martes, 2 de junio de 2015

Gorteza

A Gorteza no se lo cuentes, porque Gorteza lo sabe. Gorteza ha llevado una vida llena de aventuras y de historias. Al menos eso es lo que cuenta él. Cuenta muchas cosas. Se ha pasado la vida contando cosas. Desde muy joven, no ha hecho otra cosa que decir, hablar, contar, explicar, pero nadie ha visto nunca a Gorteza en otro sitio que en Villastanza de Llorera. Los más viejos del lugar, recuerdan haberlo visto de pequeño al lado siempre del viejo Gorteza. El viejo Gorteza también decía haber estado en muchos sitios. El viejo Gorteza describía con todo lujo de detalles las selvas americanas en las que contaba que tuvo un negocio muy rentable de venta de comestibles. Contaba que en América había hecho fortuna con aquel asunto y que había vuelto a Villastanza a tiempo para poder pasar sus últimos años en compañía de sus familiares y amigos. Lo que no contaba el viejo Gorteza es que todos le habían visto crecer, casarse, tener hijos, trabajar en la fábrica de yesos de la Polderosa, jubilarse allí, pasar las tardes enteras en el bar del Fusi y contar y contar y contar repetidas veces que en su experiencia americana, había pasado los mejores años de su vida. Nadie se lo tuvo nunca en cuenta. A su lado, Gorteza aprendió a contar las cosas. Gorteza tiene ya bien entrados los cuarenta años y no se le conoce compañía más duradera que la de sus zapatos. La única vez que los vecinos de Villastanza han visto salir del pueblo a Gorteza ha sido cuando ha tenido que ir a comprar zapatos. Son unos zapatos que Gorteza compra en el pueblo de al lado, en Santa Buena de Dios, en una tienda de zapatos bastante corriente pero que guarda un surtido de zapatos muy recios, fuertes, que no se encuentran en otro lugar. Unos zapatos que Gorteza descubrió un día que le llevaron a las fiestas de ese pueblo. Era cuando Gorteza tenía amigos. Gorteza tuvo amigos una vez. Él cuenta que tiene amigos, pero los perdió hace mucho tiempo. Gorteza y aquellos amigos fueron a las fiestas de Santa Buena de Dios y bebió demasiado. Como no sabía bailar, no conocía las canciones que tocaba la orquesta y aunque las hubiera conocido de poco hubiera servido y sus amigos le abandonaron en la barra improvisada para buscarse la vida, tuvo que beber y beber hasta que se quedó dormido en la plaza del pueblo. Al despertar, alguien le había meado en los zapatos. Puede que fuera él mismo. Tuvo que ir a comprarse unos zapatos y descubrió aquella tienda. La regentaba una señora de unos mil doscientos años que le miró mal desde el momento en el que asomó por el quicio de la puerta. A Gorteza siempre le ha gustado que le miren mal. Vio aquellos zapatos, se los probó, se miró en el espejo, se gustó. El olor de aquella zapatería era tan antiguo, tan pasado, que quiso quedarse todo el día, pero la señora no parecía dispuesta a ello y una vez hubo pagado, se tuvo que ir. Normal. Cada año volvía a Santa Buena de Dios a comprar zapatos. Habían pasado muchos años y la señora seguía incombustible al frente del negocio. Todos los años, Gorteza quiere quedarse a vivir en esa zapatería, pero no puede. Gorteza cuenta a todo el mundo que lo ha vivido todo. Todo el mundo quiere escuchar a Gorteza contar qué cosas ha vivido. La antigua fábrica de yesos de la Polderosa cerró hace mucho tiempo, poco después de que se jubilara el viejo Gorteza, y Gorteza no pudo entrar a trabajar en la fábrica. No se le conoce un oficio definido. Ni indefinido. Gorteza estudió hasta que terminó el instituto y no fue a la Universidad. Luego se recluyó en su casa durante años y no se conoce que fuera a la Universidad o que estudiara a distancia. Los que fueron sus amigos cuentan que intentó prepararse unas oposiciones para el cuerpo de correos, pero nadie sabe si las aprobó o no. Los que fueron sus amigos dejaron de serlo cuando la vida empezó a ir en serio y la gracia de Gorteza se desvanecía. La gracia de Gorteza consiste en contar, explicar, hablar y hacer como que lo ha hecho cuando no es verdad. Una vez que se agota esa gracia, los amigos dejaron de serlo. Gorteza sale todos los días de su casa a una misma hora, regular. Se levanta, se viste, se calza sus zapatos. Antes de ponerse los zapatos, mira los zapatos, los toca, los repasa con el dedo por si están manchados. Se dirige a uno de los bancos de la plaza y allí espera a que alguien, personas cada vez más viejas y más jóvenes, se sienten a su lado para charlar. Cuando siente hambre se vuelve a su casa y se prepara algo de comer. Pero casi nunca come. Muchas veces abre los cajones, remueve dentro del armario, enciende el fuego, lo vuelve a apagar y se va al butacón en el que se queda dormido. Allí, en el butacón es donde le pasan todas las cosas que cuenta.

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