jueves, 28 de julio de 2016

Persiguiendo una ida

Los que me conocen ya saben que no soy de hablar mucho. Según como venga el día, puedo parecer fuera de sitio, absorto, abobado, lelo, atontado perdido. Puedo pasar días sin abrir la boca, estar y no estar al mismo tiempo. No suelo dar mi opinión, aburro si la doy y me mantengo siempre en un discreto segundo plano cuando la charla se anima por que no tengo mucho que aportar. Tampoco soy de los que proponen nada, de los que tienen un plan, de los que se tiran a la piscina. Y quizás por eso, me gusta la gente creadora, excéntrica, con un puntito, difícil de encasillar, de perfil difuso, resbaladiza.  
Así, el otro día, mientras estaba desayunando en un bar de la periferia de mi ciudad, que tiene centro y tiene periferia a la vez, apareció una ida. Yo antes muy raramente desayunaba fuera de casa, me tomaba la leche galopeá y salía a hacer lo que fuere. Podría hacerlo ahora de la misma manera, pero desayunar fuera me parece que refuerza un recuerdo de cuando desayunar fuera de casa era parte de un algo que podríamos calificar como fantástico. En este pensamiento, o quizá en otro, andaba yo, como siempre en la parra, cuando entró aquella ida.
Era una ida preciosa. Una ida genial. Entró por la puerta, no sé qué dijo que todo el mundo se rió y salió de nuevo por donde había entrado sin consumir nada. Qué ida, una de las idas más maravillosas que había visto jamás. Era alta, pero no era alta, era más o menos de mi estatura. Creo que puede que fuera alta para los parámetros de lo que se considera que una puede ser, dicen que según que estaturas, para las mujeres... mejor no sigo. Alta para ser una ida. Una ida que vino y que se fue. Como siempre me ocurre, no me resigné a dejarla pasar. Así que pagué mi consumición y me fui tras de aquella ida. La vi avanzar camino del metro, o al menos por el Paseo Lorenzo Serra, camino del metro, atropellada, poseída, nerviosa, ida. Era una ida magnética, que atrapaba, una de esas idas capaces de reunir a gente de diverso signo en torno a sí, capaz de ilusionar a personas de diverso credo, era una ida màgica, de las que entran en cualquier salón de té y la gente deja de tomar el té, de las que entra en cualquier fotocopistería y la gente deja de hacer fotocopias y estampados para camisetas. No la podía dejar pasar. Me preguntaba si, por el rumbo que estaba tomando aquella ida, cogería el metro. La de idas que he visto en el metro. No fue así.
Siguió por la Rambla Sant Sebastià hacia arriba, caminando por la Rambla estrictamente hablando, no por la acera, y se paró en una de la diversas tiendas de ropa que ocupan esa vía tan emblemàtica de la ciudad. Tal y como entró, salió de todas y cada una de ellas. Entraba, tocaba una prenda, salía. No encontraba acomodo en ningún sitio, pensé. Tengo que ir detrás de ella, pensé. Tengo que saber quién es, qué piensa, por qué está ida, por qué.
La ida siguió subiendo la Rambla y cuando llegó a la altura del Cruce, bajó. Porque la Rambla baja a esa altura. La ida, a la que seguía de cerca, pareció no saber dónde estaba durante un instante pero recuperó el sentido de la orientación. Una ida con sentido. Torció hacia la plaza del Reloj y se quedó delante de una tienda de zapatos mirando los productos del expositor. Estamos en rebajas y había todo un surtido de calzados variados que estaban bastante bien de precio y otros que, pudiendo estar más rebajados, no resultaban tan estimulantes. Pensando todo esto, a punto estuve de perder la ida. La divisé a lo lejos, como una sombra, caminaba deprisa por la calle Jacinto Verdaguer y supe, como si lo hubiera vivido antes, que el recorrido que estaba haciendo lo había hecho ya muchas veces. Era una ida insistente.
Efectivamente, cuando llegó a la calle Irlanda, en lugar de seguir hacia el Pabellón o en su defecto hacia la avinguda Generalitat, subió y en la puerta de la comisaría hizo un gesto obsceno. Era una ida peligrosa. No se dio cuenta ningún número del cuerpo nacional de desto y pudo seguir avanzando. Al llegar a la rotonda, el sol le dio de lleno. Era una ida luminosa.
Qué ida esta. Qué divertida. Qué bien me lo estaba pasando, pero yo quería que esa ida me hiciera caso. Llevaba mucho rato detrás de ella y me preguntaba qué tenía que hacer para abordarla y poder decir, por fín, que volvía a... Aunque fuera una ida lenta, porque me di cuenta de que después de todo, ese recorrido que podía hacerse en poco espacio de tiempo, nos había ocupado no una hora, ni dos... eran las tres de la tarde y yo tenía hambre. Quise hacerme el valiente y por fín me aventuré a preguntarle, por dar conversación, si quería comer algo. Me miró con ojos de ida.
- Estoy volviendo.



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