miércoles, 17 de mayo de 2017

Cuentos Chinos

Cuando la Larga Marcha llegó a su fin y al fin el Ejército de Mao llegó al Yunan, un grupo de soldados y militantes del Partido quisieron discutir si serían capaces de volver a hacer el mismo camino a la inversa. En un momento en el que Mao había decidido hacer que en el seno de su grupo de fieles surgiera algún tipo de pensamiento heterogéneo, aquel grupo se tomó aquella planificación de un viaje en sentido contrario como una buena manera de ejercitar el intelecto y de afrontar el problema de enfrentarse de nuevo al enemigo optando por una táctica que podría ser considerada suicida, pero al menos era original. Si la táctica de huir y no enfrentarse era ya una novedad a ojos del combatiente más envalentonado, hacer la Larga Marcha y después sorprender yendo derechitos al abismo, no dejaba de ser también muy estimulante. En el seno de una acalorada discusión, una militante de la vanguardia cultural, Pi Yi, hizo la siguiente consideración: sin duda, ser revolucionario implica no tener en consideración el riesgo y sí el efecto. Mucho más que el fruto práctico de lo que se hace, se ha de tener en consideración el hecho de crear desconcierto en el enemigo. El enemigo debe estar siempre desconcertado, atónito, sin capacidad de respuesta, vamos… y se levantó de la silla y se fue. ‘Y no volvió’, pensaréis. Pero sí volvió, y descolocó también a los suyos. Una revolucionaria.

En las lejanas tierras que colindan con el Tibet, cuando ya el frío del altiplano hace insoportables las noches y el viento vuelve locos a animales y personas, encerrados en tiendas elaboradas con piel de diversos animales que ahora no vienen al caso, se escuchaba la leyenda de la princesa Pi Yi, que, huyendo de la corte de Pekín para vivir la vida de una ciudadana libre y sin las ataduras de la Ciudad Prohibida, había llegado hasta aquel paraje para disfrutar de la naturaleza, el sabor de las cosas preparadas por uno, el aire limpio, la gente sana, el contacto con la realidad, los amplísimos cielos y la majestuosidad de las montañas del Himalaya que se asomaban a su tienda cada mañana. Pasaron dos años en los que Pi Yi recorrió aquellos parajes, conociendo a sus gentes, comiendo su queso, bebiendo sus licores, curtiendo su tez con el viento del demonio que no la dejaba vivir ni de día ni de noche y que no cesaba jamás y que le volaba la tienda y que se le metía en el cuerpo, en el oído, en la cabeza y en todo su ser y que finalmente la volvió loca y todos hablaban de la princesa Pi Yi que se había aventurado en huir hacia el Himalaya de donde decían que provenía el viento para cortar el chorro y quedarse tranquila.

Dice mi madre que a ella le pasó algo parecido. Tenía una amiga que emigró a los Estados Unidos y conoció a gente fascinante. Viajó para estudiar y regresó a China extasiada, contando las maravillas que había visto, las ciudades con rascacielos, los cafés con poetas recitando, la música por todas partes, las hamburguesas gigantescas, los indios en las reservas, pueblos abandonados, las iglesias evangélicas de las que se hizo adepta, un profesor del que se enamoró y el profesor se enamoró de ella y tuvieron un hijo pero ella tenía que volver y se volvió con su hijo y ella echaba tanto de menos al profesor, que estaba casado y no dejó a su mujer porque era polaco y era católico y ella se vino sola a China con el niño y el niño creyó creciendo que era especial porque no había niños de padres extranjeros en su colegio y su madre le contaba siempre que venía de un mundo maravilloso y el niño se creyó especial de verdad y quiso conocer aquel mundo tan estupendo del que le hablaba su madre. Y se quedó extasiado por las ciudades con rascacielos, los cafés con poetas recitando, la música por todas partes, las hamburguesas gigantescas, los indios en las reservas, pueblos abandonados, las iglesias evangélicas de las que se hizo adepto, y el profesor polaco del que se enamoró. Pues a mi madre le pasó igual, pero con Pamplona.
Aquel día la profesora tenía previsto ir con sus alumnos al Museo de Historia Natural de la ciudad. Sus jóvenes alumnos se habían preparado concienzudamente la excursión y habían previsto todas y cada una de las explicaciones y comentarios que la profesora iba a hacerles. Los alumnos se habían acostumbrado a pretender ser más listos que aquella joven extranjera que se devanaba los sesos por aprender un poco de chino y que, con un inglés excelente, pretendía hacerles entender las virtudes del arte como materia para su educación. Si la profesora preparaba cualquier actividad, se esmeraban por dejarla en ridículo, sacándolas de sus casillas, yendo más allá de lo que la actividad exigía, haciéndole creer siempre que no estaba a su nivel, que era demasiado infantil para ellos. Así que, cuando aquel día, la profesora decidió hacer toda la excursión en castellano, los alumnos se quedaron sin excusas. Por una vez tuvieron que estar atentos a todo. A nadie se le había ocurrido aprender castellano como fórmula de respuesta. Por una vez, la profesora tuvo suerte. Y que se atrevieran a aprender el idioma… ahora jugaba en casa.

Feliz día Yprh!

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