martes, 13 de septiembre de 2016

Aurora

Ecko Kohlthenberg volvió a crecer, a ayudar en las tareas del campo, a ir a vender algún cochino a la feria de algún pueblo, a sentir cómo su cuerpo se transformaba y de nuevo a soñar con batallas, hazañas bélicas, correrías, aventuras y todo lo que el fascinante siglo XVI podía ofrecer. De esta manera, cuando contaba con 16 años, de nuevo planteó a su madre su voluntad de marchar, de enrolarse en el ejército imperial, de viajar a América, de conquistar fama y gloria. Aura Hauser no se opuso. Aquella mujer por la que no parecía pasar el tiempo y que poseía una belleza sobrenatural, una belleza de otro mundo, una belleza que hacía que quien la mirara traspusiera hacia otro ámbito de la realidad, en realidad había vivido sin que nadie la viera jamás. Ecko Kohlthenberg no lo sabía, pero en la comarca se decía que Aura había muerto, que cuando Sebastian Kohlthenberg, su padre, una familiar se había hecho cargo de él y del pobre Sebastian. Que Aura no era Aura. Comprensible. Aura no visitaba el pueblo, no salía prácticamente de casa y de las inmediaciones de sus tierras, prácticamente nadie la había visto nunca. Ecko continuamente hablaba de su madre allá donde iba, y la gente pensaba que el pobre echaba de menos a su madre muerta y que no lo había superado... Finalmente, Ecko se fue. Se alistó en las tropas que un príncipe reclutaba para servir con el Emperador, llegó a un puerto holandés y pasó a América participando en una serie de campañas contra diversas naciones indias que habitaban el norte del continente. Allí pasó largos años, hasta que, con fama y honores, quiso regresar a Europa, pero no a su tierra, sino a la península Ibérica, dado que sus compañeros de andanzas, castellanos en su mayoría, le hablaban maravillas de las tierras y gentes del reino y como consiguió cierto capital, se asentó, ya maduro, en un pequeño pueblo llamado Villastanza, de donde era natural un viejo compañero suyo de armas fallecido de un arcabuzazo que nunca se supo de dónde había venido. Ecko, pues, se convirtió en un señor con tierras e instauró una saga de terratenientes que protagonizaría múltiples leyendas a lo largo de los siglos. Cuando Ecko murió, dejó tres herederos: Sebastian, Frederico y Aurora. Sebastián murió pronto, siendo niño. Frederico y Aurora se repartieron la herencia. Al poco tiempo, Aurora cedió sus posesiones a Frederico y se marchó sin dejar rastro.
Mientras tanto, en un pueblo renano, al pie de la montaña, Aura Hauser desapareció. Justo cuando su hijo Ecko se embarcaba rumbo a América, ese mismo día, al amanecer, un amanecer que la gente de aquella comarca recordaría durante siglos, tremendo, de una virulencia cromática que quizás anticipaba delirios pictóricos, musicales y quién sabe si... todo desapareció. La casa, los cerdos, el campo de coles y nabos, la mujer de belleza limpia, clara, morena y luminosa, la mujer que nadie había visto, la mujer que siguió apareciéndose en los sueños y en la imaginación de su hijo Ecko durante toda su vida, la mujer que intimidaba a su hijo de tal manera que huyó de ella para demostrar que podía hacer con su vida algo mejor que terminar matando a un borracho en una taberna, la mujer que le dio una segunda oportunidad, la mujer de edad madura que podría haber vuelto loco de amor a cualquier viajero que se extraviase en su camino y diese a parar a aquel remoto confín de la Renania y que por hacer un alto y descansar se hubiera detenido para solicitar un vaso de vino y un trozo de pan para continuar la marcha y haber entrado en el éxtasis que se siente cuando tienes delante a esa cara que hace que comprendas que el sentido de todo se encuentra en el espacio que se halla entre una punta de la boca y la otra punta que dibuja esa sonrisa encantadora, seductora, mágica, y ya sabes que no hay otra salida, que no hay otra cosa, que la vas a ver en cualquier parte, que quieres verla en cualquier lugar, aquella mujer, ya no estaba.
Cuando Ecko Kohlthenberg decidió volver a Europa, vivir en Villastanza, casarse (no lo hemos dicho) con la segunda hija de un marqués venido a menos y que murió extrañamente víctima de un arcabuzazo (el marqués, la hija murió también y no de un arcabuzazo, sino del extraño golpe de un arcabuz), tener descendencia, intentar olvidar a su madre, a Aura, a la que seguía viendo y soñando constantemente, sabía que no lo podría lograr. Que su madre estaba allí.
Todas las noches, Ecko Kohlthenberg iba a un pequeño prado, en sus posesiones de Villastanza, dejaba su cuerpo tumbado en el suelo y miraba al cielo. Todas las noches le pedía a su madre, Aura, que le diese otra oportunidad. Una oportunidad sin auroras, sin extrañas luces, sin el influjo de una mirada, de esa sonrisa, quería una vida sin tener cerca un arcabuz con el que provocar que todo volviera fuera mal. Una vida sin amaneceres extraños.
Y todas las noches, su cuerpo se llenaba de colores azules y verdosos. Y lloraba. Y lloraba en alemán.

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