jueves, 22 de marzo de 2012

Kinhome Jones



Un drama humano de dimensiones considerables. Un muchacho en la flor de la vida. Un hombre con todo por delante, con cantidad de cosas que aportar al mundo, con todo un grandioso cúmulo de cosas por decir. Un joven que tiene todo lo que tienen los demás, ni más ni menos. Y mírenlo. Ahí lo tienen. En la cama. En calzoncillos. Durmiendo. No duerme. Yace en la cama. Está tumbarrado en la cama. Una cama sucia a la que hace dos semanas que nadie le cambia las sábanas. Una cama que hiede a demasiadas cosas y ninguna buena. Y encima un camastrón de treinta y pocos años que está atravesando por un momento difícil. Un momento dificilísimo que arrastra desde que tiene uso de razón. Desde que tomó consciencia de que quizás, ay, no queda ninguna salida, que todo ha sido en vano, que nada de lo que haga tendrá premio. Una vida malgastada en una cama. Tumbado, con el pelo chupado y aplastado, con la cara amarilla, la barba mal afeitada, los calzoncillos sucios. La casa está arreglada porque su madre viene cada poco a darle una vuelta. Pero en su habitación no hay dios que entre. Porque él no sale. Algo le pasó, nadie sabe qué. Le preguntan y dice que no le pasa nada. Que no tiene nada. Que ya saldrá. Que ya irá. Que ya lo mirará. Que se lo está pensando. Pero es que ahora no puede. Está ahí, a punto de ir. Un momento. Pero es que no puede. Se da la vuelta en la cama. Se destapa un poco los pies. Se ha acostado otra vez con los calcetines puestos. Calcetines blancos. Nos queríamos morir. ¿Cómo es posible seguir teniendo tanto sueño, seguir con ese perrerón encima, después de dormir tanto tantísimo? ¿Cómo es posible tanta desgana? ¿Qué puede ocurrirle a alguien para caer en semejante estado de desvanecimiento?

En otro punto de la ciudad, Kinhome Jones entra en una tienda de mascotas. Ahí tenemos a Kinhome Jones, con su traje negro ajustado, sus zapatos negros, su pelo mojado y peinadito para atrás, su barba de semanas asilvestrada. Qué hombre. Kinhome Jones entra en la tienda de mascotas y examina las jaulas y las vitrinas. Repasa los diversos animales en venta y finalmente se queda delante de la jaula de un conejito blanco precioso, preciosísimo. Un conejito blanco más mono... un conejito blanco que es una bolita pequeñita, blanca, que te mira con una cara tan simpática. Dan ganas de abrazarlo y abrazarlo. Y tenerlo acurrucadito así, así, tan blandito y tan poca cosa. Ay que conejito tan bonito, tan gracioso, tan dulce. Sin dudarlo ni un segundo, Kinhome Jones paga lo que vale el conejito y se lo lleva. Qué animalito tan mono, qué cosa tan graciosa, madre. Qué conejito tan conejito. Ay. Si es que si lo vieran ustedes, se lo comerían. ¿Qué muerde? Qué va a morder... no muerde. Es tan mono el conejito.

Kinhome Jones sale de la tienda con el conejito entre sus brazos. Tan gracioso. Le hace mimitos al conejito mientras camina por la calle. Camina por las calles de la ciudad, ora dobla aquí, ora sigue recto hasta que llega a un edificio de pisos. Saca un manojo de llaves con un llavero de espuma con una K y abre la puerta de abajo. Sube andando las escaleras hasta llegar al segundo tercera. Llama a la puerta. Una vez. Otra vez. Al final golpea la puerta con la palma de la mano y dice un nombre. 'Abre la puerta, Landulfo, que vengo de parte de tu madre a decirte una cosa', insiste Kinhome Jones. 'Voy, voy'. El yacente sale de la cama, se coloca encima un chandal de dos piezas, de esos sin chaquetilla, de sudadera, y con unas zapatillas y sin peinar va hacia el recibidor.

Cuando abre la puerta, Kinhome Jones coge al conejito de las orejas y del bolsillo saca una navaja de Albacete. Sin mediar palabra le clava la navaja al conejito en su blanca barriguita y lo raja. El conejito chilla mientras se desangra, pero sus grititos de dolor y sus aspavientos no impiden que el joven atónito oiga lo que Kinhome Jones tiene que decir: 'O te espabilas, nene, o cada día vengo y reviento a una rata de estas. Tú mismo'. Mensaje recibido.

2 comentarios:

  1. Monsieur, o mata usted al Kinhome ese de las narices, o lo mato yo. Lo del pobre conejito no tiene nombre.
    Y claro, supongo que encima usted seguirá sin espabilar, viendo cómo matan conejitos indefensos.
    Ay no, él, él seguirá sin espabilar. O sea, el otro, el que no es Kinhome ni el conejo.

    Feliz día, monsieur

    Bisous

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  2. Aggghhhh!! qué relato tan aterrador! Era Venus el conejito? No me de disgustos, que cada día, al abrir la cortina de la terraza lo imagino muerto. Deja vu, ya sabe.
    Y al menos, espabiló el muchacho con el sacrificio?

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