálgicos con el pasado es precisamente eso, ser unos nostálgicos y entonces Wierek me dijo que si tan moderno y tan rompedor porqué no le había puesto de nombre a mi hijo algo así como un número de serie, porque así me hubiera ciscado en la tradición y fíjate tú qué salto adelante. Y me acabé cagando en su puta madre. Pero es que quién nos manda ir. 

viernes, 22 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Si no me explicas qué significan las cuatro letras, no te puedo ayudar. Aquel hombre no soltaba palabra. Tenía grabadas en el brazo unas letras que los trabajadores que le encontraron en el suelo no conocían. Los trabajadores estaban arreglando la tapa de una alcantarilla que había quedado suelta y, cuando llegaron temprano para seguir con la obra, se encontraron a aquel hombre mayor, desnudo de cintura para arriba, tirado en el suelo. Le preguntaron quién era y el hombre contestó en un idioma que no conocían, pero supieron entender que su nombre era Isaac. La inscripción tatuada en el brazo era sin duda llamativa y así, uno de ellos, pensó que quizás el motivo por el que Isaac estaba allí tirado tenía que ver con esa inscripción. ¿Qué es esto que llevas escrito en el brazo? Isaac estaba bastante aturdido, haber pasado toda la noche semidesnudo a la intemperie, le había dejado medio grogui. No recordaba cómo había llegado hasta allí, había partes de su cuerpo que le dolían bastante, pero hasta donde creía acordarse, no había habido nada raro en aquella tarde. Había salido de trabajar en la empresa farmacéutica, se había parado en la infecta bodega de la esquina, no habló con nadie, como siempre, buscó el autobús, esperó, miró un poco el móvil y cuando quiso darse cuenta le estaban zarandeando preguntándole qué hacía, cómo se llamaba, qué le pasaba. El tatu se lo había hecho de chaval, cuando estaba en aquel grupo de metal. Pero eso, el flipado de la literatura esotérica no lo sabía. La película estaba montada. 

jueves, 21 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Ya hacía tiempo que no le pasaba, pero le pasó. Le habían encargado buscar algún arreglo para un reloj de la familia, un reloj que no tenía más valor que el sentimental y que se había parado. Posiblemente fuera la pila, le dijeron. Tendrás que ir a lo de Applebaum y preguntar a ver qué se puede hacer. Así que salió a la calle con el reloj en el bolsillo. Tuvo que comprobar antes de llegar que no se había equivocado de dirección, que se equivocó de dirección, porque hacía tiempo que no iba a lo de Applebaum y posiblemente no hubiera ido nunca pero es de esas cosas que crees que has hecho y que no has hecho, como fuera, el caso es que se había pasado y tuvo que volver sobre sus pasos. La mañana tampoco era propicia para ir deambulando, se centró y encontró el tienducho. Tocó el timbre y el propio Applebaum salió a abrirle. De inmediato se situó detrás del mostrador y escuchó lo que le decía el otro con el reloj en la mano. Debe ser la pila. Seguro que es la pila. Lo que pasa es que esta pila. Voy a ver si la encuentro. Y fue entonces cuando le pasó. Otra vez. 

miércoles, 20 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Que quede claro que la húngara no sabía jugar al ajedrez, o mejor dicho, sabía jugar pero no era la Polgár precisamente. Cualquiera de las Polgár. La húngara trabajaba de periodista en un diario deportivo de Budapest. Escribía sobre partidos de fútbol que jugaba la selección o bien partidos relevantes que se daban en el extranjero así como la participación en competiciones europeas de los equipos de la ciudad. Sabía mucho de fútbol y no le importaba la política. Cuando todo empezó a desmoronarse, cuando ya estaba desmoronado, conoció a Fred McClusky, un periodista americano que había venido a vivir la aventura del fin del comunismo. Al principio, McClusky le pareció un gilipollas, poco a poco fue sintiendo pena por él y finalmente le cogió cariño. Cuando McClusky le confesó que se había enamorado de ella, la húngara sintió que se había metido con las dos patas en un cubo lleno de mierda calentita y que aunque la mierda era mierda igual, no se encontraba a disgusto. La húngara y McClusky finalmente se casaron, aunque McClusky era evidentemente bastante más mayor que ella, pero no lo suficiente como para ser un anciano. Se casaron en Budapest y ella le dijo que, mientras él trabajara, ella querría seguir viviendo en su ciudad. Él se fue a Oriente Medio, hizo un reportaje sobre el régimen sirio, quiso entrar en Irán y allí sufrió unos mareos que le obligaron a volver a los Estados Unidos. La húngara se negó a acompañar a McClusky a su país y le dijo que ella le esperaba en Budapest. Él le dijo que se lo tomaba como el anuncio de una ruptura y ella simplemente no contestó a la penúltima carta. La última era una petición de divorcio que ella firmó encantada. La húngara no sabía jugar a la ajedrez y tampoco esta historia nos va a aportar nada más que unos minutos de distracción antes de pasar a temas que, si no son más interesantes, serán al menos diferentes. 

