lunes, 17 de julio de 2017

Omar Sharif

Tener la mirada de Omar. Esa mirada de Sharif que hace que tengas ganas de que te cuente una historia de cuando vivía en Alejandría y estaba rodeado de perfumes y siluetas que se recortaban entre los callejones y que corrían huyendo de algo que no sabes explicar pero que ves en el fondo de los ojos de Sharif. El bigote de Sharif que seguro que le huele a café, a algún tipo de tabaco turco, cigarrette turche ma..., o le huele a té o le huele a algo que seguro que no es a lo que me huele a mí. Ni tengo la mirada de Sharif, de haber vivido tanto y tan interesante, aunque solo sea un actor al que se le ha quedado cara de haber vivido cosas interesante. Omar Sharif como un punto lejano que va poco a poco viniendo hacia ti, montado en un caballo, galopando a toda hostia por el desierto. Sharif viajando en un coche antiguo por entre montañas del Atlas, para llegar a su pueblo y no volver a salir de él jamás. Lluis Homar. Omar Sharif, entornando los ojos, ya mayor, muy mayor, sabiendo que simplemente entornando los ojos caerá rendida a su lado. No hace falta que le cuente ninguna historia inventada, ninguna historia que ha leído en un guión, sabe que no le hace falta guión, que no es Lluis Homar, que es Omar Sharif. Sharif. Sentado en una mesa, con una pierna más adelantada que la otra, jugando con la cucharilla del té, mirándote a los ojos con la confianza de saber que tienes la cara de Omar Sharif. Prueba a hacerlo tú. Prueba a juguetear con la cucharilla del café, mirar a la interlocutora con cara de haber vivido muchas cosas, haber visto muchos sitios, haberlo leído casi todo, haberlo probado todo, pero con tu cara. No con la cara de Omar Sharif, con un bigote oliendo a pizza del Tarradellas. Prueba. No te sale. Lo sabes. No lo intentas. No lo volverás a intentar jamás. Omar Sharif es capaz de salir a bailar cuando le dicen que salga a bailar. Sharif no necesita salir a bailar. No sales a bailar. Omar Sharif haciendo de mexicano en alguna película. O de griego. O de ruso. Omar Sharif, ahora lo recuerdo, en mitad de la Revolución rusa, enamorado completamente de Julie Christie, olvidando absolutamente Alejandría y los perfumes de una ciudad que ya no existe. No busquéis en Google, es un error adrede. En las estepas rusas, muriéndose de frío, a Omar SSharif le debe oler el bigote a helado de nata. Nata sola, sin nada. Omar Sharif, que cree en la Revolución pero un poco solo. Omar Sharif, deseando que se acabe la película para poder volver a su hotel en la costa francesa y esperar a que le llamen de alguna pequeña productora que le de lustre a su nombre haciendo de anciano que vive en Francia. A ver si pica alguien. Sharif. Me imagino a Omar Sharif fumando un cigarrillo, paseando junto a una mujer, el viento mece su pelo. El de ella. Él la mira y sonríe. Fuma. Viene en el guión. Fuma. Viene en el guión. Sonríe. Cuando el director dice ‘corten’, Sharif escupe en el suelo y pide una cocacola para quitarse el sabor de la boca. Vuelve a escupir. Y sonríe. A mí no me sale.

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