martes, 19 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Poco después de la caída de lo que hemos convenido en llamar régimen comunista en Hungría, llegó a Budapest un periodista americano bastante afamado por entonces y hoy bastante olvidado, llamado Fred McClusky. McCluscky había comenzado su carrera haciendo reportajes sobre la América rural de los cincuenta, fue a Vietnam en los sesenta, nos contó el horror de Camboya en los setenta y desde América latina hizo exactamente lo mismo en los ochenta. En cuanto olió lo de la caída del Muro y demás, supo que tenía que estar ahí. Y se trasladó a Budapest con la intención de introducirse en un marasmo en el que las fuerzas de la revolución democrática y los comunistas que quisieran aferrarse al poder o quizás vivir una nueva invasión soviética y la represión y todo aquello que ya se vivió una vez. Y no se vivió de nuevo. Lo único que hizo McClusky en Budapest fue enamorarse de la ciudad. Hasta entonces había vivido en ambientes poco urbanos, rurales, pero Budapest era otra cosa. Tardó mucho tiempo en enviar una primera crónica. Hablaba de una ciudad decadente, pero viva, vieja, pero joven, revolucionaria, pero que miraba atrás. McClusky se aburrió de Budapest y se fue a Oriente Medio. McClusky no escribió nada sobre Budapest. Pero se casó con una húngara. A su edad. 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Bueno, bueno, eso es lo que tú piensas, pero en realidad aquel equipo se ha mitificado mucho por el rollo político. Claro, porque interesa decir que aquel equipo era tan bueno porque se deshizo después por temas políticos después de la invasión soviética y también porque nos gustan mucho esos equipos que son tan buenos y tan mágicos y que acaban siendo derrotados por alguien más práctico, en este caso los alemanes. Lo mismo le pasa a la Holanda de Cruyff, aunque aquí no influye tanto el tema político, incluso se oculta, por el tema del mundial de Argentina, donde también perdieron ya sin Cruyff. Equipos bonitos, que juegan fenomenal y que acaban perdiendo. Contra Alemania, principalmente. Alemania, perder contra Alemania. Alemania habitualmente suele perder, pero en esto del fútbol se han creado un aura de invencibilidad que luego pienso que trasladan a todo lo demás esa sensación de infalibilidad, porque a ver, los alemanes no ganan nunca y mejor que no ganen, también te lo digo. Así que todo eso que me dices de los alemanes, los alemanes, los alemanes nada y mejor que así sea, y lo de los húngaros, pues si quieres un día te hablo yo de los húngaros que también tengo para ellos. 

viernes, 15 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Tenía la cara redonda, era lo primero que te llamaba la atención. La Hruskova había sido bailarina durante su juventud, pero se casó y abandonó la danza. Ahora tenía la cara redonda y una tienda de zapatos en la calle Principal. Yo iba siempre con mi madre a comprarme los zapatos a la tienda de la Hruskova. Siempre me llamaba la atención su cara redonda, sus ojos redondos, su peinado redondo. Para hacerla rabiar, siempre le pedía a mi madre que me comprara zapatos de punta. En la tienda de la Hruskova no había zapatos así. Mi madre siempre me acababa comprando unos zapatos duros como piedras, para que durasen mucho. La Hruskova no había vuelto a bailar desde el día de su boda. Yo ya no era un niño cuando fui por última vez con mi madre a su tienda. Mi madre me había explicado su historia. Cuando entramos, le pedí que nos bailase algo. Y ella contestó que no podía porque no tenía zapatos de punta, que eran los mejores para bailar. Me pareció una excusa muy mala. O muy obvia. No sé. 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Yo no estaba allí como estaban ellos, que estaban de vacaciones y parecía que estaban siempre de vacaciones pero no, en realidad no estaban de vacaciones, estaban trabajando allí. Eran una familia numerosa, eran primos, hermanos, sobrinos, abuelos, primas, hermanas, sobrinas y abuelas. Maridos y mujeres. Residían en una gran casa que parecía un hotel. O quizás habían comprado un hotel para que pareciera una casa. Yo los veía todos los días porque me habían encargado la reparación un pequeño puente que entraba hacia el mar. Paseaban por allí todos los días. Captaba sus conversaciones, sus risas, reflexionaban, hacían negocios. Principalmente, de lo que trataba su vida, era de la defensa acérrima de eso mismo, poder pasear por aquel puente de manera despreocupada, pero preocupada por si alguna vez aquello pudiera acabar. Trabajaban estando allí y demostrando que podían estar allí. La reparación de aquel puente duró meses. La seguridad, los materiales. Tanto tiempo allí, pasó que Masha, que se había quedado viuda hacía un par de años, se fijó en mí. Masha era un poco mayor que yo, no mucho. Un día me preguntó cómo iba el trabajo. Otro día me preguntó si teníamos fecha para acabar. Un día se quedó allí conmigo charlando. El puente sigue allí, cerrado al público. 

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Nos conocimos en un bar. Ella iba con un grupo de gente. Yo iba con otro grupo de gente. Ella trabajaba en una empresa. Yo no trabajaba. Ella parecía feliz. Yo estaba contento. Intercambiamos unas palabras, ella quería pedir algo, el de la barra no atendía, le dije nosequé. Me dijo nosecuantos. Nos reímos. Ella se fue con su grupo. Yo volví con el mío. Pasan los años y recuerdo ese momento cada día de mi vida como un momento decisivo. Lo plasmo en mis novelas, en mi poesía, lo revivo en las canciones que escucho, cada cuadro que miro contiene su cara, en las películas reconozco su sonrisa. Nos fuimos a vivir juntos. No es lo mismo.   

martes, 12 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Todo comenzó con una discusión estúpida sobre Calamaro y su deriva. Estábamos en un bar y comenzó a sonar una canción, no sé si de Calamaro o de Los Rodríguez, y como siempre Laia puso mohín de disgusto y comentó que puto facha de Vox y esas cosas. Y como siempre, yo le dije que sí, que se le había ido la pinza o que quizás siempre había sido así, pero que tenía canciones chulas. Que yo me enganché mucho a la de Flaca o la de Yo soy un loco, y que incluso había ido a un par de conciertos suyos, si no tres. Y que el disco de El Cantante, que era de versiones, me gusta todavía mucho, aunque no lo puedo poner porque yo también tengo una Laia interior que me dice, qué asco de facha. Y fue entonces cuando el Salva, que siempre conocía a alguien, nos comenzó a contar que conocía a alguien con una historia con Los Rodríguez. El tipo, al parecer, era un apasionado de la historia rusa. Comenzó siendo el típico niño sovietizado, de padres comunistas, que militó en juventudes y se aficionó a la historia y cosas rusas. Pero cuando cayó el Muro y los comunistas se vieron fuera de juego, él no se dio por aludido y trucó su pasión comunista por una pasión filoeslava. Comenzó a dejarse el pelo y la barba largas, como un pope ortodoxo. Hablaba de cosas raras, cosas que ya no tenían nada que ver con cosas comunistas. Y un día, al cabo de los años, le escucharon tararear 'déjame atravesar el tiempo sin documentos', durante un encuentro de antiguos nosequé. Le preguntaron, cómo es que te gustan Los Rodríguez, que son argentinos, cuando llevas años a base de folklore eslavo y coros y danzas... Les contó entonces que el padre del pueblo ruso, de donde proviene incluso el nombre de Rusia, era Rurik o Riurik, que se sospecha que era un guerrero varego, es decir un vikingo, que conformó un estado con las tribus eslavas y que dio nombre tanto a la dinastía como al propio país. Y que Rurik significa lo mismo que nuestro Rodrigo, que también es un nombre germánico. Y que así, Rusía no sería otra cosa que un país de Rodríguez y que en realidad Los Rodríguez no son otra cosa que Los Rusos. Yo esa historia ya la había escuchado. Laia dijo entonces que al día siguiente tenía una movida y se fue. 

lunes, 11 de noviembre de 2024

Pequeños cuentos centroeuropeos


Vivíamos todos en aquel piso. Nos habían dicho que era el cúmulo de la modernidad y que estábamos rompiendo esquemas. Construyendo un mundo nuevo, a partir de unas relaciones horizontales, de tejer una comunidad, fraterna, pero Schröder no quiso participar. Desde el primer día, comenzó poniendo pegas. Decía que compartía los objetivos, que estaba de acuerdo en que algo había que hacer respecto al tema, pero que no veía claro que aquello fuera a salir bien y que, aún saliendo bien, no entendía cómo eso de vivir todos juntos en el mismo edificio iba a cambiar de alguna manera el sistema. Schröder vivía solo en un pequeño apartamento, minúsculo, no tenía cocina propia ni tampoco cuarto de baño. Se aseaba en una especie de lavabo comunal que tenían en un edificio extrañísimo del barrio antiguo. Y la cocina también se llevaba a través de un sistema por el que desde la taberna de los bajos se les suministraba un menú diario que se les sumaba al alquiler que pagaban. Schröder nos decía que él ya estaba viviendo en un régimen semi comunal y que no entendía en qué estaba cambiando su vida con aquello. Nosotros le decíamos que lo que contaba era la vida en común, que se establecían una serie de relaciones que desmontaban convenciones familiares y de clase. Y él solo veía que iba a seguir cagando no cuando quisiera, sino cuando pudiera.